El 25 de noviembre es el día internacional contra la violencia de género. Los
movimientos feministas de América Latina, con una de las tasas más altas de
violencia contra la mujer, acuñaron esa fecha en honor a las dominicanas
Minerva, Patria y María Teresa Mirabal, tres hermanas asesinadas el 25 de
noviembre de 1960 por orden del dictador Rafael Leónidas Trujillo, del que eran
opositoras. Años más tarde, en 1999, la ONU se sumó a la jornada reivindicativa
y declaró cada 25 de noviembre Día Internacional para la Eliminación de la
Violencia contra la Mujer, en honor a las hermanas Mirabal. Ninguno de sus
asesinos cumplió la pena que dictó el tribunal que les juzgó, se les entregaron
pasaportes y escaparon de República dominicana. Julia Álvarez escribió una
novela muy hermosa sobre este crimen terrible, “En el tiempo de las mariposas”,
y Mariano Barroso llevó esa historia a la televisión con una adaptación de
Rodrigo García y la presencia fulgurante de Salma Hayek, que también fue productora.del filmado
La violencia política que está en la base de la conmemoración de este día
ha ido ampliando su objeto hacia la violencia estructural ejercida por el
patriarcado contra las mujeres, un ensañamiento de género que va desde los
malos tratos, la violación y el feminicidio hasta la violencia económica,
simbólica y política que individualiza a las mujeres como objeto de esta acción
de agresión y de constreñimiento.
Las movilizaciones del movimiento feminista son cada día más un elemento
significativo en la asunción global de este hecho como una normalidad
inasumible que definitivamente ha de ser removido y eliminado. La huelga
feminista del 8 de marzo pasado, las inmensas manifestaciones en Argentina por
el derecho al aborto, la movilización de mujeres en Brasil frente a las
manifestaciones misóginas y homofóbicas del que hoy es presidente de la
república a través del hastag #EleNâo, o, en fin, la contundente presencia en
las calles de Roma de Paris en este fin de semana – y en Barcelona y en Madrid –
indica que en este tema nos encontramos en un momento decisivo donde no hay
vuelta atrás.
No es un hecho que sea ajeno al movimiento sindical. La que hasta ahora era
secretaria general de la CGIL, Sussana Camusso, hoy candidata a la presidencia
de la CSI- ITUC, ha recordado recientemente que todos los días, en todas partes
del planeta, las mujeres luchan contra la marginación con la que se las
connota, contra los prejuicios profundamente arraigados en la sociedad que son
la base de la desigualdad económica, la discriminación intolerable y la
violencia inaceptable. Luchan todos los días para decirle a la política, a la
economía y a la sociedad que, en gran medida, son un asunto exclusivo de
hombres. Las mujeres y el movimiento feminista han creado una enorme ola que se
ha sentido en el resto del mundo, pero aún está lejos de ser lo suficientemente
grande como para detener este miedo social complejo y arraigado.
El tema prioritario en el 25 – N es la violencia de género. El impacto de
la violencia de género en la vida, en el trabajo, en las familias y en las
sociedades es devastador y multifacético y debe combatirse con determinación en
todos los frentes posibles , y por ello en la Conferencia Internacional del
Trabajo de 2019, se compromete Camusso a
que la CSI apoye con plena convicción la adopción de un Convenio acompañado de
una Recomendación sobre violencia y hostigamiento de mujeres y hombres en el
mundo del trabajo y que el contenido de los mismos sea lo más sólido posible.
La violencia de género plantea además problemas interesantes desde el punto
de vista de la política del derecho y provoca algunas cuestiones. La primera,
es la más obvia, y es que esta enunciación de la fuerza arbitraria y agresiva
contra las personas, forzando su voluntad y su libertad, comparte en muchos
casos la perspectiva de género con la perspectiva de clase. Es decir que es más
violenta la agresión si se es una persona subordinada que depende del trabajo para
vivir, y que por tanto la posesión de un empleo es la condición de su
existencia social y de su inserción en una comunidad determinada. Hay por tanto
situaciones en las que la violencia aparece como un hecho ligado
fundamentalmente a la explotación derivada del trabajo y que en consecuencia
permite establecer solidaridades no solo mecánicas entre los sujetos afectados
y elaborar por tanto una narrativa que integre el problema de género con el
problema de raza o de nacionalidad o el de la (in)estabilidad en el trabajo.
La segunda tiene que ver con la propia utilización del término violencia y
su correlato jurídico, el de víctimas, es decir el de personas “que sufren un
daño o un perjuicio a causa de determinada acción”. A la idea de víctima está
asociada la de reparación del daño, la perspectiva aquí por tanto se centra en
la lesión y el juicio de valor negativo que ésta merece – el reproche – desde el
punto de vista jurídico, político, moral o de otro orden. La construcción de
una acción política desde el concepto de víctima lleva consigo de un lado el
protagonismo de los sujetos pasivos de un acto execrable en la determinación
regulativa, jurídica o moral, de la represión y punición de este hecho. Es decir,
se centra en un enfoque fundamentalmente represivo y punitivista de las conductas
que han causado el daño o el perjuicio en el que se escucha la voz de las víctimas
como impulsoras de la acción represiva, que en nuestro sistema se encomienda a
los poderes públicos, tanto policiales como fundamentalmente judiciales. La lógica
preventiva se encomienda también a estas instituciones, y el carácter especial
de estas lesiones - agresiones, asaltos,
atentados y muertes – hace muy difícil su asimilación dentro de los esquemas
del resarcimiento económico clásico del derecho privado. Esto explica que desde
la ley del 2004, el protagonismo se ha trasladado fundamentalmente a una suerte
de mirada colectiva sobre la actuación de los tribunales, que los medios de comunicación
ofrecen como un espectáculo ante el cual ocupamos el papel de espectadores,
asintiendo o cuestionando sus decisiones al respecto. Sólo en situaciones
excepcionales, como la sentencia de La Manada, se produce una reacción masiva
de rechazo ante una decisión que avala la violencia y devalúa la condición de
la víctima.
Es importante recordar que en este sistema hay una relación de poder
constituida que impone constricciones intolerables a la libertad y a la
igualdad, aunque éstos sean valores fundamentales del sistema democrático. Pero
no conviene tampoco perder de vista que frente a la perspectiva de la víctima,
que es siempre un sujeto herido y dañado, está el enfoque de los derechos, que
construye por el contrario una subjetividad activa que exige un respeto de su
posición personal y profesional dentro y fuera del trabajo, y que enlaza su
condición personal individual con el interés colectivo del grupo, identidad o
clase a la que entiende pertenecer, y que se dota por tato de mecanismos
proactivos en la definición del proyecto alternativo que diseña para la
sociedad en la que vive.
La condición de víctima desmiente la noción de ciudadanía. Pero ésta sigue
poseyendo una referencia activa a los derechos como base central de la conducta
política consciente y capaz de transformar la sociedad. Es desde un sistema de
derechos como se construye el futuro, de forma que la denuncia de la atrocidad
y la arbitrariedad que está detrás de la violencia de género tiene que
desembocar necesariamente no sólo en la represión de estas conductas, sino en
la construcción de un nuevo sistema de derechos que haga imposible la
reiteración de los actos de violencia y de constricción actuales.
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