lunes, 16 de septiembre de 2013

EL INICIO DE LA DÉCADA DE LOS 90 (VEINTE AÑOS ATRÁS)









Salvo que se sufra del síndrome de Diógenes o de disposofobia o de un desorden de acumulación compulsiva, conviene vaciar los armarios y las estanterías de vez en cuando, destruyendo  tantos papeles, recortes, notas y folletos que se acumulan después de varios años. En estos días de retorno a la actividad también se ha iniciado en mi domicilio privado una enérgica operación de limpieza, que se ha centrado principalmente en la década de los 90 del siglo pasado. De esta forma, han surgido a la luz viejos recortes de periódico de aquellos años que sugieren alguna reflexión sobre los sucesos de hace veinte años

En la década de los noventa en España se vive un período inicial en el que los efectos de la huelga general – realmente huelga nacional – de diciembre de 1988 permiten que se abra un período de interlocución política bilateral entre los sindicatos CCOO y UGT, que inauguraban una etapa de unidad de acción exitosa, y el gobierno de Felipe González con Carlos Solchaga como ministro de economía, que no ocultaba su hostilidad permanente ante los sindicatos. De ese período de intercambio político los empresarios se sintieron excluidos, puesto que se les exigía una actitud de adhesión a un proceso de reformas hegemonizado por la iniciativa sindical, muy lejos de su tradicional posición clave en la orientación de las políticas sociales y de empleo. Puede decirse quizá que en aquel momento tanto el gobierno socialista como el empresariado se encontraban presionados para la realización de concesiones al programa de reformas sindical. La vertiente puramente política, de los partidos en liza electoral, no contaba apenas, ni desde la derecha – el PP – ni desde la izquierda – IU – ante el protagonismo casi exclusivo del movimiento sindical. Paradójicamente en un momento dado el PSOE como grupo parlamentario si desempeñó un papel activo en el mantenimiento de esa correlación de fuerzas frente a lo que proponía el gobierno presidido por González – en el debate sobre el proyecto de ley de huelga – pero como veremos, no se concluyó satisfactoriamente esta mediación pro-sindical.

No es un período que se recuerde actualmente, posiblemente porque tuvo una duración breve, la correspondiente a los años 1990 – 1993, pero sobre todo porque el impulso político venía de la unidad de acción del sindicalismo confederal que sustituía el marco tradicional de una concertación social interprofesional – con acuerdos entre CEOE y UGT principalmente – encauzada y dirigida por las políticas económicas y sociales fijadas por el gobierno. Es decir, suponía un modo de actuar nuevo que reivindicaba la capacidad de propuesta de los sindicatos y su iniciativa en el proceso de negociación política. El planteamiento sindical fue tomando cuerpo en dos áreas muy netas. La de la ampliación de los derechos y prestaciones sociales, de una parte, y la de los derechos colectivos en la esfera de las relaciones de trabajo en la producción de bienes y de servicios, de otra. En ambas se desplegaron proyectos de alcance y de interés evidente. En la primera, el sindicalismo confederal fue capaz de concebir y planear un nivel de protección social en el marco del sistema de seguridad social adicional al que ya existía – la creación generalizada de un nivel no contributivo de protección – y extendió – no sin problemas, tras el “decretazo” de 1992 – las prestaciones por desempleo. Nadie habla hoy de la paternidad sindical de la cobertura asistencial no contributiva en materia de invalidez y jubilación, junto con el desarrollo de la cobertura de desempleo, pese a que fue  este un elemento central de la estrategia sindical tras la huelga general de 1988, que hacía visible la capacidad representativa general de los trabajadores y trabajadores llevada a cabo por el sindicalismo confederal. Pero conviene recordarlo justamente ahora, cuando se están planteando recortes importantes en las prestaciones económicas de la seguridad social y se pretende reducir de forma drástica la cuantía de las pensiones, devaluándolas muy por debajo del IPC, en el marco del expolio de derechos amparado en las políticas de austeridad.

El segundo campo de acción del programa sindical era el despliegue de derechos colectivos. Mediante una visión que reposaba en la dimensión colectiva de los lugares de trabajo, ligada a la representación electiva de los trabajadores en la misma – y a las secciones sindicales de empresa o de centro de trabajo – se ponía en pie un mecanismo de control de la contratación por parte de los empresarios a través de la obligación de suministrar a los representantes de los trabajadores la “copia básica” de éstos. Esta introducción de un derecho de información colectivo, ocupó una buena parte de la actuación sindical en el año 90 y 91, hasta la promulgación de la Ley 2/1991. En segundo lugar, y después de un reverdecimiento de la relación de conflicto con el poder público en 1992 – con la convocatoria, muy escasamente seguida, de una huelga general de cuatro horas – el desarrollo legal del derecho fundamental de huelga reconocido en el art. 28 de la Constitución española, todavía regulado por una norma de la transición hostil a la huelga y al reconocimiento de esta como un derecho fundamental ligado a la libertad sindical, norma que necesariamente debía ser interpretada “conforme a la constitución” a partir de la sentencia interpretativa del Tribunal Constitucional.

En ambos casos la iniciativa sindical siguió una serie de pautas muy homogéneas. Ante todo se trataba en todos los casos de proyectos de ley que seguían una tramitación parlamentaria durante la cual se desarrollaba un debate político entre las fuerzas representadas en el Parlamento y que permitía asimismo la intervención “externa” al mismo de las fuerzas sociales y de los medios de comunicación y opinión. Este procedimiento, que resulta el camino ordinario para la producción de normas y que posibilita la publicidad del debate sobre las mismas, tiene un valor tanto pedagógico como democrático, y es coherente con el modelo de intervencionismo legislativo en materia laboral que en aquella época se entendía el más oportuno. La centralidad del parlamento como espacio de debate de las políticas de reforma en materia de relaciones laborales es un dato que hoy se ha cancelado, en gran parte mediante el uso del decreto-ley como fórmula normativa de urgencia en materia de empleo, y, a partir de la crisis del 2008-2009, como forma de evitar el debate público democrático sobre decisiones impopulares y equivocadas basadas en los recortes del gasto público y de desestructuración de la dimensión colectiva y garantista de los derechos laborales.

En segundo término, en ambos casos fue muy relevante la participación de la doctrina laboralista no sólo en el debate político sobre la formación de estas normas, sino específicamente en su formulación técnica y en su formalización jurídica. El sindicalismo confederal estuvo muy interesado en asociar a su propuesta de reforma a los exponentes más activos de la teoría del derecho laboral. Con la ley sobre derechos de información, los sindicatos convocaron a un grupo de más de cuarenta profesores universitarios que afirmaron la constitucionalidad de la propuesta sindical – puesta en duda por el empresariado – y avalaron el texto legal. Pero esta participación resultó más intensa en materia de la regulación del derecho de huelga, puesto que los sindicatos crearon una comisión de expertos profesores y profesoras de derecho del trabajo que dio lugar a una propuesta de regulación del derecho de huelga en servicios esenciales – muy basada en la experiencia coetánea italiana de la Ley de 1990 – que se confrontó al proyecto del gobierno y permitió abrir un proceso de negociación que culminó con un acuerdo entre CCOO y UGT con el grupo parlamentario del PSOE que ofrecía una regulación general del derecho de huelga. En el debate sobre este texto, y en la justificación de este proceso de negociación, la doctrina laboralista también mantuvo una presencia activa de defensa de la iniciativa sindical al respecto. Esta relación se diluye hasta perderse en la década siguiente, pero vuelve a recuperarse por parte sindical en el contexto de las medidas del gobierno en materia de austeridad.

Mientras que el impulso regulatorio del sindicalismo fue muy exitoso en materia de ampliación de derechos de protección social, las iniciativas sindicales para el fortalecimiento de los derechos sindicales y colectivos no lograron la consecución pretendida. En ambos casos  por la frontal y radical oposición del asociacionismo empresarial, que contaba con el apoyo explícito del gobierno – liderado por el ministro Solchaga – lo que en el supuesto del proyecto de huelga resultó decisivo, al decidir el gobierno la fecha de la convocatoria de las elecciones de manera que no pudiera aprobarse el texto definitivo de la Ley Orgánica en el Congreso, echando por tierra el acuerdo político alcanzado y la posibilidad de un desarrollo constitucional y equilibrado del derecho de huelga.

El reconocimiento del derecho de información a los representantes de los trabajadores a través de la obligación de realizar la copia básica, no logró su objetivo posiblemente porque había generado demasiadas expectativas basándose en un mecanismo que requería una extensión homogénea de la presencia sindical en los centros de trabajo y un poder colectivo que no tenía el vigor requerido. Pero además la propuesta no pudo asegurar la complementariedad del control ejercido por la Inspección del Trabajo y la Administración laboral, y fallaba en su traducción individual, sobre la que en definitiva reposaba el procedimiento de “visado” sindical. Es decir, en la disyuntiva que se planteaba al trabajador individual de reclamar por un contrato de trabajo temporal cuya incorrección había declarado el órgano de representación de los trabajadores, puesto que la norma no imponía de manera imperativa la conversión de estos contratos en fraude de ley en contratos estables. Era necesario por tanto la mediación administrativa (la sanción administrativa) o la demanda ante la jurisdicción social, la cual por cierto desarrolló una doctrina jurisprudencial extremadamente complaciente ante los defectos en la contratación temporal, en una dirección contraria a las iniciativas legislativas. Este fracaso (relativo) de la norma serviría sin embargo para que, en los acuerdos de 1997, con el cambio de paradigma en la contratación de fomento del empleo, los sindicatos derivaran hacia la negociación colectiva el mecanismo de lucha contra la temporalidad. En dichos Acuerdos – y en la modificación normativa correspondiente – es negociación colectiva “estimulada” por la ley y la promoción económica, la que podía poner en práctica la conversión de temporales en contratos estables, con independencia de que éstos fueran legales o ilegales.

El derecho de huelga, por su parte, fue también objeto de una oposición encarnizada por parte de la patronal, que encontró su mayor aliado en el ministro de economía Solchaga y en el propio presidente González. El reflejo de esa hostilidad se manifestó en los numerosos editoriales críticos aparecidos en el diario El Pais, en especial el que apareció el 27 de diciembre de 1992, que fue contestado por quien esto suscribe – no sin recomendaciones e insistencias, a través de la mediación del entonces magistrado del TC, Jesús Leguina, con su amigo Patxo Unzueta, ante quien era el jefe de opinión en la época del diario, Herman Tersch , luego bien conocido por sus intervenciones en Telemadrid– con un artículo de opinión titulado “Una visión desenfocada” , que se publicó el 18 de marzo del 2003. 

El proyecto de ley de huelga había sido pactado entre los sindicatos y el grupo parlamentario socialista, entonces con mayoría absoluta en el congreso, con la activa intervención por parte del grupo de José Barrionuevo,  y se había materializado a través de una enmienda al proyecto de ley hecha por el PSOE. Jiménez Aguilar lo definiría como “un acuerdo inaceptable” (El Pais, 9 de marzo de 1993), y la CEOE pediría la dimisión del Ministro del Trabajo, Martín Noval, por defender una ley diferente a la que presentó en el congreso, mientras que Agustín Moreno y Angel Martín Aguado lo definían, al contrario (en El Pais, 12 de febrero de 2003), como un “acuerdo necesario” que finalmente podría desarrollar, en la línea del valor político – democrático que la Constitución española asignaba a los derechos colectivos y sindicales como conquista histórica, el derecho de huelga como un derecho fundamental de los ciudadanos. Pese a la promesa de Solchaga de que la ley se cambiaría en el senado incorporando las reivindicaciones más importantes de los empresarios, el proyecto no fue modificado en aspectos relevantes, ante la presión sindical,  y volvía al Congreso para ser votado cuando el gobierno decidió disolver las cámaras a tiempo para impedir su votación y promulgación. Con este hecho, el presidente González “castigó la insolencia” del movimiento sindical que había demostrado iniciativa política autónoma y fuerza social suficiente para negociar su propuesta de regulación de la huelga. Pero a la vez impidió el desarrollo del derecho fundamental reconocido en el art. 28.2 CE, abortando un momento histórico irrepetible e impidiendo un desarrollo coherente de uno de los derechos democráticos más determinantes. En las elecciones de 1993, el PSOE perdió la mayoría absoluta y gobernó en alianza con el nacionalismo catalán y vasco. 

Lo primero que emprendió fue una reforma laboral que incorporaba la flexibilización no contratada como elemento central de la misma, buscando el enfrentamiento con el sindicalismo confederal, en cuyo objetivo estaba asimismo interesada la CEOE, de nuevo realzada su presencia determinante en la regulación de las relaciones laborales. La huelga general de 27 de enero de 1994 fue la respuesta a esta reforma, que generaría importantes daños en la relación ideológica entre los pertenecientes a la familia socialista – entre PSOE y UGT – y que tuvo asimismo consecuencias de ruptura entre los exponentes de  la cultura jurídica laboralista, en especial entre la doctrina de origen universitario. Se había agotado así el ciclo de la interlocución política directa entre el sindicalismo confederal y el poder público inaugurado tras la huelga general de diciembre de 1988.

1 comentario:

Anónimo dijo...

"Un artículo que nos ofrece una sociología del iuslaboralismo, interesante para recordar que hubo una época en la que la mayoría de profesores de derecho del trabajo elaboraban su producción científica persiguiendo el favor laboris. De aquello hace mucho y ya no somos tantos, pero vamos creciendo, no lo cree, señor Muntaner como guardián del blog?" Dori desde El Cabanyal