Los empleados públicos están sufriendo las consecuencias de las llamadas políticas de austeridad desde el 2010. Su condición es frecuentemente puesta en duda al ser motejados de personal parasitario, improductivo. El sindicalismo del área pública, frente a otras experiencias europeas, tiene una escasa afiliación. Y además es considerado por estas políticas de gestión de la crisis como un elemento que debe desaparecer de la "gobernanza" de estas relaciones de servicio.
Los recortes del gasto público que han sido preconizados en España como
consecuencia de las llamadas políticas de austeridad, han sido especialmente
agresivos con el salario y las condiciones de trabajo de los empleados
públicos, para lo que resultaba necesario una intervención autoritaria que
hiciera ineficaz el derecho de negociación colectiva de este personal y que
eliminara en la práctica el principio de negociación de las condiciones de
trabajo de los empleados públicos. Las normas fundamentales en la materia
corresponden a la segunda fase de las reformas estructurales, el RDL 20/2011,
de 30 de diciembre, el RDL 3/2012 de 10 de febrero (y la Ley 3/2012, de 6 de julio), y en fin el RDL 20/2012 de 13 de
julio, que suspende los pactos, convenios y acuerdos colectivos del personal
del sector público, pero fue anticipado como en tantas otras cosas por el RDL
8/2010, que cuestionó seriamente el derecho de negociación colectiva. Pese a la
elevación de bien fundadas cuestiones de inconstitucionalidad, el Tribunal
Constitucional - a partir del Auto
85/2011, de 7 de junio – avaló de forma incondicionada esta ablación del
derecho sindical de negociación colectiva.
El objetivo de estas reformas en cascada es la reestructuración de
plantillas, eliminación de personal y reducción salarial de los empleados
públicos. Un punto de no retorno lo constituye la modificación de la
Constitución – sin consulta ciudadana – decidida por el pacto bipartidista PSOE
– PP que redactó un nuevo art. 135 de la Constitución, obligando a todas las
Administraciones Públicas a “adecuar sus actuaciones al principio de
estabilidad presupuestaria”, y cuyo contenido fue desarrollado por la Ley
Orgánica – que requería mayoría cualificada – 2/2012 de 27 de abril, de
Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera de las Administraciones
Públicas. En esta norma se dispone que las Administraciones Públicas, salvo
casos excepcionales de catástrofes naturales, recesión económica o situaciones
de emergencia extraordinaria, deben presentar equilibrio o superavit. Como es
sabido, se establece la prioridad absoluta del pago de los intereses y del
capital de la deuda pública frente a cualquier tipo de gasto.
Las leyes de julio del 2012 establecen una cláusula de excepcionalidad de
manera permanente interpretada unilateralmente por la autoridad de Gobierno. Lo
que la norma llama “causa grave de interés público derivada de una alteración
sustancial de las circunstancias económicas” se equipara a la decisión del
gobierno de realizar planes de ajuste, “de reequilibrio de las cuentas públicas
o de carácter económico-financiero para asegurar la estabilidad presupuestaria
o la corrección del déficit público”. A partir de este momento, la
determinación de las condiciones de trabajo de los empleados públicos se
establece por normas de orden público, proscribiendo el principio de libertad
sindical y de negociación colectiva de este ámbito. A nadie se le escapa lo
grave de este giro normativo, que se justifica, de forma vaporosa, en una
suerte de estado de excepción económico que declara implícitamente y gestiona
unilateralmente el gobierno, legislando directamente por decreto-ley por
motivos de urgencia. Como tal ha sido denunciado ante la OIT por la práctica totalidad
de los sindicatos con implantación en el área pública. Pero el sistema actual
deja en las manos de la Administración la “suspensión” – es decir la pérdida de
efectos – de cualesquiera pactos, acuerdos y convenios de los empleados
públicos, prescripción que se extiende asimismo a los convenios colectivos del
personal laboral al servicio de las Administraciones Públicas.
La vigencia imparable de este proceso, que retrotrae el marco regulador a
los tiempos pre-democráticos del franquismo, no ha provocado las resistencias
colectivas entre los empleados públicos que se podía prever. Tiene que ver este
hecho con la escasa implantación real en los lugares de trabajo del
sindicalismo de clase, su progresivo desenraizamiento – y desinterés – por los
cuerpos de funcionarios técnicos superiores, y la burocratización de sus
estructuras. A ello se ha unido la política sectaria de las administraciones dominadas por
el PP de restricción de garantías y facilidades para el desempeño de la
actividad representativa de los empleados públicos. La primera respuesta en
forma de convocatoria de huelga frente al RDL 8/2010 tuvo un seguimiento muy
escaso y a partir de ese momento prácticamente sólo el personal laboral al servicio
de las administraciones públicas ha mantenido judicial y sindicalmente una
actividad clara de rechazo y de reivindicación del poder contractual colectivo.
La excepción la constituyen los sectores de sanidad y de enseñanza, pero en
ellos los elementos básicos de movilización se han trasladado a un conjunto de
movimientos y una pluralidad de sujetos – médicos, personal sanitario,
pacientes movimiento vecinal, de una parte, asociaciones de padres, estudiantes
y profesores de otra – a través de las llamadas “mareas” en donde los
sindicatos se integran sin protagonizar el movimiento, de manera unitaria y
constructiva.
En cualquier caso, los resultados en términos estadísticos de este procesos
son terribles. El empleo público se ha destruido fuertemente a partir del 2012,
de forma que en un año se han eliminado 375.000 empleos sobre 2,5 millones de
empleados, lo que se ha hecho mediante una reducción indiscriminada prohibiendo
nuevas contrataciones y limitando al máximo la reposición de efectivos, con
independencia de la consideración del servicio o de las necesidades ciudadanas.
El personal laboral temporal de la Administración ha sido el principal blanco
de esta política. La devaluación salarial de este colectivo es muy intensa, se
calcula que en estos cuatro años se ha reducido su poder adquisitivo en un 18 –
20%. Sus condiciones de trabajo – en especial en la educación o en sanidad –
han empeorado de manera muy evidente.
La irrupción de la crisis ha sido aprovechada para destruir la fuerza vinculante de los convenios
colectivos – en lo que se refiere a la negociación colectiva laboral – y los
mecanismos de inaplicación de acuerdos y pactos en el área pública. Es decir
que se ha ligado el objetivo invocado de reducción del gasto
público con el efecto político autoritario perseguido quizá con máyor interés, el de derogar sobre la base de una situación
de excepcionalidad económica, el principio de negociación de las condiciones de
trabajo en el empleo público y la eliminación consecutiva del poder contractual
del sindicato, haciendo ineficaz la libertad sindical colectiva.
Este es el panorama con el que nos encontramos a finales del 2014. El
sindicalismo de clase como un elemento superfluo – y molesto – en la gestión de
la Administración Pública que tiende a reducirse y a privatizar sus servicios,
descentralizándolos en la contratación externa de los mismos con empresas
privadas (que en muchos casos benefician económicamente esa contratación, como
estamos viendo en los conitnuos ejemplos de corrupción que afloran). Una
situación que no puede valorarse sólo desde el punto de vista del empeoramiento
de las condiciones de trabajo y la reducción salarial, como posiblemente se
enfoque desde los sindicatos del área pública.
Es sin embargo el momento para aprovechar esta situación desastrosa y en el
proyecto de reversión de la misma planear un replanteamiento profundo de la
acción sindical en la Administración Pública, arbitrar medidas para fortalecer
la presencia sindical eliminando los reflejos corporativos tan comunes, y
desplegar una estrategia de actuación no sólo limitada a los aspectos puramente
económicos de la relación de servicio. Una nueva mirada sobre la negociación
colectiva y sobre las posibilidades del conflicto, incluido desde luego la
huelga, normalmente anulada – a veces con la complacencia de un sindicalismo
incapaz de lograr la movilización de los empleados públicos – mediante la
aplicación copiosa y excesiva de los servicios mínimos, ignorando la
construcción sindical del conflicto en los servicios esenciales y el concepto
de éstos.
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