Lo que se viene a llamar “actualidad política” en España
no resulta nada atractiva. El grueso de las informaciones y comentarios se
concentra en preparar el nuevo gobierno del Partito Popular liderado por Mariano Rajoy, una vez que se ha
logrado que el sentido del voto de ambas elecciones, en diciembre del 2015 y en
junio del 2016, desautorizando los cuatro años anteriores, sea reabsorbido y
anulado mediante la neutralización de la propuesta de un gobierno de progreso.
Afrontar esta realidad es muy duro, y genera un sentimiento de frustración.
Casi cuatro años de intensas movilizaciones sociales se tradujeron en el
comienzo de la quiebra del modelo bipartidista y en la emergencia de nuevas
formaciones políticas que revelaban la pluralidad nacional y social de España y
un evidente deseo de cambio político. El fracaso provocado de estas
aspiraciones nos ha disgustado y nos ha puesto de mal humor a muchas y muchos
de nosotros porque se consolida un espacio de gobierno que la mayoría de los
ciudadanos ha rechazado explícitamente por dos veces en las urnas. Ese es el
contexto en el que se escriben estas notas.
No nos gusta saber que las decisiones democráticas de las mayorías
ciudadanas se vacían de contenido. No sólo en la utilización desviada de los
discursos electorales y sus consecuencias prácticas, en donde se recalcaba la necesidad
de evitar un nuevo gobierno del Partido Popular, para, finalmente, construir en
la práctica la hipótesis de reeditar el bipartidismo como clave de la gobernanza interna, sino también en la
exclusión política de más de un tercio de los electores considerados incompatibles
con el juego político, aquellos que se decantaron por Unidos Podemos y las
opciones nacionalistas y soberanistas. No hace falta más que leer los
periódicos de régimen – hoy, ay! toda la prensa escrita de ámbito nacional – y escuchar
algunas radios especialmente virulentas para saber que en torno a seis millones
de votos no van a tener ninguna consideración en la regulación social llevada a
cabo en la gobernanza prevista y que en consecuencia son considerados deshechos
democráticos a eliminar, por no reciclables.
No nos gusta conocer que pese a que España se define como un régimen
parlamentario, realmente los órganos legislativos donde se expresa la soberanía
popular no tienen ninguna capacidad de actuar autónomamente sin la autorización
del Gobierno, aunque este esté en funciones y por tanto no responda a las
nuevas mayorías políticas que se han formado electoralmente ( y por dos veces).
El Parlamento no puede legislar si no lo permite el Gobierno, lo único que
efectúa son propuestas para que en su momento el gobierno las incorpore a su iniciativa
legislativa. Los medios de comunicación cuentan que el Congreso aprobó – por ejemplo
la igualación del permiso de paternidad al de maternidad, que era un derecho
largamente suspendido por la crisis – pero realmente lo que el órgano
legislativo ha hecho es someter una propuesta al juicio del gobierno para que
éste la haga realidad en su día.
El gobierno además ha vetado iniciativas y propuestas de ley del
parlamento, sobre la base de que conllevaban un aumento del gasto. Es
inconcebible que un Gobierno impida al Parlamento expresar su voluntad de
regular aspectos de la vida social sobre la base de una consideración económica
que define unilateralmente. Un gobierno que carece de mayoría parlamentaria y
que se encuentra en funciones. El gobierno compromete a España al suscribir
tratados de importancia fundamental, como el CETA, sin debate parlamentario y
sin someterlo a la aprobación del Congreso, aunque la movilización social haya
obligado a aplazar su firma por el momento, lo que es una buena noticia, pero
que se ha logrado fuera de aquí y sin que el espacio democrático formal en el
que se manifiesta el pluralismo político y las mayorías democráticas haya
estado implicado en ello. Los sindicatos acuden al Parlamento y obtienen el
apoyo de todos los grupos menos el del Partido Popular, de forma que se
registra una Proposición de Ley que recoge las propuestas de CCOO y UGT para
revalorizar las pensiones en 2017 y
garantizar la sostenibilidad del sistema público de pensiones, con medidas que
incrementen los ingresos de la Seguridad Social, pero esa iniciativa no
significa nada si el Gobierno no decide proponer al Congreso una ley al
respecto.
No nos gusta contemplar cómo la institucionalidad democrática se anula en
su componente más importante, el control de las decisiones del gobierno, que
actualmente es inexistente. El parlamento puede reprobar a Fernández Díaz, pero esa censura no incide para nada en su
actividad que sigue frenéticamente inmersa en la represión de los derechos
ciudadanos, la denigración de las identidades nacionales que pueblan España, y la promoción de elementos autoritarios y pre democráticos
en las fuerzas de seguridad del Estado, sin que algo tan básico para el sistema
parlamentario como es la reprobación de un ministro por el Congreso tenga
ninguna repercusión, ni siquiera en la opinión pública, por otra parte ya
habituada a que muchas de las personas que dirigen el gobierno tuvieron, hace
una década, conocimiento de actos criminales que están siendo juzgados de los
que su Partido se benefició directamente mediante las inyecciones de dinero a
cambio de concesiones en los grandes contratos públicos.
No nos gusta que la ciudadanía perciba el Parlamento como un lugar sin
sentido y sin función más allá de su utilización como medidor de las
intenciones de voto de los ciudadanos, una suerte de materialización práctica
de las encuestas de opinión. La quiebra del bipartidismo debería haber
revitalizado el Parlamento como lugar de debate y discusión pública, donde se
pudiera aprender a llegar a acuerdos y a impulsar iniciativas que acercaran las
reivindicaciones sociales a los procedimientos de creación de normas y reglas
de validez general. Un espacio donde se discutiera y se pusiera en práctica el
resultado del debate, entendido éste no sólo como un diálogo con el gobierno,
sino además como espacio de intercambio entre las diferentes opciones políticas
presentes en él. La discusión de un nuevo Reglamento de las Cortes y de una
nueva Ley Electoral son piezas claves institucionalmente en este diseño que
parece truncado en el tiempo de interinidad en el que nos hemos movido.
No nos gusta que las fuerzas emergentes del cambio político minusvaloren la
potencialidad de lo institucional democrático y sustituyan su impotencia en ese
espacio por una invocación retórica a la lucha y a la movilización social. Ésta
requiere, como bien se sabe, de actores y de proyectos convincentes que se
materialicen en resultados concretos. Como los que se están obteniendo en los
ayuntamientos, y como los que se plasman en el terreno de la negociación
colectiva, o en la acción jurídica en los tribunales. Se requiere una
estrategia que abarque la totalidad de la acción política y que piense en el
espacio institucional de una manera completa, no simplemente centrada en el
debate parlamentario como referente simbólico de la hegemonía política. La
movilización social que mantuvimos en este país del 2011 al 2014 tiene que ser
recuperada, sin duda, pero no va a resultar tan fácil, una vez fracasada ante
grandes capas de la población, su salida electoral. La persistencia en la
gobernanza económica que efectuará este gobierno, la más que probable
confluencia de apoyo socialista ante los “grandes temas de Estado”, y la
continuidad de un marco legal autoritario y antisocial, complicará el panorama.
Demasiadas cosas que no gustan por tanto. Y hay muchas más. Pero las
pospondremos a una próxima entrada. Un catálogo de insatisfacciones que resulta
de la frustración de un proyecto posible de cambio democrático que ha sido
desviado y arruinado. Permanezcan atentos mientras tanto a cómo se desarrollan
los acontecimientos inmediatos.
A mi querido Dr. Bailón
ResponderEliminarMe gusta tu no me gusta y espero que esto te guste.
Un abrazo
Fernando GS