Se
publica en rigurosa exclusiva, un texto de Umberto
Romagnoli que aparecerá en el número 10 de la Revista “Trabajo y Derecho”, cuya traducción ha corrido a cargo de Margarita I. Ramos Quintana,
subdirectora de la misma. La foto que ilustra este texto de Romagnoli no debe sin embargo ser
interpretada en el sentido literal de la imagen que aparece en el escrito, sino
por el contrario, como un símbolo de los juristas del trabajo que intentan
arrojar luz sobre la transición en la que estamos inmersos hacia nuevos
paradigmas del Derecho del Trabajo. Sobre esto precisamente versa el texto que
a continuación se inserta, que viene a relacionarse directamente por cierto con
la temática debatida en el Curso de Expertos Latinoamericanos en Relaciones
Laborales que se está celebrando en Toledo
a partir del lunes y del que este blog oportunamente ha dado cuenta ayer.
Umberto Romagnoli
El futuro no
volverá a ser el que fue
En “Agáchate,
maldito”, película rodada por Sergio Leone en 1971, uno de sus protagonistas
–no recuerdo si las palabras fueron pronunciadas por el simpático
ladrón-villano o por el terrorista irlandés huido sobre todo de sí mismo- en un
determinado momento, dice: “Donde hay revolución, hay confusión y, donde hay
confusión, alguien que sabe lo que quiere tiene mucho que ganar”. Se trata de
una frase que expresa bien la idea del derecho del trabajo, ahora que los gobernantes de los países
europeos en los que nació hace más de cien años están destruyendo su estatuto
epistemológico. Solamente una situación de emergencia como la actual puede
explicar la creciente frecuencia de las preguntas que me veo obligado a formular: “dónde va el
derecho del trabajo? a qué fin atenderá?
tiene todavía un futuro?.”
No puedo ocultar
que esta cuestión me resulta tanto gratificante como embarazosa. Me halaga, de
hecho, pensar que los caminantes obligados a transitar en la oscuridad esperen
de mí el milagro que permita que logremos comprender mejor. A fin de cuentas,
asumo con naturalidad que haya podido extenderse el rumor de que el título de profesor emérito de
derecho del trabajo me corresponde por usucapión, puesto que de él me ocupo
desde hace más de medio siglo y porque soy uno de los miembros más antiguos del
star-system académico de los juristas-escritores. Sin embargo, y al mismo tiempo, la cuestión me preocupa, porque
sé que mis interlocutores se darán cuenta rápidamente de que pueden
hacer de la autoridad que (por su bondad) me atribuyen, un uso patéticamente
impropio. En realidad, pueden servirse como los borrachos se sirven de las farolas: no
por la luz que de noche brilla sobre las
calles, sino por lograr mantenerse en pie. La verdad es que no me es posible
defraudarles porque no formo parte de la categoría de aquellos visionarios a
los que les resulta fácil predecir el futuro. Yo, más modestamente, considero
una verdadera fortuna haber comprendido que, en materia de reglas del trabajo,
se ha establecido una nítida frontera entre un “antes” y un “después”. Sin
embargo, dicha frontera no me atrevo a cruzarla. Me atengo a una única certeza:
el futuro del Derecho del Trabajo no volverá a ser el que fue. Ello es así por
la simple y decisiva razón que deriva de que, a fuerza de moderar la pretensión
de conseguir la cuadratura del círculo, avergonzados de impulsarla o
intimidados por su radicalidad, con el transcurso del tiempo inadvertidamente hemos
perdido la noción tanto del cuadrado como del círculo.
En efecto, los
juristas del periodo postconstitucional han consentido y, conscientemente o no,
han colaborado en el deterioro de la brújula que, incluso en los peores
momentos, ha orientado la evolución del derecho del trabajo y ahora no son
capaces de otra cosa que formular hipótesis de retorno al primitivismo de los
orígenes. Habrá, tal vez, una especie de atajo para simplificar, pero sería
antes que nada una manera arrogante de dar por cerrado un ciclo histórico
completo para rediseñar la identidad del derecho del siglo XX más eurocéntrico
con el propósito de hacerlo más compatible con el horizonte de la orientación
predominante.
La brújula, convertida gradualmente en inutilizable, y
finalmente a punto de ser destruida, fue
fabricada en la oficina de los torneros que confeccionaron la Constitución, cuyo artículo 3 expresa un rechazo del orden
existente y al mismo tiempo, el compromiso de superarlo. Ni siquiera la
Constitución de Weimar, invocada de muchas maneras por la nuestra, se atrevió a
juridificar la tensión dialéctica existente entre igualdad formal e igualdad
sustancial de la que, no casualmente, el propio derecho del trabajo daba
testimonio. Cómo decir que, si la nuestra es una Constitución sincera, se lo
debe a su art. 3: o sea, a su precepto más importante, así considerado también
por Piero Calamandrei, quien igualmente detestaba las denominadas normas programáticas. Después de
haber proclamado que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, el precepto
no duda en admitir que no se trata de una verdad absoluta, como por otra parte
debe constatar el común de los mortales cada día; y no será verdad hasta que la
República no haya eliminado “los obstáculos de orden económico y social que,
limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos impiden el pleno
desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos los
trabajadores en la organización política, económica y social del país”. Por
tanto, puesto que el trabajo es el elemento constitutivo de una infinidad de
sistemas de relaciones sociales de ámbito y alcance diversos, es evidente que
su derecho no puede dejar de reconstruirse sino bajo el criterio inspirador de
transformación indicado por la Asamblea constituyente, convirtiéndose así en el
vehículo privilegiado a tal fin. Cómo decir que los padres constituyentes,
asignando al derecho del trabajo el deber de contribuir a delimitar el retorno
a la democracia prometida, impusieron al mismo tiempo la tarea de reinventarlo,
porque lo heredado del pasado estaba impregnado de ideología fascista. En suma,
el derecho del trabajo del período postconstitucional no
habría podido contribuir a la renovación de la sociedad más que renovándose a
sí mismo.
Al respecto, a
lo largo del tiempo se cuentan muy pocas
fracturas o rupturas. La elección de fondo ha sido preferir el buril al hacha,
aceptando a beneficio de inventario la herencia del derecho preexistente, dado
que la pésima reputación del de cuius
obligaba a adoptar algunas cautelas.
Es una elección
permisiva y, al mismo tiempo, temeraria. Permisiva por cuanto la República implícitamente
ensalza la capacidad profesional de los operadores jurídicos para aprender
sutiles distinciones de las cuales se beneficiarán ampliamente los más
interesados en la restauración de
carácter conservador. Simultáneamente, la elección es temeraria en la medida en que expone la
Constitución al riesgo de quedar
deslegitimada; y no sólo porque flotará
en medio del vacío normativo, sino también y sobre todo porque su inaplicación se caracterizará por
un falso lanzamiento a escenarios construidos por una jurisprudencia que se
limita a refrescar el maquillaje del
derecho colectivo del trabajo dejando inalterado el individual, en el cual
puede reconocerse la impronta de la jurisprudencia de la época corporativa. La
cual, sea dicho, había dado lo mejor de sí fertilizando el terreno en el que se
hunden las propias raíces de algunos conceptos-base de alto impacto en el
imaginario jurídico contenidas en el Código civil del año 42: el trabajador
tiene la obligación de colaborar con el empleador, de no transgredir la
confianza, de serle fiel y obedecerle en silencio.
Por ello, los
juristas del trabajo menos insensibles a las novedades introducidas por la
Constitución y más cercanos al
movimiento sindical se dedicarán a la recuperación del tejido normativo y disecarán
los ánimos paternalistico-autoritarios sedimentados por la experiencia jurídica
precedente. El éxito de la operación es altamente meritorio, y puede ser juzgada satisfactoriamente a
condición de compartir o perdonar sus límites, siendo el principal de ellos la
prudencia con la cual la doctrina, jurisprudencia y la misma Consulta atienden la indicación virtualmente anti-sistema
procedente del art. 3 de la Constitución que pone el foco en las contradicciones estructurales de una
sociedad capitalista y de sus características relaciones de producción. ¿Qué
sentido tiene, deben haberse preguntado muchos, elevar una enorme piedra para
hacerla caer luego sobre los pies? Como si el derecho del trabajo no tuviese la
capacidad de evolucionar con la misma facilidad con la que nació: a través de
decisiones[1]
más que mediante leyes. Decisiones pronunciadas por sujetos institucionales de
los que se espera que puedan resolver las controversias. Decisiones que
adquieren un valor prescriptivo incluso cuando son formuladas con una
entonación descriptiva por los especialistas en la interpretación jurídica.
Decisiones provenientes del universo de los operadores de todo orden y grado que
contribuyen a crear el clima cultural propio de los discursos jurídicos. El
hecho es que la autocensura está
demasiado extendida sin solución de continuidad para evitar hacer creer, o bien que actúa por convencimiento, o bien que el desafío de la renovación
del derecho del trabajo vivo con los
medios de la hermenéutica jurídica no es posible porque se ha agotado: puede que los intérpretes hubieran llegado a la meta
con falta de oxígeno y, por tanto, debilitados hasta el punto de no tratar ni
siquiera de ir más allá, prefirieron sentarse y reposar.
Digamos ahora la
verdad: sin el mayo francés del 68, sin la lucha estudiantil en el breve
período de su desarrollo y sin el otoño
caliente del 69, sin el estatuto de los trabajadores y sin la ley del divorcio
del 70, difícilmente los juristas (y señaladamente los iuslaboralistas) habrían
notado que se estaba reproduciendo la igualdad en desigual. En particular, el
legislador estatutario propagó la idea de haberse producido un big-bang:
no sólo porque prestaba un robusto
apoyo a los sindicatos de empresa
contradiciendo una prolongada tradición del pensamiento jurídico-político que
demonizaba el conflicto colectivo, sino también porque prohibía al empresario
perseguir al trabajador que sospechaba le hubiese robado, indagar sobre su forma de vida y sus propias
opiniones, de discriminarlo por cualquier motivo. De hecho, el estatuto de los
trabajadores es la ley de la doble ciudadanía. Del sindicato y, al mismo
tiempo, del trabajador en cuanto ciudadano de un Estado de derecho. Por ello,
el legislador estatutario reconoce al trabajador más de lo que puede ofrecer un
contrato de prestaciones recíprocas. Mucho más; y puede hacerlo porque se toma
en serio una circunstancia que para muchos era considerada secundaria o incluso
como una exageración teórica: elevándose a las zonas alpinas del derecho
constitucional elaborado en el período posterior a la segunda guerra mundial
hasta convertirse, para nosotros, en el delimitador del Estado, el trabajo
entró en la etapa de su desmercantilización. Nunca se creyó que el derecho del
trabajo – ni el legislador ni la jurisprudencia ni aquél del cual es artífice el sindicato-
pretendiese redefinir el centro de
gravedad de la categoría del ciudadano-trabajador poniendo el acento en el segundo sobre el
primero. Ello ha sido así porque “en la primera modernidad”, como ha escrito
Ulrich Beck, “dominaba la figura del ciudadano-trabajador con el acento puesto
no tanto sobre el ciudadano cuanto en el trabajador- Todo se reconducía al
espacio del trabajo retribuido. El trabajo asalariado constituía el ojo de la
aguja a través del cual todos debían pasar para poder estar presentes en la
sociedad como ciudadanos de pleno derecho. La condición de ciudadano derivaba
de la de trabajador”. La propia autonomía negocial privado-colectiva había
metabolizado rápidamente el método, inoportuno y contingente, de un pragmatismo
amigo de una concepción empresarial-gerencial del trabajo. De ese modo, la
comparte en el sentido de interpretarla de modo tendencialmente rígido,
asumiendo que la dimensión mercantil del estado ocupacional-profesional que se
adquiere mediante contrato está predestinada a aplastar la dimensión
político-institucional del estatuto de la ciudadanía adquirida según los
principios de derecho público.
Por tanto, una
mirada de conjunto sobre el pasado que
dejaba atrás sería suficiente
para poner de manifiesto cómo el
estatuto carecía de antecedentes normativos. En efecto, contenía las premisas
necesarias para producir un violento
giro en la evolución del derecho del trabajo.
Tal evolución debería no haber estado tan polarizada sobre el
intercambio contractual de utilidad económica. No tan dominada por la exigencia
de regular los comportamientos del trabajador dependiente de conformidad
con los estándares de prestaciones impuestas
sobre el trabajo organizado. Debería haber estado más atenta a los valores
extra-contractuales y extra-patrimoniales de los que el trabajo es portador.
En sentido
inverso, ante la exhortación del
legislador estatutario a repensar las conexiones que se establecen entre
trabajo y ciudadanía se ha hecho oídos sordos: tan solo Massimo D’Antona
intuyó que, para el derecho del trabajo,
era “una cuestión de redefinición estratégica”. Por ello, la exhortación
pretendida por el estatuto es de una virtualidad permanente, no realizada en la medida en que
ha desanimado a la
empresa más de lo que haya podido
pretender el sindicato. En efecto, tanto
la empresa como el sindicato han rechazado el desafío de relegitimarse mediante la adecuación de
los respectivos modelos de comportamiento para configurar los derechos que transforman el súbdito en ciudadano.
Derechos situados más allá de un contrato entre sujetos privados: empezando por el derecho a ser informado, consultado, a
quedar habilitado para participar en la
formación de las decisiones que afectan a su trabajo. Un derecho funcionalmente
polivalente y estructuralmente multidireccional. O sea, un derecho exigible con
respecto no solo a la empresa, sino también al sindicato. Porque el
sindicato, al igual que la empresa,
forma parte de la categoría jurídica de las instituciones privadas
principalmente en razón de la eficacia vinculante adquirida de iure o de facto
mediante las reglas del trabajo que contribuye a producir. De otra
parte, a la consabida hostilidad de la empresa
se ha sumado la frialdad o el desinterés o el recelo o la pereza mental
(o todas ellas juntas) del sindicato.
Y ahora qué?
Hay quien dice
que el tiempo se ha acabado. El estatuto tiene 45 años, así lo ponen de
manifiesto todos aquellos que reclaman su desguace. Razonan así tan solo porque
son prisioneros de un silogismo. Premisa
mayor: el estatuto cierra un ciclo de lucha obrera de la cual la
historiografía habla como del “segundo bienio rojo”. Premisa menor: la referencia del estatuto era la fábrica fordista. Ergo, el estatuto ha quedado obsoleto.
El silogismo es
falso y la deducción que se efectúa una necedad, porque el estatuto no ha condicionado su razón de ser a un modo de producción históricamente
determinado. Se reconecta en cambio con valores de carácter permanente y
universal, cuya vulnerabilidad al contacto con los intereses de la empresa se simbolizaba en el fordismo,
pero que están llamados a ser protegidos
independientemente de las variaciones derivadas del transcurso del tiempo y del
espacio del modelo dominante de
producción y organización del trabajo. Por tanto, la verdadera razón de la petición de desguace del estatuto hay
que buscarla en otra parte y es ésta:
perdida la representación política, el trabajo tan sólo dispone de una
representación sindical poco combativa y
más débil que antes.
Sin embargo,
existe un Nuevo Mundo que está todavía esperando su Cristóbal Colón. Que no
obstante no puede zarpar porque, en suma, está a la espera de poder encontrar
(al menos) su carabela.
[1] El autor utiliza el término
“giudizi”, que tanto puede significar apreciaciones como valoraciones,
calificaciones o decisiones. Todas ellas son susceptibles de ser utilizadas en
el sentido que el autor otorga a dicho término.
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