lunes, 16 de mayo de 2011

NO HAY UN "ÚNICO CAMINO" DE SALIDA A LA CRISIS: LATINOAMÉRICA Y EUROPA





Es un lugar común en Europa que sólo un tipo de políticas económicas y sociales - las famosas "reformas estructurales" - permitirán salir de la crisis con éxito. Se trata sin embargo de recetas ya ensayadas en la década de los 90 en Latinaomérica que generaron la devastación social y política en la región. La Revista de Derecho Social - Latinoamérica, que dirigen Oscar Ermida y el titular de este blog al alimón, hará público en junio su último número, en el que los co-directores de la misma reflexionan sobre las diversas salidas de la crisis y sus significados diversos si se comparan las situaciones históricas de Latinoamérica y Europa entonces y ahora, con las políticas adecuadas frente a la misma. La reflexión prosigue discursos ya emprendidos por sus autores, pero tienen sin duda un interés especial en estos días, cuandos e vuelven a escuchar las voces distantes, siempre presentes, de quienes exigen otra vuelta de tuerca en la salida anti-social de la crisis.




El sistema económico capitalista se ha ido transformando desde sus inicios a través de una serie de eventos que solemos definir como crisis económicas, algunas de ellas de extraordinaria gravedad y amplitud. El derecho del trabajo, como conjunto normativo que regula las relaciones de trabajo en un sistema económico de libre empresa, es un producto cultural e histórico que se asocia al capitalismo desde sus inicios. Por eso la crisis es una “compañera de viaje” histórica del derecho del trabajo en la feliz expresión de Palomeque.

Las crisis económicas inducen tradicionalmente modificaciones importantes en la regulación jurídica de las relaciones de trabajo. Estamos acostumbrados a que en la gran mayoría de los casos, estas modificaciones se resuelvan desfavorablemente para los derechos de los trabajadores. Sin embargo no hay una relación unívoca entre estas categorías de manera que épocas de bienestar y de bonanza económica se corresponden con la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de los trabajadores y épocas de crisis con reducción de estas posiciones. En muchas ocasiones la crisis ha supuesto una oportunidad para cambios trascendentales en la configuración del sistema de tutela de los derechos laborales y de la ciudadanía social. Así sucedió en USA con el New Deal tras la crisis de 1929, y en Europa, la experiencia de la República de Weimar, supuso el embrión de un derecho del trabajo potente y democrático. En España, este papel lo desempeñó la II República española. Es cierto también que estas experiencias terminaron trágicamente con el triunfo del nazismo alemán y del fascismo español, y que estas ideologías criminales eran también ellas originadas como respuestas a la crisis económica. Pero esta constatación trágica no impide observar el laboratorio de propuestas y de formas de construir la tutela del trabajo, la dimensión colectiva del trabajo y la intervención pública, que tales experiencias democráticas pusieron en pie. Por eso la ambivalencia de estas situaciones cuando la crisis es profunda y marca una época.


Todas las crisis del sistema capitalista que tienen una cierta profundidad aparecen como una irrupción, pero la que hemos sufrido como “el crack del año ocho” – en la expresión de Capella - ha revestido una gravedad especial. Ha producido una verdadera conmoción del paradigma económico vigente en la globalización que gozaba de la autoridad de las tablas de la ley mosaica. La crisis no se había previsto, lo que no quiere decir que fuera imprevisible, y es una crisis total. No sólo afecta a los mercados inmobiliarios y a los mercados financieros, sino que es una crisis de un modelo de crecimiento basado en la financiarización de la economía y en el carácter especulativo de las operaciones económicas en un mundo global.

La crisis ha golpeado fundamentalmente a las dos áreas económicas más desarrolladas, Usa y Europa, haciendo visible la deslegitimación de todo un modelo de organización social que se remite al neoliberalismo y al llamado “consenso de Washington” y que tiene su origen en el tour de force reaganiano-thatcheriano de la década de los ochenta que se perpetua de forma brutal en Latinoamérica en la década de los 90. Ese modelo de organización social se basa en la desregulación normativa de la tutela del trabajo y en la responsabilización individual frente al empleo, la descolectivización práctica de las relaciones de trabajo “flexibles” junto con una corporativización sindical en torno a la “gobernanza” del sistema de relaciones laborales que permitiera el control de los salarios en línea con las políticas anti-inflacionistas. El Derecho del trabajo se considera “culpable” de la situación del mercado de trabajo y en consecuencia se hace depender la subsistencia de las garantías sobre el empleo de las oportunidades de empleo en el mercado laboral en una relación inversa. El trabajo además se declina en plural, en una serie de trabajos atípicos, temporales, precarios, no protegidos. La figura de la empresa es remodelada según pautas post-fordistas, que conducen a amplios fenómenos de descentralización productiva y de externalización, fuente de un trabajo difuso y disperso que inducen cambios en el propio concepto del empresario ante fenómenos cada vez más frecuentes de interposición empresarial y de suministro de mano de obra.


Sin perjuicio de ello, es de todos sabido que las empresas afectadas por graves dificultades económicas pueden verse inclinadas y aún obligadas a prescindir de personal, procurar la disminución de los salarios y la desmejora de otras condiciones de trabajo, etc. Del mismo modo, se dificulta la negociación colectiva y se alienta el recurso a la celebración de convenios in pejus, e inevitablemente se alienta la conflictividad. Paralelamente, aquellos Estados que cuentan con un seguro por desocupación, ven incrementado el gasto, a la par que la inactividad de trabajadores suspendidos o despedidos disminuye los ingresos fiscales por contribuciones de seguridad social. Tampoco es raro que surjan reacciones xenófobas contra los inmigrantes. En general, puede decirse que las crisis tienden a acentuar las desigualdades ( la desigualdad genérica entre capital y trabajo, tanto como las desigualdades específicas entre grupos de trabajadores, por edad, género, nacionalidad, etnia, etc. ), ya que afecta más o primero a los más débiles ( “el hilo se corta por la parte más fina” ).


De cualquier manera, cabe señalar, a la vez, que ante la crisis el Derecho de Trabajo puede reaccionar de dos maneras diferentes. Por una parte, puede debilitar la protección apostando, de conformidad con el modelo neoliberal, a que la disminución de costos permita al empresario mejorar su rendimiento y así, mantener o generar empleo. Esto es lo que ha sucedido generalmente, desde la década de los ’70. Pero por otra parte, el Derecho del trabajo puede enfrentar la crisis de una manera más propia de su función tradicional, esto es, manteniendo o aún aumentando la protección para desestimular la transferencia del costo de la crisis a la parte más débil: puédese, por ejemplo, limitar la posibilidad del despido o aumentar su costo, se puede crear_ o mejorar un sistema de seguro de paro, etc. Las medidas de encarecimiento y racionalización del despido han sido utilizadas, por ejemplo, en los últimos años, en Argentina.

No hay por consiguiente una “dirección única” como reacción frente a la crisis. En la década de los 90, la crisis golpeó fuertemente a países latinoamericanos como Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay, Perú, en donde se ensayaron hasta la saciedad las recetas desreguladoras y privatizadoras dictadas por el FMI que perseguían la reducción de los derechos sociales y la virtual desaparición del sujeto sindical. Esas políticas no consiguieron cesar la crisis ni impedir el colapso social consiguiente. Fue el cambio político posterior y reactivo, la democratización de las estructuras políticas y el control del mercado lo que provocó un cambio de ciclo. Estos países tienen actualmente tasas de crecimiento en torno al 6% anual, y es fácil constatar que en general la “salida” de la crisis, que coincide con un cambio político hacia gobiernos progresistas y populares, se ha logrado mediante políticas económicas de orden neokeynesiano, y por tanto con protección social y mayor regulación laboral de tutela. No se trata sólo de algo que pueda predicarse de los diversos ordenamientos nacionales latinoamericanos, sino que es la reacción de los organismos internacionales más cualificados, como la OIT. En efecto, las primeras reacciones de la OIT para nada recurrieron al tradicional recetario neoliberal sino que, en lo económico, propusieron medidas contracíclicas de gasto estatal e inversión en obra pública (o sea, puro keynesianismo), mientras que en lo social plantearon la necesidad de incentivar la protección.

Fue igualmente significativa una Declaración de Ministros de trabajo de nuestra región que, además de hacer suya la citada Declaración de la Mesa del Consejo de Administración de la OIT, agregó que para enfrentar el impacto de la crisis en el mundo laboral, debía reconocerse “un nuevo papel para el Estado en su rol tutelar, proactivo y de protección del trabajo”. La propia consolidación del sindicalismo internacional en América Latina, a partir de la creación en 2006 de la CSA, denota asimismo un nuevo impulso en la vertiente colectiva de las relaciones de trabajo, que se condensa en un amplio proceso de “autorreforma sindical”.

Pero el instrumento central en esta materia es, de manera emblemática, el Pacto Mundial para el Empleo de la OIT adoptado en 2009 y que, autodefinido como “una respuesta a la crisis basada en el trabajo decente”, centra sus propuestas y compromisos en el respeto de los derechos de los trabajadores, la promoción de las normas internacionales del trabajo, la formulación de políticas activas de empleo, la ubicación del pleno empleo y el trabajo decente en el centro de la política económica, el impulso de la demanda, la creación directa de puestos de trabajo, la formulación de paquetes de estímulo macroeconómico, la ejecución de obras públicas y de inversiones en infraestructura, investigación y desarrollo, el impulso de servicios públicos y la regulación de la economía. Se trata de todo un programa de enfrentamiento de la crisis que deja de lado las tradicionales soluciones neoliberales para centrarse en la preservación de los derechos laborales y en la intervención estatal en la economía.

Es decir, que la evolución en Europa ha sido la inversa a la de una Latinoamérica que en gran parte se ha ido despegando, a la llegada del nuevo siglo, de la viscosidad neoliberal. El cambio político y los impulsos a una regionalización articulada en América Latina, con toda su complejidad, han ido construyendo paulatinamente en una buena parte de sus países un armazón tupido de derechos laborales dotados progresivamente de mejores garantías jurídicas. Aunque no se trata de una restauración, posiblemente podríamos hablar de una búsqueda de refundación del sistema jurídico que ordena y explica política y socialmente el trabajo asalariado y su utilización en un sistema de economía de mercado. En ese proceso se ha ido decantando aún con dificultades y contradicciones un nuevo paradigma laboral que no se reduzca al que ya hemos ido conociendo a partir de la flexibilidad del trabajo y la desprotección y asistencialización social y en el que la dimensión colectiva del trabajo y la consideración de la ciudadanía social sean elementos básicos para calificarlo. Hay desde luego excepciones importantes a estos procesos, pero las buenas expectativas económicas de la región en el conjunto del mercado global, la emergencia decisiva de países como Brasil, aunque no explican por sí solas la vigorización de esta dimensión social como tendencia, sin duda la acompañan de manera decisiva.

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