jueves, 15 de marzo de 2007

ACCIDENTES DE TRABAJO: víctimas no consideradas


Con los estudiantes de la Facultad de Derecho (Universidad Tranquilino Sánchez de Parapanda)



Antonio Baylos

UCLM

La Constitución española protege el derecho a la vida y a la integridad física y moral. El Estado Social extiende institucionalmente esta garantía no sólo a todos los ciudadanos a través de la creación de un Sistema Nacional de Salud de cobertura universal, sino también en especiales situaciones de riesgo como es el desempeño de una actividad laboral, a lo que se compromete explícitamente en el art. 40.2 CE sobre el cumplimiento de una eficaz política en materia de salud laboral. Sin embargo la acción del Estado se tiene que desplegar dentro del círculo de organización empresarial dirigido por un poder privado formidable, el del empleador, que ocupa la situación de supremacía en la asimétrica relación jurídica que le permite apropiarse del trabajo de otras personas a cambio de una remuneración. Por eso el punto de partida de la protección de la salud en el trabajo es la relación contractual, donde el Estado cumple su función garantista al establecer - y regular – un deber de seguridad por parte del empleador con base en el contrato de trabajo, formando parte en consecuencia de la red de obligaciones recíprocas que lo configuran. Ese anclaje contractual explica que la materia de la salud y seguridad en el trabajo sea vista desde la perspectiva del riesgo y de la responsabilidad y se aborde su régimen jurídico desde la lógica del aseguramiento y del daño producido y de su reparación. Por eso hablar de salud laboral es hacerlo de accidentes de trabajo.

Frente a esa manera de ver las cosas, a partir de 1995 se introduce con pretensiones de transformación importante de los planteamientos en la materia, la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, que no abandona – ni podría – la construcción contractual del deber de seguridad, sino que desarrolla de forma muy extensa los mecanismos preventivos que incumben al empleador, las obligaciones de formación y los mecanismos de participación y de codeterminación colectivos, situados en la esfera de los derechos de información y de consulta de los representantes de los trabajadores, y sobre los que se despliega también la tutela inspectora y sancionadora del Estado. Pero la prevención se estrella frente a la precariedad y la descentralización productiva, la fragmentación del trabajo y de la figura del empresario “reconstruida” en la sucesiva cadena de la contratación de servicios y en las fórmulas interpositorias resultantes.

Por ello la (mala) salud laboral se manifiesta en las malas noticias estadísticas sobre la frecuencia y el resultado de la siniestralidad en el trabajo que cada año ensombrecen el panorama español. Son las víctimas de un sistema de producción y de trabajo en el que a fin de cuentas el responsable de su salud y seguridad se encuentra acostumbrado a hacer del ahorro de costes laborales y de la degradación de condiciones de trabajo, las ventajas competitivas a las que incitan autoridades monetarias y expertos económicos como la forma por excelencia de acumulación y de creación de riqueza. Y frente a cuya actuación no existe la suficiente respuesta punitiva ni resarcitoria.

Víctimas de la inseguridad en el trabajo, pero no reconocidas socialmente. En materia de víctimas, hay en nuestro país un ranking no escrito que determina su visibilidad social y la percepción colectiva de la importancia de la lesión. Ante todo las víctimas del terrorismo, también ellas escalafonadas, en el primer puesto las del terrorismo de ETA, cuyas organizaciones, jaleadas por los medios de comunicación privados y satelizadas por el PP, interpelan al Gobierno sobre el proceso de negociación en el Pais Vasco, influyen sobre las decisiones judiciales y pretenden decidir la política penitenciaria. En segundo término las víctimas del atentado del 11 de marzo, que se concentran en la representación pública de su dolor colectivo. A continuación, las víctimas de la violencia doméstica, cuyo desvalor social es justamente puesto de manifiesto con contundencia en los medios de comunicación y en el discurso político. Después se sitúan las víctimas de los accidentes de circulación, con un claro cambio de signo, puesto que en este desgranar de muertos y de incapacidades resultantes de la carretera se introduce una sensación doble de cotidianeidad y de impotencia que sin embargo se desmiente mediante la continua llamada de atención de televisiones, radios y periódicos a extremar la precaución y el uso – y la publicidad - de medidas preventivas y sancionatorias. Y en última posición, las víctimas del trabajo, que comparten con las anteriores la sensación de cotidianeidad y de inevitabilidad, pero frente a las que no se despliega una cobertura mediática extensa que relacione muertes y lesiones entre sí – no se señala la cantidad de trabajadores emigrantes, la condición de temporales de éstos, ni el tipo de organización empresarial en el que se ha producido el siniestro – ni consigue un espacio propio entre los temas que preocupan a la opinión pública. De esta forma, el problema de la salud laboral y el millar de muertos al año en accidentes de trabajo se confina en la esfera socio-profesional o en el diálogo social con el poder político, pero no resulta culturalmente significativo posiblemente porque para ello sería necesario pensar críticamente la relación entre el mercado y el Estado en materia de relaciones de trabajo, cuestión a la que los sujetos intervinientes en este tema - Administración, magistratura, empresarios – no están en absoluto dispuestos.

La muerte y la integridad física del trabajador se banalizan. Ni se castigan suficientemente ni tampoco cuestan caras. El entramado jurídico que regula estas cuestiones se disuelve en una multiplicidad de órdenes jurisdiccionales que complica y diversifica la exigencia de responsabilidad empresarial. El reciente Congreso de Magistrados del Orden Social que se celebró en Murcia, a finales de octubre del 2006, solicitó en sus conclusiones una Ley Integral de Siniestralidad Laboral que unificara la competencia sobre esta materia en la jurisdicción social. Buenos propósitos, pero de los que quizá los sindicatos y los trabajadores recelen simplemente por el hecho de que en gran parte la “migración” de la exigencia de responsabilidad por daños al orden civil de la jurisdicción ha sido provocado por las restricciones que la jurisdicción social ha realizado a la cuantía de las indemnizaciones, al entender comprendidas en el concepto de resarcimiento las pensiones que por este hecho otorga la seguridad social. Se dirá que estas indicaciones no vienen de todos los magistrados del orden social, sino sólo de las mayorías que forman las decisiones de la Sala 4ª del Tribunal Supremo, pero esa obviedad no evita el pesimismo de trabajadores y sindicatos ante iniciativas bien intencionadas como la que se ha señalado.

El problema no es jurídico, sino político y cultural. Algunos avances se están llevando a cabo, pero sin establecer una relación directa entre la salud laboral y las condiciones de prestación del trabajo – la flexibilidad contractual, la subcontratación de actividades – no se plantearán correctamente los términos del debate. Ni la visibilidad mediática del problema que haga que se cree la opinión pública de que los accidentes de trabajo constituyen un problema general que hay que erradicar y reparar a sus víctimas convenientemente. Solo así dejaremos de oir los “partes industriales de guerra” de los que hablaba Marx, que cada día anuncian monótonamente la muerte de personas por el mero hecho de trabajar para ganarse la vida.

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