El libro
de Selina Todd, El pueblo. Auge y declive de la clase obrera (1910-2010), traducido
por Antonio J. Antón Fernández, lo
publicó el año pasado, 2018, la editorial Akal en una colección dirigida por Juan Andrade titulada “Reverso/historia
crítica” que quiere ofrecer miradas alternativas sobre la historia, con preferencia
por los procesos sociales, políticos y culturales más recientes. De forma
sintética, la colección “no aspira a construir ningún consenso sobre el pasado,
sino a disentir con fundamento y a reproducir el disenso también en su interior”.
El libro es una formidable lectura de verano que naturalmente me fue
recomendada por buenos amigos siempre atentos a los libros que consideran más
idóneos para mis gustos, y, como de costumbre, no se equivocaron en el consejo.
El libro de Todd permite un recorrido panorámico a través de la sociedad
británica entre el año 10 del siglo XX y el momento más crítico del shock
producido en las economías europeas, y también en la británica, con el crack
financiero del 2008 que originó la crisis del euro y las políticas de
austeridad en la Unión Europea. Está dividido en tres grandes partes que se
corresponden con el inicio de la cuestión obrera en Inglaterra, el auge y
consolidación de la clase obrera y de su posición relevante económica, social y
política entre el inicio de la Segunda Guerra Mundial y 1968, y finalmente el
declive de la clase en una “nueva Gran Bretaña” marcada por el neoliberalismo a
partir de la década de los setenta hasta el 2010 en donde los trabajadores y
las trabajadoras son “los desposeídos” en un nuevo marco en el que ni siquiera
se reconocen como clase social subalterna. Un posfacio sobre “nuestro estado
actual”, de 2011 a 2015 contiene reflexiones más propositivas sobre la
alternativa a la sociedad neoliberal que defienden (no sólo) los conservadores.
Lo más llamativo del libro es el enfoque del que parte, la necesidad de ofrecer
una historia de la Gran Bretaña contemporánea a partir de las historias
cotidianas de una multitud de personajes que cobran vida en las páginas del
libro narrando en primera persona sus experiencias y sus impresiones sobre su
existencia, el contexto en el que ésta se desarrolla, sus creencias y sus
proyectos, sus decepciones y amarguras. Son retazos de vida de trabajadoras y
trabajadores, en los que el elemento de género y el elemento de raza se hacen
en múltiples supuestos muy presentes en la narración y explican de forma
original y convincente la consideración de la clase obrera en los diferentes
períodos históricos en el Reino Unido como una categoría social, cultural y
económica en proceso, con importantes discontinuidades pero también con
elementos característicos permanentes.
La clase social no es una
etiqueta que se asigna como forma de autoidentificación por parte de los
sujetos que pueblan la sociedad. La identidad de clase no es por tanto una
noción que pueda ser completamente productiva en términos de comprensión
histórica. La clase no es sólo ni exclusivamente una sensación de pertenencia
(belonging) ni tampoco el
resultado de obtener una determinada franja de ingresos económicos. Es fundamentalmente
una relación de poder desigual, y, en tanto tal, “da forma a la sociedad
británica”. Y ello se construye a partir de la relación de las personas con el
trabajo y el modo en que éste hecho enmarca sus vidas. La clase no se define
por tanto por las ropas que vestimos o la música que escuchamos, sino por las
relaciones con otras personas, relaciones que se forman principalmente a partir
del hecho de si tenemos o no que trabajar para vivir. Esta centralidad del
trabajo como explicación de la estructuración social y las relaciones de poder
en la sociedad capitalista, no impide constatar que el modo en el que se piensa
– todos nosotros hoy – sobre la clase obrera ha cambiado de manera evidente de
cómo se pensaba hace cincuenta años, por ejemplo, en España durante el
tardofranquismo y la transición política. La gente reflexiona sobre el mundo
que le rodea a partir del lenguaje que tiene a su disposición, y el discurso
neoliberal de la autodeterminación individual y la superioridad del mercado
disuelve los conflictos colectivos entre clases y los desplaza a
enfrentamientos y conflictos sobre las circunstancias individuales derivadas
del género, de la edad (jóvenes) o de la raza. La solidaridad y la dimensión
colectiva de éstos se sitúan en un plano secundario, cuando no se anulan y se
disuelven en un conflicto interpersonal definido en términos individuales.
En el libro de Todd además de una crónica apasionante
sobre el devenir de la clase trabajadora en Inglaterra desde el comienzo del
siglo XX –el siglo de la clase obrera, que ocupó una nueva centralidad tanto en
la política formal como en la vida cotidiana – hay indicaciones
extraordinariamente sugerentes para acoplar a otras experiencias históricas, en
particular la española, y para revisar con otra mirada los acontecimientos que
nos hemos acostumbrado a explicarlos desde un enfoque no interno a la propia
clase, a sus experiencias y al modo en que reflexionan, se relaciona y
comprenden el mundo en el que viven. Algunas de estas anotaciones son muy
valiosas, posiblemente la más importante, porque es la que nuclea el propósito
central del libro, sea la de la hacer reposar la noción fundamental de pueblo
sobre la de la clase obrera, el pueblo trabajador cuyo esfuerzo era decisivo
para poder ganar la guerra en 1939, “la guerra del pueblo” y que fundamentó el
gran pacto social que se desplegaría durante la década de los 40 a partir de la
construcción del estado de Bienestar por los laboristas y posteriormente se
prolongaría en las décadas de la “opulencia” con los conservadores en la década
inmediatamente posterior de los cincuenta. De la “nación dividida” que se
diseñaba en el período de entreguerras 1919-1939, y que se demostró de forma
cruda con la represión de la huelga general de 1926 y la construcción de la
categoría del “enemigo interior”, a la formación de la categoría de “pueblo”
sobre el esfuerzo de la clase obrera como el elemento que lo expresa
simbólicamente y que se materializa en los grandes hallazgos de aquel período:
el Informe Beveridge y el sistema de
Seguridad Social, la creación del sistema nacional de salud (NHS) y por
consiguiente la formulación de un principio de sanidad universal, la política
de construcción y alquiler de viviendas sociales y la ampliación de la
escolarización obligatoria hasta los quince años, el desarrollo y la extensión
de la negociación colectiva y la afiliación sindical. Una noción de pueblo que
seguramente tiene en otros contextos una consideración directamente política y constituyente, como en el caso italiano, una
identificación entre pueblo e identidad nacional (es decir entre identidad de clase
e identidad nacional) que tendrá una gran importancia en la construcción de los
estados sociales en el sur de Europa como salida democrática a los
nazi-fascismos.
Las consideraciones sobre el
consumismo y la emergencia de una nueva generación de trabajadoras y
trabajadores con acceso a los bienes de consumo doméstico, el coche, los
electrodomésticos, y la extensión del crédito, forman parte de una amplia tendencia
del capitalismo no solo británico, de forma que las páginas del libro que se
dedican a estas etapas pueden verse sin problemas de adaptación plenamente
aplicables a otras realidades, incluso la española, aunque la dictadura
introdujera el sesgo fundamental respecto de la prohibición de la autonomía
sindical y del conflicto en este despegue desarrollista, reforzando la
vertiente autoritaria del poder privado. Una sociedad – en la década de los
cincuenta - que se quería opulenta – “nunca hemos estado tan bien”, “los peores
abusos económicos y las ineficiencias de la sociedad moderna han sido
corregidos” – y en la que se presumía que se hallaba en la “edad de oro de la
movilidad social”, una conclusión más retórica que real que no se realizó en
líneas generales, al mantenerse en el sistema educativo segregado la
desigualdad de clase. Pero ya a mediados de los años sesenta, nace una nueva
Gran Bretaña en la que las jóvenes generaciones de clase obrera, la irrupción
de las mujeres en los trabajos y la presencia de inmigrantes, van impregnando
tanto la cultura como la acción política y social a partir del rechazo de la “sociedad
opulenta” que no había permitido a los trabajadores y trabajadoras que habían
adquirido un cierto confort en sus vidas trabajando duramente el dominio sobre
las formas de organización del trabajo y sobre la propia organización de sus
vidas.
Una indignación que estalló en
activismo militante y en una amplia difusión de conflictos laborales y
sociales. La afiliación sindical se elevó de los 10 millones de afiliados en
1960 a 13 millones en 1979; si la tasa de afiliación a comienzos de la década
de los 60 era un 44%, a finales de los 70 había ascendido al 55% de los
trabajadores empleados. Un crecimiento del conflicto social que suponía una
amenaza para la gran empresa y las finanzas, y que incomodaba al propio Partido
Laborista puesto que incidía directamente sobre los fundamentos del dominio y
la subordinación en el trabajo como pilar que sostiene la extracción de
plusvalor. Una presión que los gobiernos laboristas pretendieron aliviar
mediante la emanación de una serie de normas que extendían y ampliaban derechos
individuales ligados a la libertad e identidad sexual – despenalización de la
homosexualidad, legalización del aborto y del divorcio por mutuo acuerdo – y a
una importante normativa que promovía la igualdad racial y sexual. En líneas
generales, la política del derecho emprendida consistía en otorgar derechos
económicos a título individual, no a los grupos sociales como los colectivos de
trabajadores definidos por la unidad de negociación del convenio colectivo. Además,
y desde 1969, tanto el partido Laborista como evidentemente los sucesivos
gobiernos conservadores tratarían el poder económico y social de la clase
obrera organizada en torno a los sindicatos o directamente emergente de forma
autónoma a partir de las colectividades de trabajadores, como una amenaza a la
gobernabilidad del país y por tanto a la democracia, y no como un prerrequisito
para configurar un Estado realmente democrático. Una tendencia
extraordinariamente arraigada en otros contextos, entre ellos el de nuestro
país, como se ha podido apreciar últimamente respecto de la resistencia
sindical a las políticas de austeridad durante la crisis (2010-2013).
Este es sin duda un elemento a
destacar de este estudio histórico. La reivindicación de un poder autónomo que
incida sobre la organización del trabajo y pretenda incorporar elementos de
democratización al ejercicio del poder privado, constituye el eje de la
respuesta represiva y autoritaria de los nuevos planteamientos neoliberales que
se implantan en Gran Bretaña tras el triunfo de Thatcher. Romper la espina dorsal de los sindicatos era la consigna
explícita del gobierno conservador que volvió a ganar las elecciones de 1983
tras la oleada nacionalista que había producido la guerra de las Malvinas, y lo
llevó a cabo con ocasión de la larga lucha de los mineros en 1984. El
neoliberalismo de Thatcher afirmaba
sin ambages que el bienestar y el pleno empleo eran obstáculos para el crecimiento
económico, que generaba un aluvión de personas dependiente de los subsidios que
impedían la libre iniciativa individual para emprender y trabajar, de manera
que los excluidos sociales debían ser atendidos no por el Estado sino por el
importante sector del voluntariado social y la filantropía ciudadana. La
batalla (victoriosa) contra la clase obrera organizada condujo además a la
devaluación salarial y el debilitamiento del sindicalismo como agente contractual.
Un empujón hacia el pasado, hacia la nación dividida de antes de la SGM que se
acompañaba de un discurso que negaba la importancia de la clase como relación
social en la que se expresa el poder desigual en las relaciones de trabajo y de
vida. Un discurso que también compartió el Nuevo Laborismo de Blair para quien la idea de clase no
tenía ya relevancia política: las “viejas etiquetas de clase media y clase
obrera, tenían cada vez menos sentido”.
El incremento de la desigualdad
durante la década de los 90 y la primera década del nuevo siglo era una
constatación unánime en los estudios al uso, pero políticamente esta cuestión
se desviaba hacia la lucha contra la pobreza y la exclusión social, de manera
que cualquier pensamiento igualitarista se concebía como contraproducente en
una sociedad de libre mercado y de iniciativa privada. Esa enorme desigualdad
que no pararía de crecer a partir de la crisis del 2008 siguen siendo un
elemento ignorado por las políticas públicas y por los programas políticos que
sólo admiten medidas compensatorias en el acceso al mercado por motivos de
género, edad o raza, y que traducen el igualitarismo en un principio de no discriminación
en el ámbito privado.
El declive del poder económico y
político de la clase obrera organizada, su centralidad cultural y social, es
una conclusión sobre la que se discute de forma posiblemente demasiado asertiva.
La crisis de las organizaciones de clase es un concepto que hoy realmente sólo
se puede aplicar con propiedad a los sindicatos; los partidos políticos que se
referían históricamente a la clase obrera ya no pueden ser comprendidos en este
concepto. La obra de Todd no
discurre por estos derroteros, aunque los conoce bien. Por el contrario reivindica
la necesidad de seguridad y de control de la existencia por parte de tantas y
tantas personas comunes, gente corriente que expresa su descontento con la
forma de trabajar para vivir que tienen necesariamente que llevar a cabo, sus
insatisfacciones y sus frustraciones de sus proyectos compartidos, la ilusión
de la solidaridad y de los afectos de los que muchas veces pueden beneficiarse
y en cuya dinámica cooperan, la aspiración a un futuro justo y equitativo para
todos, como expresión de valores profundamente sentidos por la gran mayoría de
la población. Ese pueblo que en el libro se identifica justamente con la clase
obrera y sus aspiraciones de emancipación
que siguen siendo decisivas en la escritura del futuro inmediato de los
países, tanto en las Islas Británicas como desde luego en España, entre
nosotros.
Pero muchos trabajadores en Reino Unido votaron por el Brexit, des-solidarizándose de los trabajadores de otros Estados europeos. También en EEUU son muchos los trabajadores que han votado a Trump, por considerar que defiende mejor sus puestos de trabajo ante los riesgos de la deslocalización y la internacionalización o globalización. En verdad creo que es todo muchísimo más complejo.
ResponderEliminarLos trabajadores no se mueven sólo por el concepto de "clase". Ni ahora ni nunca. El fenómeno nacionalista / independentista catalán, con partidos que se dicen de izquierdas pero apoyan la secesión (como ERC o CUP) propia y característica de la Derecha económica, lo muestra con claridad. Hay que buscar explicaciones más complejas, pues el ser humano (y el trabajador) no es un ente monolítico.
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