Hace 81 años se produjo la sangrienta rebelión militar
contra la II República, dando inicio a una larga guerra civil de tres años y a
la instauración de una feroz y desatada represión contra los vencidos. La
dictadura franquista se prolongó demasiado tiempo, favorecida por el
anticomunismo de la guerra fría, y sólo fue abolida como régimen legal a partir
de diciembre de 1978, con la promulgación de la Constitución democrática y la
amplia disposición derogatoria de la misma. El franquismo sin embargo mantuvo
su violencia sobre la memoria y la política y ha prolongado su vigencia
cultural y política hasta hoy mismo. Las resistencias y los obstáculos a la
memoria histórica, a la recuperación de los cuerpos de los fusilados, la
negativa a poder localizar los lugares y los restos de las personas
“desaparecidas” por haber sido asesinadas por los vencedores, es actualmente un
lugar común en el debate político de nuestros días. Lo que subyace en la
inmanencia del franquismo en la sociedad democrática actual es la permanencia
de una visión de vencedores y vencidos que es inmutable y que la democracia no
puede modificar ni siquiera simbólicamente. La idea en fin de la
irreversibilidad de los fines cumplidos por la dictadura, la defensa de la
dominación de clase y la derrota de una profunda reforma social y económica.
Hubo un tiempo en el que esta inmanencia del franquismo en la democracia se
expresaba a través de un eufemismo: “el régimen anterior”. Todo para evitar
hablar de dictadura y sobre todo para erradicar el término “fascismo”, que lo
relacionaba con la derrota militar del nazifascismo (1939 – 1945) y, aún peor, con
algunos episodios importantes de resistencia popular frente al mismo en Italia
y en Francia o en los Balcanes y en Grecia, y que es una ideología considerada
aberrante por las democracias occidentales europeas. Lo que trae a la mente el
debate intenso en los años sesenta y setenta sobre la “naturaleza” del
franquismo, que Ismael Saz Campos, en
su interesante monografía “Fascismo y Franquismo “ (Publicaciones de la
Universidad de Valencia, 2004), resumió de manera muy útil. En efecto, en 1964,
en pleno desarrollismo franquista, el sociólogo español J.J. Linz, desde la universidad de Yale en USA sostuvo que el
franquismo no era una dictadura fascista sino un régimen autoritario. El
franquismo se situaba así en un “limbo autoritario” intermedio entre el totalitarismo (que era la categoría
acuñada para colocar en el mismo espacio al nazismo y al comunismo estalinista,
lo que era funcional al discurso de la guerra fría) y los bienes de la
democracia representativa de los países del occidente europeo y de los Estados
Unidos. Esta definición del franquismo tuvo una gran aceptación, y fue repetida
por muchos especialistas en ciencia política, aunque con algunos matices, como
los que diferenciaban entre una fase “semifascista” en los primeros años del
régimen (entre 1939 y 1953, es decir entre el comienzo de la posguerra y el
cese de las cartillas de razonamiento y la firma del acuerdo con los Estados
Unidos sobre las bases militares) y el sistema autoritario posterior, como
sostuvo Stanley G. Payne.
Pero para otros muchos, lo determinante en el franquismo es su carácter de
dictadura de clase, lo que permite en efecto definirlo correctamente como
fascismo, aunque adopte una forma peculiar debido a la fuerte presencia de la
Iglesia y el tradicionalismo católico y el peso determinante del Ejército, como
recordarán Carmen Molinero y Pere Ysàs. Esta perspectiva, lo que
caracteriza a este régimen político es su defensa frente a un orden social
amenazado, lo que subraya el contenido de clase de la dictadura.
Puede en efecto examinarse la composición concreta de los grupos que
sostienen la dominación de clase durante la dictadura, su alargamiento y su
relativa transformación, pero no conviene olvidar, porque allí no hay ninguna duda,
quienes fueron los perdedores del régimen que inició su sangrienta andadura
mediante la rebelión del 18 de julio. Y éstos fueron ante todo la clase obrera
organizada y el campesinado, así como las fracciones republicanas y
liberal-demócratas de la burguesía. “Franquismo y fascismo – escribirá,
apropósito de las primeras manifestaciones de aquél Luis Mariano González, de la UCLM, en su monografía del 2009 – son inseparables
especialmente en los duros años de la posguerra, aunque formas y modos
fascistas pervivieron en España hasta la muerte del dictador en 1975”.
Para los laboralistas, la dictadura mantuvo siempre ese rasgo distintivo,
el de combatir y proscribir la vertiente colectiva de las relaciones de trabajo,
arrasando a los sindicatos creados y presentes en el mundo laboral desde la
etapa liberal, que se habían fortalecido de manera importante durante la II
República. No sólo se disolvieron todas las organizaciones obreras – partidos y
sindicatos – sino que se procedió al exterminio físico de aquellos dirigentes y
militantes que no murieron en la guerra o que no se exilaron. Los bienes de
estas organizaciones fueron confiscados y el aparato represivo en donde el
fascismo como ideología y como violenta expresión del poder tuvo una especial
presencia, reprimió con saña cualquier intento de recomposición de estas organizaciones
libres. La creación de organizaciones católicas obreras fue casi inmediatamente
motivo de sospecha y de persecución justamente por situarse en un espacio
social que la dictadura castigó especialmente. La persecución de las centrales
históricas, especialmente la UGT, pero también la CNT, corrió en paralelo a la
incriminación penal de las que se pretendieron crear nuevas, como la Oposición
Sindical Obrera (OSO) y semejantes. No es necesario recordar que la aparición
de las Comisiones Obreras como forma peculiar de organización y defensa de los
trabajadores, fue rápidamente reprimida policialmente y mediante la acción del
Tribunal Supremo que las declaró asociación ilícita con la correspondiente sanción
penal del Código Penal y su enjuiciamiento a través del Tribunal de Orden
Público.
En cuanto la huelga o cualquier medida de acción colectiva, su misma
evocación implicaba la triple reacción de castigo: la más eficaz sanción del
despido, a cargo de los empresarios, la detención policial y, en muchos casos,
la incriminación penal, aunque más frecuente mediante los delitos de asociación
ilícita y propaganda ilegal que mediante el delito de sedición que castigaba la
huelga. Y recordemos que hasta en 1975 se efectuaron consejos de guerra, en
donde la participación del ejército faccioso se requería como una prueba de
fuerza, para condenar a prisión a sindicalistas por haber participado en una
manifestación en defensa de su convenio, como sucedió en el Ferrol.
El odio y la violencia de la dictadura se proyectaba fundamentalmente
frente a la clase obrera organizada, la única que podía poner en peligro la
dominación de las sucesivas “coaliciones” de los poderes económicos que
gobernaban el país impidiendo de manera permanente cualquier alteración de las
posiciones de privilegio y de sometimiento de las que gozaban y que a su vez
permitía la construcción de amplias capas de apoyo a la dictadura en las clases
medias mediante un capitalismo asistido
y el ascenso social de grupos leales. La represión de sectores importantes de
otras clases medias ilustradas, en donde el factor generacional resultaba muy
importante, nunca tuvo la contundencia que sin embargo buscaba y obtenía la
dictadura respecto al movimiento obrero con conciencia de tal.
Esa hostilidad permanente, a la que sólo se podrá fin mediante la amnistía
laboral y la constitución, que son los ejes del cambio democrático en esta
materia, se materializó asimismo en la politización indudable de este
conflicto, que es el conflicto central sin el cual no se explica el franquismo
ni la lucha contra la dictadura. La democracia en el Estado español, y es
siempre necesario recordarlo, la trajo la lucha abierta del movimiento obrero y
sus aliados de clase contra un sistema cuyo aparato represivo –
fundamentalmente policía y magistratura, custodiados por las fuerzas armadas –
actuó hasta el final de sus días (1977) como instrumentos directos de la
dictadura de clase contra la clase trabajadora organizada.
El fascismo anidó siempre en el franquismo. Y conviene recordar que la violencia
terrible de ese sistema se ejercitaba como sometimiento cultural, económico y
social de los y las trabajadoras de este país. El 18 de julio no sólo fue una
rebelión fascista contra un sistema democrático que quería, con sus
contradicciones, llevar adelante un proceso de reformas sociales avanzadas. Fue
también y de manera especial, el comienzo de un diseño de contención y disciplinamiento
de los sujetos colectivos que representaban a la clase obrera española y que
pretendían poner fin a tantos años de atraso y sujeción económica y social en
este país. 81 años después, recordar estas verdades es siempre conveniente, más
aun frente al negacionismo que tantas personas y hasta grupos políticos
mantienen al respecto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario