CULTURA DEL TRABAJO Y TRABAJO CULTURAL.
Dicen los diccionarios especializados que el término cultura se aplica particularmente a los productos de la sociedad humana, que no sólo incorpora un complejo de ideas y de costumbres de una civilización determinada, sino que fundamentalmente se basa en valores y pautas ideales que refuerzan la solidaridad y la cohesión social en una sociedad dada. El trabajo y los valores ligados a éste hecho social, económico y político, ha sido determinantes en la configuración de los fenómenos socio-culturales de la modernidad europea y, derivadamente, universal. En cuanto sistema de significados y símbolos cognitivos compartidos, la cultura basada sobre la centralidad del trabajo ha sido el elemento caracterizador de todo un modo de concebir la sociedad y organizar los fenómenos sociales. El trabajo en su vertiente positiva, como fuerza productiva creadora de riqueza y expresión de las capacidades de relación con las cosas y de transformación de la materialidad de las mismas, y como subjetividad social susceptible de diversas personificaciones colectivas y plurales que actúan en el marco de las relaciones sociales y económicas. Y también en su vertiente negativa, como trabajo sometido y explotado, función del capital en su dinámica de acumulación de riqueza y de distribución desigual de la misma.
Esta centralidad del trabajo en la determinación de fenómenos culturales asociados al mismo se ha proyectado en varios espacios sociales, produciendo lenguajes y discursos muy ligados a la acción y a las conductas derivadas de la reflexión cultural y política sobre ambos aspectos del trabajo, positivo y negativo, como ejes de construcción de una cierta “visión del mundo” o proyecto global de acción sobre el mismo. En el desarrollo histórico de esta concepción antropológica centrada en el trabajo han existido muchas variantes, especialmente incisivas en razón de las transformaciones productivas y económicas de las sociedades industriales avanzadas y su desarrollo, la más relevante posiblemente de entre ellas sea la construcción cultural derivada de lo que se conoce como fordismo. Esta delimitación cultural tiene una traducción inmediata en la esfera de lo político, es decir las determinaciones culturales de esta categoría social. Se habla así de una “cultura política” que sirve para dar al sistema político un marco orientador respecto a valores que encuadran la reflexión y la acción en este espacio concreto. La cultura política basada sobre el trabajo y los valores que éste encarna ha servido de línea divisoria en el campo de lo político entre las posiciones denominadas como izquierda o derecha. El reflejo de este compromiso con el trabajo como potencia transformadora de la sociedad en un sentido emancipador y solidario se encuentra en los estatutos de los partidos políticos obreros, y en los de los sindicatos de clase, y esa referencia sigue aun hoy presente en esos textos.
Bien como cultura política que oriente la acción de los sujetos colectivos con vocación de intervención en la organización de la sociedad, o como forma de producción de ideas, creencias y significados que explican las visiones del mundo, la referencia central al trabajo ha entrado desde hace tiempo en crisis, por razones muy complejas que obviamente aquí no pueden esbozarse, y con consecuencias en múltiples campos de la estructura social. Inevitablemente se proyecta sobre el campo de la normatividad jurídica y, mas precisamente, en todo lo que se refiere al discurso y modelo cultural que sirve de legitimación a la orientación concreta que adopta el sistema jurídico-laboral de un país determinado.
La actualidad de los acontecimientos suministra algunos ejemplos muy sintomáticos. Con ocasión de las últimas elecciones europeas, se ha subrayado la carencia de un discurso político coherente desde la izquierda que evite el desmoronamiento de los partidos socialistas y socialdemócratas, no compensado sino agravado por el fraccionamiento de las izquierdas alternativas. Los analistas insisten en la pérdida de la identidad social clásica de las socialdemocracias y su confusión ideológica con el neoliberalismo. La adopción por el socialismo europeo del social-liberalismo o de experiencias paralelas como la “tercera vía” como cemento ideológico de sus posiciones políticas es el elemento que permite identificar la causa principal de este desmoronamiento. La incapacidad de las izquierdas alternativas de despegarse de este modelo en el que funcionan como imagen especular negativa sin poder avanzar sobre planteamientos legítimos de democratización e igualitarismo, convergen en este desastre. Pero más allá, lo que estas elecciones demuestran es que la propia construcción europea está sufriendo una involución que se aprecia no tanto en el aspecto crucial de la acción política de la izquierda política, cuanto de forma más grave, en la percepción de las personas y de los ciudadanos. Falta una visión de futuro sobre la Unión Europea que permita repensar su definición política y social a partir de su propia multiplicidad y del fortalecimiento de su dimensión social. Hay un distanciamiento general de elementos básicos en la construcción de la democracia y de la solidaridad social en el espacio regional europeo. Se trata por tanto de un supuesto de emergencia cultural, tanto a nivel global como en el plano estrictamente político. La izquierda ha perdido el norte y camina sin brújula hacia ninguna parte. Articulada la resistencia sobre un radicalismo popular que no tiene necesariamente al trabajo como eje y que revaloriza aspectos parciales de las condiciones de explotación global, las izquierdas alternativas encuentran una gran dificultad en agregar consensos a su proyecto político precisamente en el plano de lo político-electoral, que se percibe como un espacio enajenado. En otros casos, la insistencia en las instituciones que regulan la vida social – la disyuntiva entre el Estado y el mercado o sus múltiples hibridaciones – hace perder de vista la necesidad de reconstruir una perspectiva de acción colectiva a partir de las condiciones de existencia afincadas en el trabajo subordinado y en la explotación.
Si el resultado de las elecciones europeas pueden traerse a colación como un síntoma del abandono de una cultura política que gira en torno al trabajo, otros ejemplos más domésticos subrayan esta percepción de crisis cultural o de desconexión de un conjunto de valores modelados en el espacio público de la opinión respecto de los que provienen del hecho social y político del trabajo. Se trata de una tendencia muy visible en el tratamiento de lo “social” en los medios de comunicación, que insensibiliza unas veces y oculta las más los fenómenos de organización y de conflicto que se desenvuelven en relación con el trabajo y con la explotación del mismo en un país determinado. Los hechos y los conflictos del trabajo sólo resultan noticiables en la medida en que se hagan espectáculo o irrumpan en otros perímetros que deben ser a toda costa respetados, como el orden público, la libertad de vender mercancías o la libre circulación de las personas. En esta invisibilidad consentida coinciden prácticamente todas las televisiones y las radios de cierta entidad, con independencia de su orientación ideológica. No hay concurrencia posible desde un espacio mediático alternativo. La cultura del trabajo es repelida por los formidables medios de comunicación de masas y no penetra pues en la cultura mediática de una sociedad como la española.
En este campo cultural, sin embargo, la llamada “gobernanza” neoliberal en España ha realizado esfuerzos importantes de intervención. Fundamentalmente a partir de la movilización social contra la guerra de Irak y la para ellos imprevista derrota electoral del 2004, los llamados “neocons” locales han procedido a partir de entonces a una fuerte renovación de los think tanks conservadores para la formulación de propuestas políticas e ideológicas y han ido construyendo y exacerbando una política mediática combativa en la radio, la televisión y los periódicos digitales. A esta operación de amplios y duraderos efectos en la orientación de la opinión pública, se corresponde con la promoción de movimientos sociales agresivamente conservadores. La Comunidad de Madrid o la Región valenciana son territorios que se han convertido en campos de pruebas muy avanzados de estas estrategias de hegemonía cultural que afianzan el dominio sobre las clases subalternas y extiende un modelo de organización social centrado en el individualismo propietario y el poder de la riqueza.
La “profesionalización” de la acción sindical en determinados sectores clave de producción de ideología, evitando o disminuyendo la visión político-social en lo concreto, han cooperado también a una cierta fragilidad del sindicato en esta dimensión cultural. La formación sindical se ha ido desplazando en su mayoría hacia contenidos técnicos o instrumentales a los objetivos concretos de la representación colectiva, sin insistir ni siquiera retóricamente en las señas de identidad de la organización sindical. El debate político huye hacia los vértices de las confederaciones y no se extiende capilarmente entre la organización sino como explicación contextual de determinadas propuestas puntuales. Los medios de comunicación del sindicato, que tienen una cierta potencia en la dimensión digital, no se aventuran en un debate ideológico profundo sobre la determinación de la cultura sindical, su alcance e influencia en relación con los cambios productivos y del modelo antropológico del trabajador al que ésta se refiere.
Pero es importante no olvidar que el trabajo es la referencia y el significado de la intervención política y de los proyectos de reforma social. No puede inhibirse o difuminarse en contraposición a los derechos ciudadanos que carecen de una inserción directa en la producción organizada asimétricamente en una relación de subordinación autoritaria que fundamenta una posición de subalternidad social. Es el trabajo quien recibe y modula las identidades complejas de la sociedad actual. No se puede concebir la noción de ciudadanía si no es a partir del concepto de trabajo, que es la base material del ejercicio de los derechos fundamentales. Es cierto que ha ganado terreno, también en los colectivos pensantes de las organizaciones de clase, una forma de organizar las ideas en la que el trabajo pierde sus dimensiones positiva y negativa en el campo de lo social y político al considerarse exclusiva o principalmente como recurso económico, fuente de renta y coste de producción, y en donde por consiguiente se borran las determinaciones sociales que la figura del trabajador lleva asociadas en el terreno de lo político-ideológico y de lo cultural. Pero justo por ello es importante prestar atención a las figuras del trabajo y su recepción en el espacio cultural de un país y su repercusión en la formación de una opinión pública democrática. La producción cultural refleja una imagen del trabajo sobre la que se debe interactuar en todos los ámbitos posibles. Se trata de desarrollar una nueva narrativa y un discurso coherente con la centralidad del trabajo en nuestras sociedades que se emancipe de la funcionalidad del mismo al orden económico de mercado.
Es urgente retomar un trabajo cultural que entable en muchos campos un diálogo entre el sindicalismo y los diferentes discursos políticos y sociales cercanos o superpuestos. Los institutos sindicales dedicados a la investigación y a los estudios están llamados a desempeñar una función de arranque de este proceso de renovación cultural. En concreto, el trabajo cultural emprendido con la finalidad de ir generando un lenguaje y un discurso idóneos para reflejar la presencia y el movimiento de un sujeto social colectivo que es portador de los valores de igualdad y solidaridad en el marco de un proyecto político de reforma del sistema económico y político a nivel global, se hace más necesario que nunca, justo porque se encuentra obstaculizado y dificultado al máximo nivel. Respecto del derecho del trabajo, existen indicios esperanzadores de un nuevo impulso al diálogo entre los juristas académicos del trabajo y los dirigentes sindicales enmarcado en un proyecto unitario de acción y de investigación que repercutirá en una reflexión sobre las políticas del trabajo. Se trata de procesos y tendencias que habrá que seguir con atención.
Me parece una reflexión interesante. Se debería quizá adoptar un plan de acción unitario entre las dos confederaciones dirigido a abrir el debate cultural al que se alude en eltexto
ResponderEliminarYo pienso que los sindicatos tienen demasiadas cosas por hacer en la defensa inmediata de los trabajadores como para que se dediquen a elucubraciones sobre la cultura burqguesa (con perdon). En la experiencia de las luchas es donde se forja la cultura de clase.
ResponderEliminarSería bueno que me leyera, Tarsicio
ResponderEliminarMuy requetebien la Editorial. Me deja turulato la justificación de Tarsicio Rector. Si levantara la cabeza san Anselmo Lorenzo se tiraría de los pelos. Otra cosa ¿qué pollas en vinagre es eso de la cultura burguesa? Me voy por la tangente: el teorema de Pitágoras y su conocimiento es cultura burguesa. ¿Leer a Saramago es cultura burguesa? Que los sindicalistas elaboren ¿es pedir demasiado?
ResponderEliminarPido disculpas: en mi ajusticiamiento del tal Tarsicio se me ha olvidado poner en interrogación lo del teorema de Pitágoras. Aunque el lector lo habrá entendido cabe la posibilidad de que Rector lo interpretara en su beneficio. Disculpen.
ResponderEliminarMiren lo que decía Quico Pi de la serra (hago una traducción al castellano): "Yo creo que la cultura, perdoneme, tiene que ver mas con el hambre que con Beethoven; si no probad a escuchar la Quinta con el estómago vacío, a ver si aguantas!" Y terminaba, sintético: "Yo no hago cultura. Yo sólo canto".
ResponderEliminarEso es lo que hay que pedir al sindicalismo. Que mejore las condiciones de vida de los trabajadores, que logre un mejor precio de venta de nuestra fuerza de trabajo. La cultura (burguesa, con perdón), en los suplementos dominicales.
Me parece reduccionista esa postura. ¿En qué sector productivo trabaja el tal Tarsicio?
ResponderEliminarRecomiendo que los lectores de estos comentarios los completen con la columna de Lopez Bulla (Metiendo Bulla) y el cruce de misivas allí contenido
ResponderEliminarTarsicio,
ResponderEliminarEl fin de los sindicatos es la defensa de los trabajadores. Pero para que esta defensa, incluso la más inmediata, sea eficaz, es preciso comprender la realidad en la que se interviene, desde lo pequeño hasta lo grande. Y hay que aprender a construir un discurso sobre esta realidad, que parta de su comprensión y que pueda orientar su transformación, que permita reconstruir las identidades colectivas, articular intereses comunes, tender puentes entre los trabajadores, evitando la fragmentación y la descoposición a la que pueden llevar las nuevas condiciones. De lo contrario, la intervención puede ser disfuncional: por ejemplo, se puede caer en el corporativismo, en el aislamiento, en la defensa de aristocracias obreras, en la acción descoordinada, etc.
En el cuento de los siete ciegos y el elefante, cada uno de los ciegos creía que el elefante era la parte que agarraba; por ejemplo, si se aferraba a la trompa, creía que el elefante era una serpiente. Para poder agarrarse bien a la trompa, es necesario ampliar la vista para ver que no es una serpiente, sino la trompa de un elefante. Eso no significa que haya que soltarla.