miércoles, 30 de mayo de 2007

REGULACION DE LA HUELGA. RECAPITULACIONES

Dos hombres y un destino: el Derecho social. Son mis sobrinos Antonio y Joaquín que están muy bien colocados en la Royal Town University.


Es ya un lugar común referirse a la regulación del derecho de huelga en nuestro país como una clara anomalía histórica y política. El modelo constitucional de huelga, cifrado en el art. 28.2 CE, resulta cortocircuitado por un modelo legal preconstitucional que, aunque haya sido “depurado” por el Tribunal Constitucional mediante la más conocida de sus sentencias interpretativas, sigue lastrado por elementos contradictorios. No resulta razonable desde el punto de vista democrático que para el desarrollo del precepto constitucional se sigan las líneas maestras de la regulación de la huelga en la transición política, que reflejan de manera clara una cierta concepción de la huelga como una patología que se debería aislar y, en la medida de lo posible, reducir a una extensión controlable por los poderes organizativos empresariales.

Al menos tres de los elementos fundamentales de aquella regulación han generado problemas de encaje y de explicación en el contexto de un reconocimiento constitucional pleno de la libertad sindical y de la autotutela colectiva, y han señalado la urgencia del poder económico por reabsorber en las fórmulas flexibles de la interpretación judicial gran parte de los elementos de restricción y de control de la huelga que un desarrollo legal del texto constitucional no habría podido llevar a cabo. Estos tres elementos – clave son, en primer lugar, una concepción armonicista de las relaciones laborales en donde la huelga se define ideológicamente como un “mal necesario” del sistema, y exige por tanto un tratamiento normativo y judicial que tenga en cuenta su carácter “excepcional”, lo que normalmente desembocará en una visión reduccionista y restrictiva de las formas de ejercicio del derecho de huelga.

En segundo lugar, el derecho de huelga se encuentra incrustado en la relación laboral por cuenta ajena, tanto en cuanto al ámbito de los sujetos titulares – y la propia STC 11/1981 no querrá tomar partido ante este hecho al hablar del “eventual” derecho a la huelga de los funcionarios públicos – como en lo referido a los contenidos que la medida de presión colectiva quiere realizar – la exclusión de lo “político” dentro de los objetivos de la huelga ha sido una constante interpretativa ambivalentemente ligada a la inserción de los titulares del derecho en una relación de prestación de servicios activa - y en fin, en cuanto a la contractualidad o asentamiento en el contrato, de manera que se considera que la huelga se expande “por naturaleza propia” en el seno de una relación contractual, sea en su vertiente individual o en su vertiente colectiva, lo que en consecuencia desplaza el eje de interpretación a la dimensión contractual, no organizativa de la huelga e inmuniza este espacio frente a los efectos de la huelga, considerando ciertas modalidades de mayor eficacia como abusivas, sobre la base de estándares de corrección de conducta importados del derecho de obligaciones.

El tercero de los elementos está muy ligado al anterior. El derecho de huelga está, como el vizconde famoso de Calvino, demediado entre público y privado. Es decir, desde un punto de partida en el que la huelga quedaba expulsada del sector público, al hacerse cargo el modelo legal de la transición política de una confrontación radical entre el interés general, interpretado unilateralmente desde las competencias y prerrogativas del gobierno, y las facultades de autotutela colectiva, definidas autónomamente por los órganos de representación de los trabajadores, el sistema legal resultante aísla y singulariza el tratamiento normativo del ejercicio del derecho de huelga en el espacio de la(s) Administración(es) Pública(s) y de las actividades de interés económico general, para someterlo a restricciones importantes que imposibiliten la eficacia de la acción colectiva. El art. 10 del DLRT, en sus dos manifestaciones de arbitraje obligatorio y de adopción de medidas de mantenimiento de los servicios públicos de reconocida e inaplazable necesidad, constituye el paradigma de esa regulación escindida, a la que hay que sumar la consideración de fuera de la ley – literalmente – de los funcionarios públicos, y de su inclusión formal en el tipo penal del hoy derogado art. 222 CP.

La revisión interpretativa del derecho de huelga conforme al modelo constitucional no se ha realizado de una sola vez. La STC 11/1981 contiene además muchos elementos de continuidad con los fundamentos del modelo legal contrapuesto al democrático sobre huelga. Sin embargo, la promulgación de la LOLS, y la propia elaboración del TC sobre el derecho de libertad de acción sindical, han impulsado, de forma indirecta, una visión más abierta en esta materia que ha incidido sobre todo en la emancipación – todavía relativa – de la interpretación judicial de la perspectiva predominantemente contractualista en la que se anclaba el derecho de huelga y en la ampliación de la titularidad del derecho más allá de la relación laboral por cuenta ajena, tanto en lo referente al área pública – los funcionarios públicos – como respecto a la desvinculación de la condición de sujeto del derecho a quien se inserte en una relación de prestación de servicios activa. De esta manera, la presencia del sindicato ha perneado la interpretación sobre la huelga, lo que se ha manifestado de manera muy evidente en la doctrina del TC sobre las huelgas de solidaridad o las huelgas políticas, pero también en la importancia de la esfera de autonomía sindical en la adopción del acuerdo de declaración de la huelga y de la convocatoria de la misma, o en las precisiones y límites de la disponibilidad colectiva del ejercicio del derecho de huelga.

La interpretación conforme a la Constitución de la huelga en el sector público que llevaron a cabo las SsTC 11/1981 y especialmente 26/1981, incorporó el esquema de intervención de la “autoridad de gobierno” que había prefijado el art. 10.2 DLRT, al modelo del art. 28.2 CE en el que se establecía la necesidad de una regulación específica, con precisión de límites expresos, en los denominados servicios esenciales de la comunidad. Aunque en su origen esta interpretación constitucional elástica de la claúsula de esencialidad y el correlativo peso específico del control jurisdiccional de la acción del poder público parecía haberse apartado de forma definitiva de la función represiva del precepto durante la cadena de huelgas de los años 1976 y 1977 en los sectores y servicios públicos del país, lo cierto es que no impidió la tentación autoritaria de las nuevas autoridades democráticas. Y ello fue así porque el mecanismo legal que resultó convalidado permitía al poder público no sólo declarar la esencialidad de un servicio o actividad a efectos de limitar el ejercicio del derecho de huelga, sino también fijar en concreto el mínimo de actividad que se estimaba compatible con la conciliación entre el derecho de huelga y los otros derechos fundamentales de los ciudadanos que en el caso concreto resultaban lesionados, impedidos u obstaculizados severamente por la medida de presión. La imposición unilateral del mantenimiento de un nivel de actividad en aquellos sectores en los que también unilateralmente la Administración entiende que se debe restringir la huelga no podía sino conducir a una intervención continua y autoritaria de los poderes públicos, preservando el espacio de regulación de las relaciones laborales y de la acción de gobierno de la incidencia de la acción colectiva y sindical. La ineficacia de un control jurisdiccional que se ejercía siempre después de que se hubiera vulnerado el derecho de huelga, la reiteración torpe de la Administración en los mismos comportamientos que los jueces habían considerado vulneradores del derecho de huelga, y la negativa de la jurisprudencia constitucional a abrir un espacio de intervención del sindicato a través de la “audiencia” en la determinación de los servicios mínimos, en rigor un período de consultas obligatorio antes de imponer este mínimo de actividad durante la huelga, fortaleció el gobierno autoritario y unilateral de la huelga en los servicios esenciales.





(XI Aniversario del fallecimiento de Luciano Lama, amigo y compañero)



En la doctrina laboralista, el tema de la huelga ha sido siempre un tema estelar, aunque intermitente. Mientras que en el período de construcción del sistema democrático de relaciones laborales (1977 – 1982) la producción doctrinal al respecto resultó muy extensa e impactante, el interés por el tema cae a partir precisamente de lo que se vino a estimar un cierre de la problemática por la jurisprudencia constitucional y sólo vuelve a recobrarse con cierta efervescencia, en torno al malogrado Proyecto de Ley Orgánica de Huelga, en 1992-1993, en las etapas finales de la interlocución bilateral entre el poder público y los sindicatos como efecto del proyecto social y político afirmado a partir de la huelga general de 14 de diciembre de 1988. A partir de aquí, de nuevo se sumerge el tema hasta que a lo largo de los últimos años se ha vuelto a descubrir como un terreno firme de exploración de uno de los elementos decisivos de la democratización de un sistema de relaciones laborales y de la configuración del sistema sindical del mismo, a través de varias monografías y artículos en revistas especializadas. En uno de los libros más recientes (1), incluso el autor manifiesta de manera ingenua su perplejidad porque no esté hoy entre los planes del gobierno de la nación (española) presentar durante esta legislatura un proyecto de ley de huelga, “que acabe con la anómala y deficiente regulación legislativa actual”, perplejidad acentuada puesto que se trata de una legislatura “caracterizada por la consolidación y ampliación de los derechos de los ciudadanos y desde este punto de vista no parece de recibo continuar sin Ley Orgánica de desarrollo del art. 28.2 CE”.

El problema de la regulación legal no corresponde, pese a la opinión referida, al gobierno, sino que siempre se ha situado en otro lugar, en el espacio que necesariamente deben ocupar de los titulares por excelencia de este derecho de acción sindical que permite gobernar el conjunto de las relaciones laborales. Es un tema imprescindible en el diseño del sistema sindical de un pais determinado, y ha sido se ha recogido, con razón en el debate realizado en un blog hermano sobre este punto: “La necesidad de otorgar nueva "nobleza" y "legitimidad" al conflicto social y el ejercicio de la fuerza pacífica y organizada que significa el sindicato. Revalorizar el conflicto social como deber y oportunidad para transformar las cosas. Nadie discute el valor de la fuerza como dinamizadora de la vida en el mundo de la física y la naturaleza, sin embargo, en el cosmos social, parece querer ocultarse su valor, o desfigurarlo, o negarlo en nombre de la civilidad. Y no hablo del conflicto defensivo, de la resistencia a los cambios o la defensa de las condiciones conquistadas. Hablo, principalmente, del conflicto transformador, de la iniciativa sindical propia en el cambio. Muchos sindicalistas actuales hablan, y está bien, de la organización de las personas, en el sindicato, para el ejercicio de la contractualidad, pero pocos hablan con claridad, e indican que ese llamamiento implica, también, la organización para el conflicto” (2).

Resulta evidente que es un elemento de estrategia del sindicalismo confederal tener una posición neta también sobre la (tremenda) cuestión de la regulación del derecho y que esta posición sea explicitada y conocida. Es decir, una valoración sobre los inconvenientes mas agudos de la regulación actual, la posibilidad de impulsar desde la contractualidad unas propuestas de autorregulación del derecho, en especial en los servicios esenciales, en donde se puede avanzar la concreción de sectores – fundamentalmente en el área pública, en la de los transportes y comunicaciones – en donde las propuestas sindicales de regulación de la huelga puedan ser integradas en la dinámica cotidiana de las relaciones laborales colectivas. En la poco recordada Iniciativa Sindical de Progreso de 1991 – 1992 hay un diseño regulativo del que posiblemente se puede todavía hoy obtener algunas indicaciones precisas. Y sin duda la utilización de las redes de mediación y arbitraje nacidas de la negociación colectiva tanto a nivel estatal (ASEC) como autonómico puede ser muy provechoso como punto de apoyo de una cierta regulación negociada del ejercicio del derecho de huelga.

(1) Juan Bautista Vivero Serrano, La terminación de la huelga, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2007.

(2) http://www.lopezbulla.blogspot.com/, Valoración social del trabajo, valoración del conflicto, en la discusión entre JLLB y Fernando Garrido.



lunes, 28 de mayo de 2007

PROCESO LABORAL, SOLUCION DE CONFLICTOS Y AUTONOMIA COLECTIVA



Don Luis Collado preside este ágape de hermandad en la Universidad de Parapanda "Manolo Morales". Bellas damas le rodean.


Se trata de algunas reflexiones truncadas sobre la dificultad del conflicto laboral y su juridificación, o sea, una exposición de las dificultades técnicas y políticas para gobernar el conflicto en tanto que éste se formaliza jurídicamente en el sistema normativo de un país determinado.


El sistema jurídico de derecho privado se resume en un sistema contractual normativo deducido de la autonomía privada, en el que se produce una “sustitución” de los conceptos económicos por los conceptos propiamente jurídicos en una visión necesariamente abstracta y formalista. La resolución de los conflictos que produce la dinámica de las relaciones contractuales se debería realizar de forma armónica a través de los individuos que pactan, pero en el caso de conflicto se remiten a una instancia pública, los órganos jurisdiccionales, que tienen encomendada esta función de conciliación de intereses, y que se realiza a través del proceso. El proceso civil, frente al penal, supone la codificación de una normalidad contractual que implica el despliegue de una serie de instrumentos de reacción de los que se dota a los sujetos actuantes en el plano de las relaciones materiales como personas libres e iguales. En él y aun cuando se construye teóricamente una autonomía de la relación procesal respecto de la relación sustantiva o material de los sujetos que pactan, se incorpora el principio de igualdad de las partes como un trasunto de la igualdad formal de los contratantes. Ello significa, principalmente, que el proceso se inicia siempre a instancia de parte, sin que se subordine la admisión de la demanda a la aprobación del juez. Desde una concepción privada y personal, también la disposición del proceso pertenece a las partes. Son éstas, y no el juez, quienes dominan los tiempos del proceso: “el dominus del derecho es el único en tener el poder y la carga de administrar la actio”(1). Son también las partes quienes deben suministrar al órgano judicial los elementos fácticos y el material probatorio sobre los mismos en que haya de fundarse la decisión del juez, que se encuentra vinculado a tales iniciativas llevadas a cabo en el desarrollo del proceso (2).

Aunque los juristas normalmente se encuentran satisfechos con “las simetrías de la ley” (3), lo cierto es que la aplicación de estos principios a las actuaciones procesales de tutela de los derechos surgidos en el seno de la relación laboral fue muy prontamente objeto de crítica. En primer lugar porque la noción de igualdad formal hace caso omiso de los individuos concretos y de las desiguales posiciones de poder entre ellos. El derecho, para ser igual, tendría que ser desigual (4), lo que se traduce en la constatación evidente de que la igualdad de las personas como sujetos jurídicos implica la desigualdad de los individuos concretos que despliegan su actuación en el plano de las relaciones materiales – económicas y sociales – en un tiempo histórico determinado, fundamentalmente en la mediación que suministra el contrato de trabajo entre empresario y trabajador.

“Para uno el libre contrato permite una nueva forma de dominio social con el que subordina los demás a si mismo, para el otro este mismo libre contrato significa sólo una nueva forma de servidumbre social con la que se subordina a otro” (5).

Pero, más allá de esta evidencia, la relación entre esta concepción del proceso civil y las “clases desposeídas” fue criticada de manera especial en atención a la constatación de la diferencia de poder entre las partes formalmente iguales en el proceso. En una conocidísima obra de finales del siglo XIX, Antón Menger escribió que ...” los perjuicios de la clase proletaria se derivan, la mayoría de las veces, del hecho por el que, partiendo del punto de vista de la forma, la legislación establece las mismas reglas de derecho tanto para los ricos como para los pobres, siendo así que la posición social, harto diferente, de ambos, exige un tratamiento distinto” (6). Partiendo así de la realidad de las cosas, dicho autor describió de forma gráfica alguna de las consecuencias mas evidentes de esta noción: “Todo juez experto admitirá, de hecho, que los derechos de los pobres , cuando llegan a ser defendidos en juicio, se ofrecen frecuentemente bajo un aspecto de abandono y de descuido, semejante al que presentan los cuerpos de los proletarios cuando se les recoge en los hospitales públicos” (7).

La explicación de esta situación la consideraba el traductor español de Menger, Adolfo Posada, en la “forma de considerar” el aparato jurídico de tutela de derechos e intereses: “En efecto, los que más pueden son precisamente, los que tienen más intereses jurídicamente protegibles. Si el derecho se formula para proteger exigencias y se resuelve en acciones a favor de los que tienen interés, ¿cómo extrañar que las leyes y todo el derecho se conviertan en un orden de medios al servicio de las clases pudientes? (...) El acreedor, que en las relaciones de obligación representa el interés de los ricos, tendrá su acción en derecho y con ella el corolario del poder coactivo para hacer efectivo el rendimiento económico de la deuda. El desposeído, el pobre, como no representa un interés poderoso, una potencia viva que en la tradición haya consagrado un egoismo, se hallará siempre en la lucha por el derecho en condiciones desfavorables, porque le falta el poder que el interés jurídicamente protegido supone. Y así discurriendo” (8).

De esta manera se verifica que el sistema judicial y el proceso en general no constituye un elemento neutro sino que se halla claramente sesgado para su utilización como un “instrumento de dominación” (9), ante el cual se experimenta una gran desconfianza en cuanto fórmula apropiada para garantizar los derechos de los trabajadores o, mas en general, como lugar en el que se arbitren las diferencias y se resuelvan los conflictos que producen las relaciones entre capital y trabajo, lo que va unido al rechazo a las complejas y difíciles reglas que rigen el proceso. El “complicado mecanismo” del procedimiento, la carencia de asesoramiento jurídico y de una correcta representación procesal, unido a la pasividad judicial en la conducción del proceso, genera una “gran desconfianza” ante la justicia civil, y por extensión ante la forma judicial de resolución de los conflictos de trabajo. De nuevo en las palabras de Menger, “paréceseles la justicia civil como un sistema de argucias jurídicas en el cual el espíritu del individuo sencillo no puede penetrar. Si a esto se añade, como ahora ocurre, la conciencia del antagonismo de clases, se explicará perfectamente el frecuentísimo resultado que el pobre que haya tenido que acudir un par de veces a la vía judicial se convierta en un enemigo consciente del Estado y de la sociedad” (10).

Además, en el tránsito entre los dos siglos, el XIX y el XX, puede señalarse como un elemento nuevo que irrumpe con fuerza en el sistema jurídico, la emergencia de una dimensión colectiva del trabajo, en la empresa y fuera de ella, que obligaba a conceptuar un interés colectivo diferenciado de la clásica noción individualizada del interés privado y personal hasta entonces vigente, unas formas de expresión del mismo que se situaban expresamente fuera de cualquier formalización procesal, y, en fin, un anómalo medio de resolución de tales conflictos y de regulación de las relaciones laborales que se vinieron a denominar convenios colectivos, instrumento que obligó a replantearse la organización hasta entonces vigente del sistema de fuentes del derecho (11). En una visión liberal del proceso, el sindicato como portador de un interés colectivo no tiene cabida en el mismo como representante (12), porque se quebraría la igualdad de los litigantes (13), lo que acentuará la hostilidad hacia los instrumentos de tutela judicial como forma de canalizar la defensa de los intereses de los trabajadores por parte del sindicato (14).

Todos estos elementos están en la base de la necesidad de configurar un modo diferente de dirimir los conflictos de trabajo que se sitúe en un plano diverso del de la judicialización de los mismos. En otros ordenamientos, sin embargo, esta percepción muy extendida de la extraneidad del proceso a la tutela de los intereses de los trabajadores habría de llevar a la reforma del proceso civil y la construcción de un proceso especial de trabajo con reglas propias. En síntesis, el cambio mas decisivo lo suponía la exigencia de que la ley otorgara al juez el poder – y el deber – de suplir las deficiencias en la conducta procesal de la parte más débil económicamente y por tanto con menos posibilidades de valerse de los medios procesales. El llamado “principio del impulso del juez” incidía especialmente en la fase probatoria, al sancionar la libre apreciación por el órgano judicial tanto de los medios de prueba empleados como de las prácticas de las mismas ante él. El cambio del procedimiento se acentuaba al imponer la oralidad del mismo y la inmediación, que permitiría al juez participar vivamente en la relación procesal haciendo mas inmediato el contacto con las partes y compensando por tanto la asimetría de poder entre ellas (15).

En general, sin embargo, la necesidad de separarse de la justicia ordinaria para obtener la tutela de los derechos de los trabajadores resultó ser una línea de actuación del movimiento obrero en Europa muy generalizada. No se trata de una tendencia unívoca, pero a grandes rasgos puede decirse que se teoriza la necesidad de generar instrumentos alternativos con funciones conciliadoras y arbitrales especiales, es decir, una orientación a la especialización en la resolución de los conflictos laborales a través de órganos claramente diferenciados del sistema general del proceso civil, que sin embargo se integre en el ordenamiento jurídico con efectos análogos a la resolución judicial de los conflictos. Otra exigencia al respecto consiste en que en dichos órganos debe existir una participación de empresarios y obreros, representados por sus organizaciones colectivas, lo que en lo que respecta a los trabajadores supone una tendencia a la creación de órganos sindicalizados. A su vez, en ese contexto es frecuente distinguir entre las formas de solución de los conflictos, en función de que estos se definan como colectivos o individuales, de manera que a los primeros les corresponde soluciones basadas en un principio de negociación como la medicación y a los segundos fórmulas mas semejantes a las jurisdiccionales, con la consideración de tales conflictos como “litigios”, aunque resueltos por un órgano no judicial (16).

En muchas de las experiencias históricas de las que se dispone, la solución extrajudicial es atraída a la órbita de la acción administrativa del Estado, es decir, hacia la administración especializada en intervenir en las relaciones de trabajo, pero es muy frecuente encontrar fórmulas mixtas entre el paritarismo y el carácter electivo de los miembros de los órganos de resolución de conflictos y la presencia dirimente en los supuestos de empate de un funcionario designado por la administración, o un miembro de la inspección de trabajo, o incluso un juez. La división entre colectivo e individual ofrece también una ulterior diferenciación entre estos órganos de resolución de conflictos, en la que es muy frecuente encontrar esa división entre órganos “administrativizados” en la resolución del conflicto colectivo, con mayor o menor autonomía de la administración laboral, y órganos “jurisdiccionales”, electivos y paritarios, para solventar las disputas individuales (17). Una tendencia más reciente, en fin, se decanta por la configuración de fórmulas autónomas de solución de conflictos colectivos, creadas y administradas desde la negociación colectiva.

Esta última es la expresión de un fenómeno de autotutela que implica que la interpretación y aplicación de las normas colectivas y de las relaciones entre los interlocutores sociales se encomienda a los propios sujetos sociales, que prescinden así de acudir a los aparatos públicos de composición de divergencias. Un ejemplo notable lo ofrece la experiencia española muy reciente que nace en la firma del Acuerdo de Solución Extrajudicial de Conflictos (ASEC) en 1996 entre los sindicatos mas representativos CCOO y UGT y la asociación empresarial CEOE-CEPYME, y que dio lugar a la creación de una fundación, el Servicio Interconfederal de Mediación y Arbitraje (SIMA), de ámbito estatal, operativo ya a partir de 1998 (18). Limitado por el momento a la solución de conflictos colectivos, éste modelo sitúa en el plano colectivo lo que hasta entonces en el sistema jurídico español se encontraba residenciado en el plano público, donde lo jurisdiccional tenía un peso específico a través del proceso de conflictos colectivos. Se ha criticado por tanto este modelo por entender que manifiesta un cierto repliegue del Estado social y la tendencia a la privatización de servicios fijados en el ámbito de lo público. Sin embargo hay que señalar que esa forma de ver el problema no refleja con exactitud la realidad, puesto que lo que produce es una transferencia del área de los conflictos a la esfera privada – colectiva, en la que los sujetos que desarrollan la función de interpretación y de aplicación son los sindicatos y asociaciones empresariales, “es decir, los sujetos encargados por mandato constitucional de actuar la función de tutela de los intereses de los trabajadores” (19).

(1) G. Tarello, Dottrine del processo civile. Studi storici sulla formazione del diritto processuale civile, Il Mulino, Bologna, 1989, p. 12-

(2) M. Rodríguez Piñero, “Sobre los principios informadores del proceso laboral”, Revista de Política Social nº 81 (1969), p. 39.

(3)G. Cazzetta, “Trabajo y empresa”, en M. Fioravanti (Ed.), El Estado moderno en Europa. Instituciones y derecho, Trotta, Madrid, 2004, p. 140

(4) “El derecho sólo puede consistir, por indicación de una medida igual, pero los individuos desiguales solo pueden medirse por la misma medida siempre y ciando se les enfoque solamente en un aspecto determinado, por ejemplo, en el caso concreto, solo en cuanto obreros, y nos e vea en ellos ninguna otra cosa, es decir, se prescinda de todo lo demás. Para evitar estos inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual, sino desigual”, decía K. Marx en la conocida Critica al Programa de Gotha (1881).

(5) U. Cerroni, La libertad de los modernos, Martinez Roca Ed., Madrid, 1972, pag. 106.

(6) A. Menger, El derecho civil y los pobres, versión española del original Das Burgeliche Recht und die Besitzlosen Volksklassen, debido a la pluma de Adolfo Posada, Librería General de Vitoriano Suárez, Madrid, 1898, pag. 103. El texto se puede consultar ahora con un extenso ensayo introductorio de J.L. Monereo en la reimpresión que ha hecho de la misma la Ed. Comares, Granada, 1998.

(7) A. Menger, El derecho civil y los pobres...cit., pag. 102.

(8) A. Posada, “El derecho y la cuestión social”, ensayo introductorio a A. Menger, El derecho civil y los pobres... cit., pags. 18-19.

(9) F. Valdes, “Prólogo” a A. Murcia, La representación voluntaria en el proceso laboral, Marcial Pons Editora, Madrid, 1994, p. 11.

(10) A. Menger, El derecho civil y los pobres...cit., pags. 122-123.

(11) G. Cazzettta, “Trabajo y empresa”...cit., pag. 149.

(12) C. Palomeque, “Sindicato y proceso de trabajo”, Revista de Política Social nº 122 (1979), pags. 50-51.

(13) U, Romagnoli, “Il ruolo del sindacato nel processo di lavoro”, en Lavoratori e sindacati tra vecchio e nuovo diritto, Il Mulino, Bologna, 1974, p. 260.

(14) J. Cruz, “La intervención de las representaciones colectivas en el proceso de trabajo”, en J. Cruz y F. Valdes Lecturas sobre la reforma del proceso laboral, Ministerio de Justicia, Madrid, 1991, pag. 275.

(15) G. Tarello, Dottrine del processo civile...cit., p. 19, subrayando la tendencia estatalista de esta orientación que no era la única ni la predominante en la literatura socialista de finales del siglo XIX.

(16) Es el caso típico de los Conseils de Prud’hommes franceses. Cfr. G. Lyon Caen, Droit de Travail et principes de Securité Sociale, Les Cours de Droit, Paris, 1973, pags. 52 – 57.

(18) Así por ejemplo, para el origen y desarrollo de los Tribunales Industriales británicos, cfr. J. Clark y B. Wedderburn, “Modern Labour Law : problems, functions and policies”, en L. Wedderburn, R. Lewis, J. Clark, Labour law and industrial relations. Building on Kahn-Freund, Clarendon Press, Oxford, 1983, pags. 17 ss, y sobre los Tribunales de Trabajo alemanes, cfr. W. Däubler, Derecho del trabajo, Ministerio del Trabajo y dela seguridad Social, Madrid, 1994, pags. 956 ss., en donde analiza el proceso de creación de estos tribunales formados por un juez de carrera y dos jueces honoríficos representantes de los trabajadores y de los empresarios.

(18) El ASEC tiene una duración de cinco años, y ha sido renovado en dos ocasiones (ASEC II y ASEC III) hasta el 2008. Un análisis del ASEC de 1996 en M.C. Piqueras, El acuerdo de solución extrajudicial de conflictos. Una reflexión sobre su naturaleza jurídica y efectos, Ibidem, Madrid, 1998. Sobre este sistema en general y sus implicaciones, M.L. Rodríguez, Negociación colectiva y solución de conflictos laborales, Bomarzo, Albacete, 2004.

(19) M.L. Rodríguez, Negociación colectiva... cit., pag. 15

miércoles, 23 de mayo de 2007

SOBRE LA IGUALDAD HOMBRES Y MUJERES (2)





En la foto se puede ver perfectamente la sede del Colectivo de Jóvenes Juristas Críticos de Parapanda.



LA LEY DE IGUALDAD EFECTIVA ENTRE HOMBRES Y MUJERES. (II) ASPECTOS DE SU CONTENIDO.


No es este es el espacio adecuado para dar cuenta de los contenidos laborales de una ley tan significativa como la que supone la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo (*). Para ello es conveniente acudir a la sección de Debate del numero 37 de la RDS en donde se analizan las medidas laborales de la norma a cargo de dos reconocidas especialistas, Teresa Pérez del Rio, de la Universidad de Cádiz y de Elvira Llopis, de la Fundación Sindical de Estudios. En ambas intervenciones se puede encontrar un análisis profundo de los significados de la norma y de sus novedades más relevantes. Sin embargo, cabe destacar, de forma muy sintética, algunos de sus elementos básicos. Se trataría de delimitar algunos núcleos centrales del conjunto normativo que marcan su originalidad y relevancia, repartidos en tres bloques. Un primer campo de regulación es el referido a la dimensión “transversal” del principio de igualdad y a la tutela contra la discriminación. Un segundo grupo de normas abordan la conciliación de la vida familiar y laboral, y en ellas se ahonda y desarrolla la tensión entre tiempo de vida y tiempo de trabajo a través del hecho de la maternidad, articulándose de forma más correcta las consecuencias que la relación entre la naturaleza y cultura revisten en la construcción de la identidad de la mujer trabajadora. El tercer grupo normativo se concentra en la consecuente reforma en materia de seguridad social, en la idea motor que sea el sistema de seguridad social quien soporte el coste de las medidas de conciliación que se han arbitrado, con “coste cero” por tanto para las empresas, eludiendo así la oposición a la igualdad desde la perspectiva de la libertad de empresa y la realización del beneficio.


Sin duda lo más llamativo es la forma de poner en práctica ese concepto ya aludido de la “dimensión transversal de la igualdad” que impregna todas las políticas públicas, tanto normativas como aplicativas, más allá del antiguo concepto de “impacto de género”, y que se concreta en una serie de principios que se proyectan sobre todos los contenidos de la ley. En ese sentido, la transversalidad supone la proclamación del principio de igualdad de trato y de oportunidades como principio informador del ordenamiento jurídico y como principio organizativo de la misma en el acceso al empleo – privado y público – a la formación y promoción profesionales y en las condiciones de trabajo, y también la prohibición de discriminación directa, abierta u oculta – discriminación por embarazo o maternidad -, indirecta y el acoso sexual y acoso por razón de sexo, considerados actos discriminatorios. Se establece también la indemnidad frente a las represalias, lo que coincide con la tutela judicial de estas situaciones discriminatorias, sancionadas con la nulidad, y se desenvuelve además sobre el sistema sancionador disuasorio y una serie de medidas indemnizatorias o reparatorias “reales, efectivas y proporcionadas al perjuicio sufrido”. La tutela judicial se cierra con una específica prevención en materia de prueba, en la forma clásica de reparto de la carga de la prueba, de manera que si las alegaciones de la parte actora se fundamentan en actuaciones discriminatorias por razón de sexo, “corresponderá a la persona demandada probar la ausencia de discriminación en las medidas adoptadas y su proporcionalidad”.


La norma está construida de forma muy desigual, puesto que junto a toda una serie de preceptos muy generales y programáticos, en los que parece revalorizarse mas que una función normativa clásica, una función simbólica e incluso pedagógica de la ley, se colocan nuevas formas de producción del derecho más dúctiles – como las muy frecuentes alusiones a la responsabilidad social de empresa, o el distintivo empresarial de igualdad – y junto a ellas, toda una serie de normas de un detalle y casuismo desmesurado, a nivel de un reglamento, como sucede con las normas específicas asociadas a la conciliación de la vida laboral y familiar. Se crea además una red institucional de soporte de las políticas de igualdad, necesitada de desarrollo reglamentario, y se da nueva escritura a un plan estratégico de igualdad de oportunidades. Desde otro punto de vista, muchos de los derechos laborales se remiten para su tratamiento en la negociación colectiva, que por consiguiente sigue siendo un espacio de regulación decisivo en materia de igualdad, y se prevén medidas de impulso o de apoyo sobre todo por el Instituto de la Mujer respecto a uno de los componentes estelares de la Ley en esta materia, los planes de igualdad en las empresas de una cierta magnitud.


La norma – aprobada por cierto con el voto favorable de todos los grupos parlamentarios, con la muy significativa excepción de la derecha política española, el Partido Popular - pretende ser exhaustiva y completa, “codificar” en suma el principio de igualdad efectiva entre hombres y mujeres en el ordenamiento jurídico español y muy en concreto en el jurídico-laboral. Es por tanto una norma de interés extremo y de gran importancia que habrá de irse examinando en sus contenidos técnicos y políticos con gran detalle en adelante, tanto en artículos y seminarios como en las monografías que van a ir apareciendo en los próximos tiempos (1). Lo que no impide realizar un juicio general, prospectivo sobre la misma, en el sentido de valorar el alcance de sus preceptos respecto de si se podía haber aprovechado esta oportunidad para avanzar más en la articulación entre el tiempo de trabajo y el tiempo para sí del trabajador, fuera de los supuestos centrales de conciliación de la vida laboral y familiar que se desenvuelven en torno a la maternidad, parto y acogimiento, y, en este dominio, si se ha avanzado todo lo que se debía en la extensión y profundización de la responsabilidad compartida. Este es un debate que no puede evitarse, sin que la constatación de la relevancia simbólica y material de la norma evite discutir sobre los fundamentos políticos en los que se basa y las diversas fórmulas técnico-jurídicas en las que se condensan los mandatos de la ley.


Sin que por tanto se comience a desflorar ese debate anunciado, cabe señalar, a título de advertencia, que en el texto legal vigente se observan algunas omisiones que llaman poderosamente la atención. La primera es la referida a la prohibición de despedir a las trabajadoras embarazadas desde el inicio del embarazo, puesto que la norma ha ignorado la polémica actuación del Tribunal Supremo en su STS de 19 de julio 2006 – que fue objeto de comentario crítico en el último número publicado de RDS (2)– según la cual la notificación al empresario es requisito constitutivo para que pueda aplicarse la sanción de nulidad fijada en la ley. La Ley 3/2007 ha perdido una oportunidad espléndida para corregir esta doctrina degradatoria de la tutela legal de la mujer embarazada. La segunda es la relativa a la carga de la prueba, y se refiere a la paradoja según la cual la Ley 3/2007 introduce en su art. 13 en correctos términos las reglas sobre el desplazamiento de la prueba cuando se aleguen hechos discriminatorios por razón de sexo y sin embargo no modifica, consecuentemente, la Ley de Procedimiento Laboral, mientras que si lo hace respecto de la LEC y LJCA en las Disposiciones Adicionales 5ª y 6ª respectivamente. De esta manera la norma laboral sigue manteniendo su dicción anterior, requiriendo por tanto la concurrencia de una prueba indiciaria para que funcione el desplazamiento de la carga de la prueba, lo que supone un contrasentido que posiblemente deba ser reparado, como ha sugerido Fernández López (3), mediante el entendimiento de que se ha producido una derogación directa del art. 96 LPL por el art. 13 LO 3/2007 por oposición, para evitar esa desencuentro entre el proceso laboral y la garantía procesal de la discriminación por sexo en las relaciones laborales.

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(*) Sigue el editorial de RDS 37 que el Colectivo de Jóvenes Juristas Críticos de Parapanda ha podido obtener gracias a sus gestiones con el editor de aquella Revista.


(1) Como, a título de ejemplo, la muy reciente de G. Fabregat, Los planes de igualdad como obligación empresarial, Bomarzo, Albacete, 2007.

(2) Obra de R. Cendón Torres, “El despido de la trabajadora embarazada por empleador que ignora el estado de gravidez”, RDS nº 36 (2006), pp. 173 ss.

(3) En la conferencia que la catedrática de Sevilla dio, con el título “Aspectos laborales de la Ley Orgánica de Igualdad”, en la Escuela de Relaciones Laborales deAlbacete, el 7 de mayo de 2007 (dato contrastado por el Colectivo Jóvenes Juristas Críticos de Parapanda).

lunes, 21 de mayo de 2007

SOBRE LA IGUALDAD HOMBRES Y MUJERES (1)



La Ley de igualdad sugiere algunas reflexiones a la Revista de Derecho Social que habrán de ver la luz como editorial del numero 37 de la misma (2007). El Club de Jóvenes Juristas Críticos de Parapanda (CJJCP) ha conseguido del editor de RDS la anticipación, en dos entregas, de este texto, con las modificaciones que han sido menester.

LA LEY DE IGUALDAD EFECTIVA ENTRE HOMBRES Y MUJERES. (I) CONSIDERACIONES SOBRE LA IGUALDAD.

La promulgación de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de hombres y mujeres, pone de relieve el fuerte impulso reformista que se está produciendo en el panorama político español. La intención de la norma es definida con claridad en la Exposición de Motivos de la misma: “Resulta necesaria una acción normativa dirigida a combatir todas las manifestaciones aún subsistentes de discriminación, directa o indirecta, por razón de sexo y a promover la igualdad real entre mujeres y hombres, con remoción de los obstáculos y estereotipos sociales que impiden alcanzarla. Esta exigencia se deriva de nuestro ordenamiento constitucional e integra un genuino derecho de las mujeres, pero es a su vez un elemento de enriquecimiento de la propia sociedad española, que contribuirá al desarrollo económico y al crecimiento del empleo (…). Tal opción implica necesariamente una proyección del principio de igualdad sobre los diversos ámbitos del ordenamiento de la realidad social, cultural o artística en que pueda generarse o perpetuarse la desigualdad. De ahí la consideración de la dimensión transversal de la igualdad, seña de identidad del moderno derecho antidiscriminatorio, como principio fundamental del presente texto”.

El problema de la igualdad ha resultado siempre difícil de manejar en un conjunto regulativo presidido por la idea de libertad, ante todo económica, que construye sus referencias en torno al sistema de mercado. En el proyecto político del Estado Social se conjuga esa tensión entre los dos polos de la libertad y de la igualdad, en el intento de una síntesis superior o simplemente aceptable a partir de la identidad que da la pertenencia a la clase social subalterna – en cuya lógica se encierra también la idea de fraternidad, como señala Marramao (1) – y, a partir de allí, sobre la noción - guía del trabajo asalariado. Este será el elemento que defina el propio concepto de ciudadanía configurada como un proceso progresivo de afirmación de derechos y de intereses que consolidan un status de las personas que trabajan liberadas de la necesidad, emancipadas relativamente de la mercantilización de sus vidas a través de la conquista de un bienestar social garantizado por el Estado. Pero en esa conjugación de la igualdad en el sistema jurídico capitalista, la regulación del trabajo subordinado ocupa un papel central que atrae hacia sí una gran parte de las reflexiones y de los proyectos políticos que se reclaman de la igualdad como proceso gradual mediante el cual se nivelan las diferencias sociales y económicas en una sociedad determinada. En ese constructum el eje de reflexión pasa necesariamente por una dimensión colectiva de acción y de configuración del proceso de “remoción” de los elementos de desigualdad y de asimetría presentes en el trabajo asalariado, lo que da como resultado una cierta regulación homogénea, tendencialmente uniforme de unas condiciones de trabajo y de empleo que se rescatan así a la lógica del contrato individual y del poder unilateral del empresario.

Es cierto que uniformidad y homogeneidad son características de una regulación más ligada a las condiciones productivas y organizativas del fordismo que a una consideración ineludible del principio de igualdad. Por el contrario, es perfectamente factible establecer una relación directa entre el principio de igualdad y la consideración de la diferencia como base de los tratamientos normativos en las relaciones de trabajo, bajo los presupuestos del sistema productivo industrial y de servicios tradicional. Ha sido relativamente frecuente que se introduzcan tanto en la norma estatal como a partir de reglas colectivas, nociones igualitarias que no se corresponden con la homogeneidad de las condiciones de trabajo. La tutela de la diferencia implica la introducción de un “derecho formalmente desigual” – en la expresión de Romagnoli (2) – que tiene en cuenta las diferentes situaciones sociales de las que parten los distintos grupos existentes entre el conjunto de los trabajadores y sus respectivas características peculiares. Por otra parte, según han afirmado recientemente los sociólogos españoles Riesco y García al presentar un trabajo de Postone (3), es ya un marco interpretativo recurrente en lo que se ha venido en llamar “post-fordismo” afirmar que la naturaleza del trabajo ha cambiado, puesto que éste deviene potencialmente “actividad abierta a la sorpresa, al cambio social y al acontecimiento”, un trabajo “que moviliza lenguaje e información (comunicación), afectos y solidaridades (subjetividad, cooperación)”, en el que por tanto, se produce una mutación del punto de vista “neutro” del agente colectivo portador de las capacidades necesarias para realizar el trabajo, el trabajador, y su disolución en subjetividades diferentes, dotadas todas ellas de identidades propias que no aceptan su reconducción a esa categoría abstracta. La propia diferenciación entre los modelos de tránsito por los mercados de trabajo – el acceso, la permanencia y la salida – revela itinerarios bien diferentes en razón de estas identidades perdidas en un concepto mas recurrente como el de trabajador. El trabajo se disloca en dos grandes espacios de pertenencia en función de la estabilidad. La precariedad en el empleo se declina en femenino y en juvenil, y la característica de género determina relaciones de poder y de saber bien diferentes.

¿Existe por tanto un cambio de registro en materia de igualdad que identifique de manera definitiva esta noción con la de la diferencia y desplace por tanto el protagonismo del sujeto de la igualdad por excelencia, la noción abstracta de trabajador, hacia un concepto más articulado en el que la subjetividad del trabajo se liga a la identidad de estos sujetos y a su vez esta identidad se localiza en el sujeto – mujer, en la identidad femenina como símbolo y modelo? El modelo de polarización de la igualdad en torno al género tiene además la virtualidad de poder servir de molde a otras situaciones de desigualdad concretas basadas en identidades diferentes, como las derivadas de la raza o de circunstancias étnicas, de la discapacidad, de la preferencia u orientación sexual, de la propia exclusión social, y también reorienta las estrategias de subversión y de transformación de la(s) realidad(es) en las que éstas se desenvuelven, posiblemente no sólo a partir del trabajo y de su naturaleza modificada en el post - fordismo.

No necesariamente se resuelve así el dilema de la igualdad en el ordenamiento jurídico de la libertad de empresa y de mercado. Ante todo porque en términos de politización democrática – en los que se inscribe necesariamente el discurso sobre la igualdad – el reforzamiento de la dimensión colectiva del sistema jurídico – laboral como espacio en el que se elabora la síntesis de los intereses presentes en las relaciones de trabajo, sigue siendo un elemento clave. Esta reelaboración no puede ya realizarse en torno al paradigma que señalaba el modo de producción fondista, sino de forma más articulada, dejando terreno a las diferentes colectividades de trabajadores, dislocadas en torno a la estabilidad, y combinando la identidad social y cultural de las mismas. La bifurcación de regulaciones y de status no necesariamente impone un cambio de perspectiva en la regulación, sino al contrario una regulación que no esté condenada a reproducir un mundo escindido de manera irremediable y en la que por consiguiente el sujeto en torno al que se recupera una cierta “autovalorización” en tanto que trabajador colectivo, no tenga por qué definirse en términos de neutralidad de género, sino que pueda expresarse como diferente en ese terreno, lo que implica una diversidad de expectativas en función de las características concretas de su relación con el trabajo y el empleo. Es posible por consiguiente una consideración colectiva, general, de la diferencia en el seno de los trabajadores, que sin embargo persiga, a través de una compleja estrategia institucional y sindical, un reequilibrio de las posiciones de poder social y económico y la gradual remoción de la desigualdad que éstas traen aparejadas.

Es difícil precisar sobre qué línea o registro de igualdad se juega la política del derecho contenida en la Ley española sobre igualdad efectiva de mujeres y hombres. Seguramente porque en la norma ni se quiere ni se pretende plantear este tipo de problemática, sino, de forma más efectiva, expresar un modo de resolver la tensión bipolar entre la igualdad y la libertad económica y de empresa en materia de género. Aunque la ley tiene un alcance general, afecta a “cualesquiera de los ámbitos de la vida y, singularmente, las esferas política, civil, laboral, económica, social y cultural”, para en ellos “alcanzar una sociedad más democrática, más justa y más solidaria” (art. 1.1 de la Ley), lo cierto es que en ella, como es natural, el ámbito de lo laboral – incluido en él el del empleo público - tiene una importancia muy señalada, como se demuestra al comprobar que mas de la mitad de sus artículos se refiere a este campo de regulación, tanto en contenido propio como en las modificaciones legislativas que incorpora. En este terreno, además, la influencia de la normativa comunitaria ha resultado decisiva, a partir del principio de a igual trabajo, igual salario del art. 119 TCE y su consideración de la igualdad de género como un elemento que garantiza el funcionamiento equilibrado del mercado, sin distorsiones a la baja basadas en la discriminación de la mujer en el acceso al mismo.

(1) El editorialista se está refiriendo al libro de G. Marramao, Pasaje a Occidente. Filosofía y globalización., Katz, Buenos Aires, 2006, pp. 187 – 192. (nota del colectivo JCC parapandés).

(2) Nos parece que la alusión debe hacerse a U. Romagnoli, El derecho, el trabajo y la historia, CES, Madrid, 1997, p. 184. (nota JCC).

(3) El libro de M. Postone tiene el sugerente título Marx reloaded, Traficantes de sueños, Madrid, 2007, y el estudio introductorio de A. Riesco Sanz y J. García López se denomina “Marx: más allá del marxismo”, ibid., pp. 9 – 32. Los entrecomillados del texto corresponden a las páginas 23-24. ( nota del colectivo JJCC parapandés).

jueves, 17 de mayo de 2007

HUELGA Y EL ORDENAMIENTO COMUNITARIO




La foto da cuenta de la reunión del equipo de gobierno municipal de Parapanda, almorzando en el figoncillo de Maese Chiquilín: do mejor se come en Castilunya.



DERECHO DE HUELGA Y ORDENAMIENTO COMUNITARIO: ALGUNAS DIFICULTADES.

A nivel normativo europeo se ha optado por excluir los derechos laborales colectivos de auto-organización y de autotutela de cualquier regulación comunitaria sobre los mismos (art. 137.6 TCE). Esta opción de política del derecho es plenamente incoherente con la existencia de un ámbito europeo en el que necesariamente éstos derechos, regulados mediante las peculiariedades de las legislaciones nacionales de los estados miembros, desplegarán sus efectos trascendiendo el marco de sus respectivos países. El ámbito europeo de ejercicio de derechos fundamentales no puede en efecto escindirse entre algunos que resultan regulados y reconocidos en esta dimensión, como los derechos de negociación colectiva y los derechos de información y consulta, y otros sometidos a las regulaciones nacionales, los de sindicación y huelga.

Pero esta exclusión de cualquier acción comunitaria de regulación de estos últimos derechos no impide que los sujetos colectivos representativos de los trabajadores en este ámbito europeo elaboren reglas de actuación y adopten medidas de autotutela de sus intereses, tanto en lo que respecta al conjunto de la población activa en Europa, como a determinados sectores productivos en concreto. El derecho de huelga se ha empleado prioritariamente en la defensa de intereses de los trabajadores de empresas o sectores en el ámbito europeo, aunque en algunas ocasiones se han organizado paros simbólicos intersectoriales ante reivindicaciones muy generales, como la reducción de jornada y la creación de empleo. En este terreno confluyen sin embargo, distintos escenarios. Hay huelgas que se desarrollan en un pais comunitario pero en las que se aprecia una clara dimensión europea por dos motivos principalmente. En unos casos porque mediante la huelga se reivindica el cumplimiento de las normas comunitarias en materia de derechos de información y consulta previos a la adopción de medidas organizativas o de extinción de contratos de trabajo, y que se suelen englobar en el rechazo a una estrategia de deslocalización productiva de empresas comunitarias que se trasladan a otros países[1]. En otros supuestos la huelga se desarrolla en un pais frente a ciertas medidas adoptadas por los agentes económicos o los poderes públicos que en último término están originadas por una norma o decisión comunitaria, como sucede con los proyectos de liberalización y de privatización de determinados sectores, como el de la energía.

Sin embargo no es a este tipo de huelgas a las que se les debe asignar con propiedad el concepto de eurohuelgas, que normalmente incluye dos realidades. En primer lugar, esta forma de presión se relaciona con las tendencias a construir espacios únicos europeos en determinados servicios, transcendiendo la capacidad soberana de los estados en su ordenación concreta, lo que naturalmente requerirá la expresión, en ese espacio, de facultades de aututotuela colectiva construidas también en ese nivel, lo que es aplicable a ejemplos muy claros como el espacio aéreo o el sector de las telecomunicaciones, o incluso a otros donde se avanza un “espacio” unificado, como el de la cooperación judicial en el ámbito de un espacio judicial europeo, y tantos otros. En segundo término, pueden denominarse así las huelgas que tienen por objeto protestar contra algún tipo de regulación comunitaria, o disuadir a la Comunidad de adoptar alguna medida que se entiende contraproducente para los intereses de los trabajadores, o, al contrario presionar para que realice otro tipo de regulación que se estima más favorable. El caso emblemático lo constituye el sector del transporte, que ha conocido frecuentes acciones coordinadas a nivel europeo de protesta contra ciertas regulaciones (o desregulaciones) comunitarias del mismo, como las realizadas por los ferroviarios, los transportistas por carretera – muchos de ellos trabajadores autónomos – o los trabajadores de los puertos, etc. Pero hay también ejemplos de eurohuelgas de empresa, como reacción contra la vulneración por una determinada compañía de las reglas de consulta e información con el Comité de empresa Europeo, como sucedió emblemáticamente con Michelin en 1998.

En este punto es importante preguntarse sobre las posibles contradicciones entre el ejercicio de este derecho fundamental de huelga y determinados principios económicos y de respeto a las reglas de libertad de mercado que configuran la Comunidad. Este es un tema decisivo, porque contrapondría una libertad económica fundamental que constituye el fundamento de la propia Unión Europea y el derecho de huelga, materia sobre la que se establece una reserva a favor de las regulaciones nacionales en el TCE.

Este es el interrogante que cabe hacerse ante el Reglamento del Consejo 2679/98, de 7 de diciembre de 1998 sobre el funcionamiento del mercado interior en relación con la libre circulación de mercancías entre los Estados miembros[2], que contempla la adopción de medidas contra las actuaciones que perturben gravemente u obstaculicen la libre circulación de mercancías, entendiendo por tales la “acción u omisión” por parte de los Estados miembros en donde el término «omisión» se extenderá a los casos “en que las autoridades competentes de un Estado miembro, ante un obstáculo ocasionado por acciones realizadas por particulares, se abstengan de aplicar todas las medidas necesarias y proporcionadas dentro de sus competencias para eliminar el obstáculo y garantizar la libre circulación de mercancías en su territorio”[3].

Sin embargo la norma excluye expresamente de la noción de las actuaciones perturbadoras de la libertad de circulación de mercancías que los Estados miembros tienen la obligación de evitar, a las restricciones que ésta pueda sufrir como consecuencia del ejercicio del derecho de huelga. El art. 2º del Reglamento 2679/98 prescribe de forma taxativa que éste no puede interpretarse “en el sentido de que afecta en modo alguno al ejercicio de los derechos fundamentales reconocidos en los Estados miembros, incluido el derecho o la libertad de huelga”, precisando a continuación que “estos derechos podrán incluir asimismo el derecho o libertad de emprender otras acciones contempladas por los sistemas específicos de relaciones laborales en los Estados miembros”[4]. La exclusión era necesaria y coherente con el respeto al ejercicio de los derechos fundamentales básicos sobre las que se basa el ordenamiento comunitario.

Ello no quiere decir que el ejercicio del derecho de huelga en el ámbito europeo no sufra limitaciones cuando se desenvuelve en los sectores como el transporte que hace posible la libre circulación de personas y bienes. Los límites al ejercicio del derecho de huelga vendrán dados por los diferentes regímenes jurídicos de cada ordenamiento nacional en el que los sindicatos del transporte convoquen la eurohuelga. O viceversa, no existe un sistema normativo que homogeneice los límites al ejercicio del derecho de huelga cuando éste se realiza a nivel europeo y en un sector que perturba u obstaculiza la libre circulación de mercancías, sino que, en función de la aplicación estricta del principio de subsidiariedad, éste se resuelve en la disparidad de soluciones jurídicas que suministra cada ordenamiento nacional al respecto[5].

Sobre esta base de la devolución del tema a cada ordenamiento nacional, se plantean además problemas importantes de “selección” por parte de los interlocutores sociales del conjunto normativo aplicable a la huelga en función de sus respectivos intereses. Así, la STJCE de 27 de febrero de 2002, Asunto Weber vs Universal Odgen Services Ltd, contempla un caso en el que un sindicato danés convoca una huelga contra un armador de esa nacionalidad para imponer un convenio colectivo a la tripulación – polaca – de un buque matriculado en Dinamarca. Pero como el buque se traslada a Suecia, pide y obtiene la convocatoria por el sindicato sueco de una huelga de solidaridad que impide la carga y descarga de este barco en los puertos suecos. El armador procede entonces a demandar por daños al sindicato danés en Dinamarca sobre la base de haber promovido una huelga de solidaridad, que la legislación danesa considera ilícita, mientras que es lícita en Suecia. Aunque la sentencia no analiza propiamente este punto, puesto que se desenvuelve por problemas de índole procesal[6], ya en este caso aparece de forma muy evidente la utilización de las diferencias de regulación nacionales con clara finalidad restrictiva del ejercicio del derecho de huelga en el espacio europeo.

Algunos casos mas, pendientes de resolución del Tribunal de Justicia, caminan en la misma dirección, aunque con perfiles mas inquietantes. Así, el llamado Caso Laval, que se calcula será decidido después del verano de este año, se plantea ante el hecho de que los sindicatos suecos emprenden una acción colectiva contra Laval, una sociedad de construcción letona, sobre las condiciones de trabajo de los trabajadores letones que trabajaban en Suecia, reparando una escuela en la ciudad de Vaxholm, y eran remunerados por el país de origen, sin que se les aplicara el convenio colectivo de sector sueco. Los sindicatos han impedido mediante piquetes el acceso al trabajo[7]. El tema planteado coincide con la problemática de la propuesta de directiva de liberalización de servicios (Directiva Bolkestein) y la polémica desarrollada al respecto sobre la normativa laboral aplicable al personal desplazado en función de la libertad de prestación de servicios entre los países comunitarios[8], pero lo que se plantea ante el TJCE es la compatibilidad entre el derecho de huelga y el principio de libertad de prestación de servicios, puesto que la huelga emprendida por los sindicatos suecos obstaculiza o impide la libre prestación de servicios de la empresa letona en otro pais comunitario.

El segundo caso, relativamente semejante, es el Asunto Viking. En 2003, la compañía martítima finlandés Viking ha creido poder obtener una ventaja competencial rematriculando su ferry de transporte Rosella, que hacía el trayecto Helsinki – Tallin, en el mar Báltico, bajo pabellón estonio, sustituyendo a la tripulación finlandesa por marinos estonios menos pagados. El sindicato finlandés ha convocado una huelga para que se aplique a este personal un convenio colectivo con condiciones de trabajo semejantes a las de los marineros finlandeses, obligando a la empresa a firmar un acuerdo en ese sentido. Pero un año después, la empresa Viking presenta una demanda en Inglaterra contra el sindicato finlandés y la Federación Internacional de los Trabajadores del Transporte (ITF), que tiene su domicilio en Londres, con la finalidad de que se declare contraria a la libertad de prestación de servicios del art. 49 TCE que en el futuro el sindicato finlandés pueda convocar una huelga para proteger el empleo de sus miembros, impidiendo por tanto la posibilidad de la empresa de encontrar ventajas competitivas en esta diferencia salarial entre los países de origen, así como que la Federación Internacional convoque acciones de solidaridad con la medida de presión decidida por dicho sindicato de Finlandia, por las mismas razones.

Es evidente que en estos casos el movimiento sindical europeo se juega mucho, pero también la noción que pueda tener el Tribunal de Justicia sobre los derechos derivados de la autonomía colectiva y la capacidad del sindicato para defender a sus miembros y sus condiciones de trabajo en todos los países de la Unión Europea, sin que las diferencias salariales y de condiciones de empleo que existen en los diferentes ordenamientos nacionales puedan jugar como elemento potenciador de la degradación de dichas condiciones de trabajo y empleo en la generalidad de los diferentes Estados.



[1] Es el caso bien conocido del cierre de la factoría que la empresa Renault tenía en la población de Vilvoorde (Bélgica) en 1997, que, tras una potente movilización sindical, originó incluso la condena de la Comisión al modo de proceder de la empresa, con violación patente de los derechos de información y consulta reconocidos legalmente. En la base de este conflicto está la adopción de la Directiva 2002/14/CE del Parlamento europeo y del Consejo de 11 de marzo de 2002 por la que se establece un marco general relativo a la información y consulta de los trabajadores en la Comunidad Europea.

[2] Diario Oficial L 337 de 12-12-98. Ver también la Resolución del Consejo y de los Representantes de los Gobiernos de los Estados miembros, reunidos en el seno del Consejo de 7 de diciembre de 1998 en relación con la libre circulación de mercancías, Diario Oficial n° L 337 de 12-12-98.

[3] Art. 1, apartado 2) del Reglamento (CE) 2679/98, de 7 de diciembre de 1998.

[4] Exclusión que reitera la Resolución de 7 de diciembre de 1998 antes citada: “1. Los Estados miembros se comprometen a hacer todo lo que esté en su poder, teniendo en cuenta la protección de los derechos fundamentales, incluidos el derecho o la libertad de huelga, para proteger la libre circulación de mercancías y hacer frente rápidamente a las actuaciones que perturben gravemente la libre circulación de mercancías, tal como se definen en el Reglamento (CE) n° 2679/98”.

[5] En el caso español esta solución ha sido valorada muy negativamente por los sindicatos. Así, respecto de una eurohuelga ferroviaria (noviembre de 1998), la Administración fijó unos servicios mínimos extensos – e inconstitucionales - con la finalidad de que el transporte ferroviario no tuviera ninguna interrupción. Se verificó entonces de forma clara la relación existente entre la instancia nacional y la europea en el sentido de que una regulación nacional restrictiva del ejercicio del derecho de huelga dificulta extraordinariamente la incorporación del grueso de los trabajadores del sector de ese Estado a una acción sindical coordinada a nivel europeo, reduciendo así su incidencia y debilitando la percepción social de la importancia de la jornada de huelga. (S. Muntaner,. “Trenes europeos en huelga”, Gaceta Sindical nº 170, diciembre 1998, p. 25).

[6]Un comentario de la misma en O. Fotinopoulou Basurko, “Competencia judicial internacional en materia de responsabilidad sindical por conflicto entablado frente a empresario marítimo”, Revista de Derecho Social nº 26 (2004), pp. 98 ss.

[7] Ver el resumen del caso en http://www.etuc.org/IMG/pdf/PM_fr.pdf

[8] Sobre la última posición al respecto, ver el artículo de M. Llobera Vila, “La liberalización de servicios en el mercado interior: ‘Directiva Bolkestein’, subcontratación y movilidad transnacional de trabajadores”, Revista de Derecho Social nº 36 (2006), pp. 59 ss.

[9] Ver el resumen del caso en http://www.etuc.org/a/2299 .

lunes, 14 de mayo de 2007

EL DERECHO DEL TRABAJO: EL ERROR DE LOS REVISIONISTAS






EL DERECHO DEL TRABAJO: el error de los revisionistas (1)



Umberto Romagnoli



En Europa se manifiestan unas lacerantes divergencias sobre el futuro del derecho del trabajo. De hecho, la economía capitalista (sin la que el derecho del trabajo no habría penetrado en el ordenamiento de los Estados liberales, aunque no pierde la ocasión de hacerle entender que querría sujetarle a sus cambiantes exigencias en las formas y tiempos más convenientes) da la impresión, con frecuencia, de tener las misma dificultades que quien intenta meter la pasta de dientes dentro del tubo.


Quisiera explicar a los revisionistas --preocupados como Noé tras la lectura del parte meteorológico-- que la matriz cultural de las disputas nos conduce, en buena medida, a una memoria no compartida del pasado. Reconozco, sin duda alguna, que no se han equivocado a la hora de juzgar que los resultados han sido desproporcionados respecto de los esfuerzos llevados a cabo para conseguirlos. Pero algunos de ellos, los más exaltados, deberían tener el bon ton de abstenerse de contabilizar en su haber el coste que han tenido, en un país anormal como el nuestro, los propósitos homicidas cumplidos o las amenazas de unos locos criminales* respecto de ciertos juristas, cuyas propuestas de desforestar aquí para replantar allá, en tiempos necesariamente diferenciados – por el momento, se hace desaparecer el bosque, luego ya se verá - tienen la mayor resonancia mediática[2] .


De hecho resulta imposible adherirse a esta orientación. Estos juristas deberían tener presente que la vida humana es demasiado preciosa para poder imaginar lo que pueda obtenerse a cambio de su sacrificio, y que en ningún caso el pathos que evoca tal sacrificio puede tener el peso –y subrepticiamente desarrollar el papel-- de una argumentación en apoyo de una determinada idea de derecho del trabajo. La idea consiste en asignarle a éste un futuro sin memoria o, más exactamente, un futuro deformado por una tradición monodisciplinar del saber que privilegió su dimensión patrimonial y de mercado, inseparablemente ligada al primitivo contrato de trabajo asalariado que se prestó a hacer de calco para modelar la sociedad industrial. Y, viceversa, por lo menos hay tres razones que explican la mistificación que significa reducir el problema de la modernización del más eurocéntrico de los derechos nacionales sólamente al mercado laboral y a su flexibilización.


Primero. Está documentado que el derecho del trabajo del siglo XX empezó a pensar en grande, más en grande de cuanto fueron capaces unos intérpretes que estaban convencidos de que toda la potencialidad impulsora del derecho in fieri que ha tomado del trabajo el nombre y la razón se agotaría en el umbral de un contrato de prestaciones recíprocas y serviría solamente para refinar la ética de los negocios.


Segundo. El proceso de emancipación de los habitantes de esta región del planeta se ha desarrollado mucho más allá de la esfera del trabajo dependiente y, a pesar de surgir de allí, ha impulsado la evolución del moderno constitucionalismo en la vía de reproyectar democráticamente el Estado en el Occidente capitalista.


Tercero. El deterioro de los mecanismos y de los estándares tuitivos que constituyeron la estructura del modelo social europeo coeteris paribus, retroactúa inexorablemente sobre la vida común de relación, no sólo entre los sujetos privados, y por ello debería obligar a los herederos de los padres constituyentes a revisar la convicción de que la República está fundada sobre el trabajo.


En resumen: no es verdad que el derecho del trabajo siga siendo lo que fue cuando dio sus primeros pasos, o sea, una zona periférica del derecho civil codificado. En realidad, se ha convertido rápidamente en un no-lugar del que un siglo de historia no ha bastado para adscribir su apropiada colocación en el sistema normativo al margen de la que ocupa en el mapa del saber. Massimo D’Antona decía que el derecho laboral es un derecho que tiene una anomalía: la llamaba post positivista, aunque [anomalía] salvífica porque “le añade la singular capacidad de adherirse al tiempo de los cambios sociales”. En efecto, el derecho del trabajo ha exhibido siempre la anomalía con el gusto del herético que prefiere el antidogmatismo, el antilegalismo y el antiformalismo.


Bien, he aquí el error de los revisionistas: creer que definitivamente han clausurado una búsqueda secular solamente porque entienden que el derecho (incluso el del trabajo) no puede ser ya algo más y distinto de la reproducción de un orden natural preexistente fuera de él; que debe tener una vocación gregaria y al servicio de la economía; que su racionalidad empírica debe ser indicio más de docilidad que de inteligencia pragmática.


Muy al contrario, el derecho del trabajo constituye un excelente ejemplo de cómo los efectos producidos por las medidas, las intervenciones y los proyectos de racionalización o normalización aparente, generan expectativas de estabilización real, cuya satisfacción comporta la superación de lo existente para transformarlo en otra cosa. De hecho esto es lo que sucedió.


Sucedió que –cuando la cultura preindustrial consiguió metabolizar la coacción del hecho de trabajar por cuenta ajena-- el pueblo de los hombres de mono azul y manos callosas tuvo el presagio de que su emancipación dependería de la suerte de la reivindicación de pasar de la condición de súbditos a la de ciudadanos. Sucedió que la duración virtualmente ilimitada del vínculo emergente del contrato de trabajo asalariado –originariamente combatida por el legislador mismo como síndrome de la refeudalización de la sociedad-- se convirtió en socialmente deseable, y por tanto fue percibido como un valor una vez que los descendientes de la primera élite obrera empezaron a soñar la vuelta a los estilos de vida y a los pocos privilegios del trabajo de los profesionales liberales.


Ciertamente, no podía saberlo cuando el capitalismo de mercado impuso las reglas que le permitían disponer del trabajo por cuenta ajena sin límites de tiempo. No obstante, el derecho del trabajo competirá con las tradicionales políticas de gobierno público de la pobreza ociosa y peligrosa: primero integrando las medidas caritativas o represivas; después, substituyéndolas por los derechos sociales de ciudadanía. Unos derechos que las Constituciones post liberales reconocerán al trabajo política y culturalmente hegemónico en la sociedad industrial con el que se identificaba sin residuos la pobreza laboriosa.


Por lo tanto, algo similar a lo de antaño podría suceder mañana. Y sucederá porque la flexibilidad y la precariedad producen efectos que sobrepasan los límites de una relación contractual generada por el mercado, lo mismo exactamente que en las épocas en que los efectos de sus contratos no se agotaban dentro del ámbito de los mismos. El crepúsculo del contrato de trabajo por tiempo indefinido, indeterminado y tendencialmente estable, no puede equivaler a la retirada del pasaporte de acceso al status de ciudadanía cuyo artífice y garante es el derecho público; sino que más bien expone la figura del ciudadano-trabajador a una torsión que acabará por desplazar el acento más sobre el ciudadano que sobre el trabajador.


En suma, si el trabajo industrial ha alcanzado el apogeo de su emancipación cuando las leyes fundantes de las democracias contemporáneas lo transformaron en la fuente de legitimación de la ciudadanía social –ahora que ésta ya no conoce el petróleo y el carbón, el vapor de la máquina y el sudor-- es ella quien pretende emanciparse de la concepción del trabajo sin la cual nunca se habría formado. Lo hace reclamando las necesarias garantías de su identidad, a pesar de la pluralidad y heterogeneidad de los trayectos laborales. Y ello porque, en la medida en que el nuevo siglo aumentará la necesidad de flexibilidad y precariedad, se perfilará simultáneamente el problema de sustraer al riesgo de destrucción todo cuanto la civilización industrial ha sido capaz de procurar a los comunes mortales –en términos de cohesión social, bienestar y libertades democráticas-- con la contribución del derecho del trabajo del siglo XX.



Como es notorio, me encuentro más cómodo con los custodios de la ortodoxia laboralista del siglo XX que con los otros. Lo que, sin embargo, no excluye que me permita censurar la concepción metahistórica del derecho, incluso el del trabajo, que le lleva a resistir, resistir, resistir y rechazar la toma en consideración de cualquier propuesta de identificar los recorridos de un aceptable reajuste regulativo en el cuadro de una estrategia plausible de adaptación. Ademas, tampoco los amigos custodios se muestran capaces de apreciar y valorar las características de la formación histórica del derecho del trabajo. Como, desde hace años, vengo sosteniendo, una constante suya es la micro discontinuidad ya que su evolución puede descomponerse en una secuencia de fases caracterizadas así: la aparición de cada una como el inicio del final, sin que por ello mismo se produzcan cesuras que obliguen a partir del año cero y volver a empezar de nuevas. En realidad, no se trataba más que del fin de un nuevo inicio.


NOTAS




(1)Traducción del equipo filológico habitual de la ciudad de Parapanda, dirigidos por el tito Ferino.


[2] *Romagnoli se está refiriendo a la utilización por parte de la acorazada mediática berlusconiana – televisiones públicas y privadas, periódicos, radios – del asesinato del profesor de derecho laboral Marco Biagi, reivindicado por las Brigadas Rojas en el debate sobre la profunda reforma del mercado de trabajo que el gobierno de Berlusconi puso en marcha entre el 2002 y el 2003. Biagi era asesor del gobierno y una vez asesinado, se ligó su nombre a la ley de reforma laboral, en un ejercicio de utilitarismo político oportunista que el propio Romagnoli ya tuvo ocasión de criticar de forma muy directa en “Modernización e involución del Derecho del Trabajo”, artículo publicado en RDS 28 (2004) y luego recogido en el libro recopilatorio Trabajadores y sindicato, publicado por la Fundación Sindical de Estudios en el 2006. Para Romagnoli, la utilización del nombre de Marco Biagi para personalizar la ley de reforma aprovechando la trágica circunstancia de su muerte “quedará en la memoria colectiva como una manifestación de perverso candor que muchos sin embargo no podrán distinguir de la canallada política y moral”. Hay que tener en cuenta que el discurso que se trasladaba a la opinión pública era que Biagi había sido asesinado por defender la desregulación laboral, la flexibilización impuesta sin negociación sindical y la individualización y unilateralismo de las relaciones laborales italianas – es decir lo que en este artículo de Romagnoli se adscribe a la “deforestación” del paisaje laboral - y que en última instancia el sindicalismo italiano y sus intelectuales de apoyo eran los “inductores” ideológicos de aquel crimen. De hecho, las expresas acusaciones de algun ministro del gobierno Berlusconi a Sergio Cofferati, entonces secretario general de la CGIL como inductor moral del crimen fué insólitamente secundada por algunas voces de la doctrina laboralista



3) Otros blogs hermanos han publicado, así mismo, este trabajo. Son:


http://amirogmagno.blogspot.com

http://ferisla.blogspot.com

http://lopezbulla.blogspot.com