sábado, 29 de septiembre de 2018

LOS SISTEMAS DEMOCRÁTICOS NO DEBEN PERMITIR EL INCREMENTO DE LA DESIGUALDAD SOCIAL



“Debe haber algo podrido en el corazón de un sistema social que aumenta su riqueza sin disminuir su miseria”, escribía Marx en una de sus crónicas para el New York Times en 1859, y explicaba la relación “antagónica, fatídica y mortal” entre las clases que representan a los principales agentes de la producción en la estructura en la que se enmarca la sociedad capitalista desde esa contraposición: “Que en los hospicios del Reino Unido – afirmaba en otra crónica de 1852 – haya un millón de indigentes es tan inseparable de la prosperidad del país como que el Banco de Inglaterra guarde en sus arcas dieciocho o veinte millones de libras en oro y plata”. Ha corrido mucha agua bajo los puentes, pero esa contraposición en un mundo global como aquel en el que vivimos se sigue manteniendo.

Tras la crisis financiera y política la desigualdad se ha acentuado pronunciadamente, como una fractura social de clase que no se hace patente ni explícita.  Sin embargo, hay datos oficiales no sospechosos, de Eurostat, que lo ponen de manifiesto. La tasa de riesgo de pobreza en Europa se sitúa en un 25% de la población, aunque gracias a las transferencias sociales el porcentaje desciende casi ocho puntos. En España, el riesgo de pobreza es más alto, casi el 30%, pero desciende a tenor de las transferencias sociales a un 22 o 23 %. Por su parte, siempre según Eurostat, la desigualdad en la distribución de la renta es muy pronunciada. El primer tramo del 20% de la población europea con más renta, percibe 5,2 veces más que el último tramo del 20 % de menor renta, y esa proporción aumenta en el caso español a una distancia de 7 veces más. El informe Mundial de la Riqueza, World Wealth Report 2018 (WWR), publicado en junio de 2018 por Capgemini revela que la mejora de la economía mundial impulsó el aumento del patrimonio de las grandes fortunas (población HNWI, por sus siglas en inglés) hasta superar por primera vez el umbral de los 70 billones de USD en 2017. La riqueza que concentran los que se denominan ultrarricos registra incrementos durante seis años consecutivos, a partir de la crisis financiera y política. En 2017 creció un 10,6%, el segundo año de mayor crecimiento patrimonial desde 2011. En España, el número de personas con grandes patrimonios ha crecido en un 76% desde el 2009. De estar estabilizados en el 2008 en 127.00 personas, a casi doblar su número en el 2017, 224.200 personas.

La desigualdad se despliega en el espacio global, y permite que los grandes flujos de inmigrantes intenten recorrer cientos y miles de kilómetros en busca de un lugar donde trabajar para vivir. La desestructuración terrible que han sufrido territorios enteros, ha causado enormes destrucciones de bienes y de comunidades que ahora vagan a la deriva en busca de un nuevo lugar donde rehacerse. Particularmente severo ha sido el castigo que ha sufrido el Medio Oriente y el norte de África. El informe anual sobre las violaciones de derechos sindicales que publica la Confederación Sindical Internacional (CSI – ITUC) para este año 2018 ofrece un desolador panorama en cuanto a la vigencia de los derechos colectivos que garantizan la presencia del sindicato como sujeto colectivo que representa al trabajo. La “reducción del espacio democrático”, es decir, la cada vez más frecuente restricción de derechos democráticos básicos es una tendencia que se acentúa en este año, junto con lo que el sindicalismo internacional denomina el incremento “sin freno” de la codicia de las grandes corporaciones transnacionales, que denota una “influencia empresarial ilimitada”. Especialmente grave es la situación en los países donde el Estado prácticamente ha desaparecido y donde se desencadenan continuas guerras con resultados catastróficos. A cambio, en el mundo desarrollado occidental, crece el sentimiento de insolidaridad y de xenofobia contra estos desplazamientos masivos, y por parte de determinados dirigentes políticos – alguno tan relevante como el presidente actual de los Estados Unidos, cuya dirección han seguido en Europa el llamado Grupo de Visegrado y últimamente el gobierno italiano de manera señalada – se crea una demarcación muy neta entre los nacionales y “los otros”, los que vienen sin ser “invitados”, a los que se sitúa en el espacio de la amenaza, la inseguridad y la disputa por el empleo. Un muro entre las personas que quieren trabajar y buscan empleo que separa y divide en función de su origen, muchas veces ligado a la consideración peyorativa de la raza o del color de la piel, lo que es a su vez amplificado y desarrollado activamente en la opinión pública por los medios de comunicación, que alientan el conflicto entre los pobres, los de la nación de acogida y los inmigrantes.

Desigualdad quiere decir injusticia, violencia y sufrimiento. En la raíz de esta realidad terrible no se halla la naturaleza humana, sino un sistema económico y social que la sostiene y alienta. El eje de esta desigualdad sigue pasando por la condición de las personas que necesitan trabajar para obtener unos ingresos con los que atender sus necesidades vitales. Mujeres, jóvenes, inmigrantes, de edad madura o desempleados, precarios o estables, todas estas categorías sufren la desigualdad a partir del trabajo y del empleo, desde donde se proyecta sobre la existencia entera. La condición laboral sigue siendo determinante de ese tratamiento desigual, que encierra en la mercantilización de los cuerpos y de sus energías el secreto de su sumisión a una situación de explotación intolerable.

No es sólo un hecho histórico que se remonte a unos orígenes épicos del movimiento obrero. Es una constante social que se reitera a lo largo de los años y que gana presencia en todos los países que conforman una economía – mundo. Sin embargo, como sucede con las cosas que no son agradables de ver y conocer, no forma parte de las noticias cotidianas con las que estamos familiarizados. Es preferible ver la riqueza y el espacio siempre sugerente del consumo permanente de bienes y productos que colonizan nuestra cotidianeidad y nuestra imaginación, antes que el abismo de la desigualdad que genera la explotación a través del trabajo, la precariedad de las existencias que se viven. Esa opacidad funciona tanto para quienes conviven con aquellas y como para aquellos que las padecen, de manera que la representación pública y privada de esas experiencias no se relaciona con el sentido profundamente desigual de las estructuras de poder que anidan en la relación de trabajo asalariado.

Son ya muchos los años en los que personas, agentes sociales e instituciones han combatido estas tendencias, sin poner en cuestión sin embargo el origen económico y social de las mismas. En parte porque resultaba improbable la capacidad colectiva de las clases subalternas de dotarse de un sistema de funcionamiento social que pudiera sustituir al sistema de precios y la economía libre de mercado, en parte porque siempre ha animado la idea del reformismo la posibilidad de hacer compatible el sistema capitalista con el respeto de unas condiciones equitativas de trabajo y la seguridad en las condiciones de la existencia. En definitiva, la compatibilidad entre el capitalismo y la democracia supone necesariamente este acoplamiento. O al menos debería suponerlo, puesto que el ámbito del deber ser es el lugar privilegiado para cualquier iniciativa reformista de progreso.

La dimensión mundial de la globalización financiera y de mercados ha hecho necesario que esta perspectiva de nivelación de las desigualdades a partir del trabajo y del empleo se proyecte sobre ese plano global, en el que las decisiones fundamentales las adoptan las instituciones financieras internacionales y las empresas transnacionales. La construcción dificultosa del sindicato en el espacio de la globalización y la intervención de los organismos internacionales constitucionalmente abocados a establecer políticas y reglas sobre el trabajo, han intentado suministrar un contrapeso a estos procesos de remercantilización general. La OIT adoptó en su 86ª conferencia, en junio de 1998, una declaración sobre los principios y derechos fundamentales en el trabajo que supusieron el punto de partida de una consideración universal – ya no internacional – de un grupo de derechos regulados en los respectivos instrumentos internacionales, a los que se quería dar una vigencia general, al margen de que los Estados que componen esta organización hubieran o no ratificado los correspondientes convenios, y sin perjuicio de que la propia proclamación de esta Declaración impulsara la extensión de los mismos. La prohibición del trabajo infantil y del trabajo forzoso, el reconocimiento de la libertad sindical y del derecho de negociación colectiva y la aplicación del principio de igualdad de oportunidades aparecieron así como el mínimo común denominador de las condiciones básicas de prestación del trabajo concebidas como derechos universales. Alguno de estos elementos ha resultado reforzado posteriormente, como sucede con el Protocolo adoptado en el 2014 sobre el trabajo forzoso como desarrollo del Convenio sobre trabajo forzoso de la OIT, de 1930, y en materia de libertad sindical y negociación colectiva, la incorporación reciente de países muy representativos, como México respecto del Convenio 98 sobre negociación colectiva, ha revestido una gran significación.

Es cierto que, como afirma la Confederación Sindical Internacional y las Global Unions, el incremento de la desigualdad social y económica a nivel global se acompaña, cada vez con mayor intensidad, de restricciones en el ejercicio de los derechos civiles y políticos que corresponden al sistema democrático, cuando no de involuciones profundas en su desarrollo o en su propia estructura constitucional, como está sucediendo en Brasil actualmente. Es decir que empieza a cuestionarse en la práctica la compatibilidad de la democracia con el incremento exponencial de la desigualdad social y la codicia de las grandes corporaciones y de las instituciones financieras, lo que desde luego evoca un horizonte nada halagüeño frente al cual es indispensable reaccionar como ciudadanos y como juristas del trabajo, a lo largo de las diversas escalas en las que se proyecta nuestra presencia personal y colectiva. Tanto en el estado español, en el que nos encontramos, como en el ámbito europeo, que es decisivo en este particular.

Bertold Brecht hace decir a uno de sus personajes en su obra “Santa Juana de los Mataderos” que está claro que “hay dos lenguajes, arriba y abajo, y dos medidas para medir, y aunque todos tienen rostros humanos, no se reconocen ya entre sí”. Esta separación radical que se sustenta en el dominio y que se construye sobre una explotación del trabajo a diversas escalas con amplitud mundial, tiene que ser reformada y combatida. La posición de las personas que trabajan tiene necesariamente que ir consolidándose en torno a los objetivos político – democráticos que sintetiza la noción de trabajo decente. Es la única vía practicable en la que representantes políticos, sindicalistas, operadores jurídicos y académicos, deberán empeñarse con más fuerza como la única manera de poder salir de la crisis cambiando las reglas de subordinación, de desigualdad social y de injusticia que se ha impuesto como lógica de gobierno y de regulación del trabajo.

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