Mientras en España las noticias se centran sobre el problema del gobierno, despreciando los avisos que los sindicatos están dando sobre la terrible situación económica y social existente y la necesidad de un cambio en profundidad, ante todo revirtiendo las reformas laborales de 2012 y 2010, en Italia se está produciendo un avance en las movilizaciones importante, con manifestaciones, una huelga general nacional de los metalúrgicos, la petición de un referéndum para la aprobación de una carta de derechos universales de los trabajadores y reformas decisivas del bloque de constitucionalidad. Nada de eso se transmite por los medios de comunicación, felizmente instalados en la desinformación selectiva. Por eso se trae ahora al blog en primicia un texto de Umberto Romagnoli que analiza en términos contundentes el sentido de la medida estelar de la reforma Renzi y la ley (en inglés) Job Act, para asociar a su contenido un impulso modernizador. El texto se ha publicado en Eguaglianza & Libertà , revista dirigida por Antonio Lettieri, y la traducción - con ligeras correcciones para asimilarla al castellano peninsular - es obra de la profesora chilena y amiga de la blogosfera de Parapanda, Daniela Marzi.
(La foto está tomada el 1 de octubre de 1996 en Albacete, y corresponde al nombramiento de Doctor Honoris Causa a Umberto Romagnoli por la UCLM. Además de Joaquín Aparicio, Juan López Gandía y Antonio Baylos, acompañando al doctor HC y su mujer Lisa, se puede reconocer en el grupo de la izquierda, a Anna Rita Tinti y tras el grupo que posa, a Giorgio Ghezzi, hablando quizá con un muy joven Faustino Cavas).
Umberto Romagnoli
Jobs Act,
una proeza de Spin Doctor[1]
La de la Jobs Act es una historia de
engaños, astucia pícara y apariencias falsas. Tiene para todos los gustos. Va
desde el uso (sin precedentes) de anglicismos con un fuerte impacto mediático,
pero de incierto significado en nuestra lengua-madre, al uso descuidado de
palabras que propagan la figura de un contrato de trabajo promocionado como
innovador, cuando éste lleva en sus espaldas una experiencia secular. Va desde
el respeto solamente formal de los procedimientos parlamentarios –porque la ley
de delegación no contiene ni los principios ni los criterios directivos que la
Constitución exige con el fin de limitar la discrecionalidad de lo decretado
vía delegación, la que deja intencionalmente en blanco el objeto que la
constitución quiere predefinido, y ha sido aprobada recurriendo al voto de
confianza para impedir el examen de las enmiendas y amordazar a los disidentes
internos de la propia mayoría gubernamental-- a la ruptura de la consolidada regla no
escrita que hace preceder a la intervención legislativa a consultas sobre su contenido con los sindicatos. Va
desde la valorización del poder empresarial a través de la sustancial
recuperación de la libertad de despedir, a la marginación de la tutela
jurisdiccional de los derechos, en la ejecución de un proyecto político cuya
hipótesis es el intercambio entre la mayor flexibilidad en ventaja de la
empresa hoy, y la mayor seguridad en el mercado en ventaja del trabajador,
mañana. Un intercambio que, si bien está alentado por la governance europea, en un país como el nuestro en el que las
políticas activas del trabajo son todavía el abc, es más virtual que virtuoso.
En síntesis, la delegación no era
sólo sustancialmente una norma en blanco para permitir al gobierno meter sus
manos sobre todo el Derecho del trabajo, sino que además ha terminado por
asumir las características de una auto-celebración de la corriente de
pensamiento que reduce la política a mera comunicación.
Cándido como una paloma y astuto como
una serpiente, el legislador delegado ha calificado como de “tutelas
crecientes” un contrato de trabajo a tiempo indefinido, en el que la única
forma de tutela que puede crecer (con el ritmo de 2 anuales, pero hasta un
máximo de 24 mensualidades) es la indemnización a pagar en caso de despido
injustificado. Así, con un solo golpe se han logrado muchos resultados de los
cuales no se tardará en descubrir la contradicción. Este contrato, de hecho, si
por un lado parece prometer un futuro socialmente deseable en razón de la indeterminación
de su duración -que abre una rendija a la esperanza en la “des” precarización
del mercado de trabajo- por otro lado, es enemigo de toda expectativa de
estabilidad a causa de la reconstitución de las condiciones del poder de mando
que, por tradición, han estado simbolizadas en la licencia para despedir. En
realidad, es un contrato socialmente peligroso porque está asociado a una tutela
contra el despido ilegítimo dominada no tanto por la preocupación de anular el
ilícito y sus consecuencias sino, por el contrario, por la de garantizar al
empleador la irreversibilidad de sus decisiones, por más ilegales que puedan
resultar en el juicio por despido. Y ello porque ni siquiera la pérdida de un
puesto de trabajo sin algún motivo justificado es percibida por el gobierno
como un drama para quien lo soporta. Haciendo suya la óptica de la empresa, el gobierno
valora el despido ilegítimo en la medida de un costo del que es bueno conocer
con anticipación el importe, predeterminado en los límites más contenidos
posibles. Flexible y blanda, dada la cantidad medianamente modesta de la
indemnización debida, es una tutela que permite a este contrato ser competitivo
en términos de costos directos e indirectos con el contrato a tiempo indefinido,
ahora ya completamente liberalizado, precisamente facilitando la cesación de la
relación de trabajo a iniciativa del empleador. A fin de cuentas, la tutela es
cualitativamente idéntica a la prevista en la época anterior al Estatuto de los
Trabajadores. La readmisión al
puesto de trabajo, de hecho, será para los neo-contratados, una sanción
completamente excepcional: una remota eventualidad. En otras palabras: no
estamos en presencia de la muerte prematura del derecho del trabajo, pero es
innegable que lo han hecho volver a la adolescencia.
Cándido como una paloma y astuto como
una serpiente, el legislador delegado ha previsto la eutanasia del artículo 18
que la Ley Fornero[2] había
ya alejado de aquél preexistente. Este artículo, en efecto, está destinado a
extinguirse paso a paso en la medida que los (millones de) trabajadores
contratados a tiempo indefinido en servicio antes de la entrada en vigor de la
reforma se vayan de la empresa de pertenencia. Es decir que se disolverá
lentamente y sin necesidad de ser derogado. Llegados a ese punto, sin embargo,
la decencia exigiría que la cautivante coquetería de las “tutelas crecientes”
fuera suprimida por respeto, si no a los italianos, al menos al idioma italiano.
Por más astuto que sea, es un spot publicitario cuya función promocional se
está agotando. Por tanto, una vez que se haya finalmente comprendido que el
éxito del contrato a “tutelas crecientes” en el mercado de las reglas del
trabajo dependía de una robusta, pero temporal disminución del costo del
trabajo a cargo de las arcas fiscales generales, es esperable que la mentirosa
etiqueta caiga por sí sola, como una hoja seca que se suelta de la rama. Éste,
de cualquier manera, es el mal menor. El hecho es que en el tiempo intermedio
el Derecho del trabajo ha soportado un durísimo ataque al principio-base de la
igualdad, que la constitución querría ver actuado en los lugares de trabajo,
tanto en dirección vertical como en sentido horizontal. Por el contrario, ha
sido clamorosamente transgredido en dirección vertical, porque el vaciamiento
de la tutela contra el despido injustificado relegitima la histórica asimetría
de las relaciones de dependencia personal con estructura jerárquica. Ni
siquiera a la igualdad en sentido horizontal se le han ahorrado violentos
golpes. Y ello porque la fecha de la entrada en vigor de la ley funciona como
pretexto para no aplicar la regla en ausencia de la cual la solidaridad social se arriesga a ser despedazada y desaparecer:
aquélla por la que al trabajo igual le corresponde un igual tratamiento. De
hecho, la diferenciación de los regímenes del despido entre los antiguos y los
nuevos contratados no encuentra justificación alguna en la diversidad de su
condición de trabajo. Cierto, solamente la Corte constitucional podrá
pronunciar al respecto la última palabra; lo que antes o después sucederá.
Entre tanto, sin embargo, es plausible presumir que la lógica adoptada para
establecer que cualquier contratación sucesiva al fatídico día de entrada en
vigor de la norma da origen a tratamientos distintos respecto de una
institución con tanta importancia estratégica como el despido, obedece
solamente a un cálculo de oportunidad,
que tiene mucho que ver con lo que ha llevado al mismo gobierno a conceder un
aumento salarial de “80 euros” a quienes perciben réditos del trabajo bajo una
cierta medida o, en forma más reciente, el bonus de 500 euros para darse algo
de cultura a quienes tengan dieciocho años de edad en la República. En todos
estos casos, es siempre una cuestión de consenso: capturar lo más posible o
perder lo menos posible.
Cándido como una paloma y astuto como
una serpiente, el legislador delegado se ha casado con la idea, en circulación
desde hace tiempo, que el Estatuto de los trabajadores habría envejecido
precozmente. Una idea que es hija de la convicción para la cual si el derecho
del trabajo tenía con la constitución la misma conexión que el idioma tiene con
la gramática, no sería más una ventaja. Por esto el actual gobierno considera
que el derecho refundado del estatuto de los trabajadores en el surco trazado
por la constitución es un derecho con gran futuro a las espaldas. En efecto,
incorporando al contrato la tutela de los derechos fundamentales de libertad y
dignidad de los trabajadores en su contenido esencial, el legislador del Estatuto
había afrontado el problema del equilibrio con la libertad de iniciativa
económica rodeando la gestión del personal de reglas que testimoniaban cómo el
contrato de trabajo difería de otros contratos por la calidad del intercambio.
Ahora el conjunto del dispositivo regulatorio es modificado radicalmente. No es
que el problema del equilibrio entre derechos y libertades haya sido dejado de
lado. Al contrario. Simplemente, se desecha la solución. Ya la lógica mercantil
del contrato no debe hacerse cargo del respeto a los derechos fundamentales.
Son los derechos fundamentales los que deben hacerse cargo de la lógica del
contrato y ser sacrificados por tanto. Francamente, era difícil imaginarse una
salida más patente de los rieles trazados por la constitución, que marcan de la
manera más solemne posible el fin de la mercantilización del trabajo: “Italia
es una República democrática, fundada en el trabajo”.
[1] Con Spin doctor el autor alude a la figura del especialistas en un tipo de propaganda
que manipula directamente a la opinión
pública, N. de la T.
[2]Se refiere a la anterior reforma
al mercado de trabajo del año 2012, Ley Nº92 del 24 de julio de ese año,
titulada "Disposiciones
en materia de reforma del mercado de trabajo en una perspectiva de crecimiento”,
que fue la primera que modificó la sanción general de readmisión en el puesto
de trabajo, prevista desde 1970por el artículo 18 del estatuto de los
trabajadores, aplicable en empresas con más que 15 dependientes, para todo caso
de despido injustificado, N. de la T.
Un excelente y lúcido artículo de Umberto sobre la reforma laboral italiana de Renzi, a su juicio una "historia de engaños, astucia pícara y apariencias falsas", obra de un legislador "cándido como una paloma y astuto como una serpiente". Bellas imágenes del Umberto escritor de "Un giurista racconta". En las nuestras no se han andado con tanto disimulo, salvo en la hipócrita exposición de motivos del RDL y de la ley de reforma labroal de 2012. Y como ocurre en España también en Italia se ha producido "una salida más que patente de los rieles trazados por la Constitución
ResponderEliminarJun López Gandia