Es ya un lugar común referirse a la regulación del derecho de huelga en nuestro país como una clara anomalía histórica y política. El modelo constitucional de huelga, cifrado en el art. 28.2 CE, resulta cortocircuitado por un modelo legal preconstitucional que, aunque haya sido “depurado” por el Tribunal Constitucional mediante la más conocida de sus sentencias interpretativas, sigue lastrado por elementos contradictorios. No resulta razonable desde el punto de vista democrático que para el desarrollo del precepto constitucional se sigan las líneas maestras de la regulación de la huelga en la transición política, que reflejan de manera clara una cierta concepción de la huelga como una patología que se debería aislar y, en la medida de lo posible, reducir a una extensión controlable por los poderes organizativos empresariales.
Al menos tres de los elementos fundamentales de aquella regulación han generado problemas de encaje y de explicación en el contexto de un reconocimiento constitucional pleno de la libertad sindical y de la autotutela colectiva, y han señalado la urgencia del poder económico por reabsorber en las fórmulas flexibles de la interpretación judicial gran parte de los elementos de restricción y de control de la huelga que un desarrollo legal del texto constitucional no habría podido llevar a cabo. Estos tres elementos – clave son, en primer lugar, una concepción armonicista de las relaciones laborales en donde la huelga se define ideológicamente como un “mal necesario” del sistema, y exige por tanto un tratamiento normativo y judicial que tenga en cuenta su carácter “excepcional”, lo que normalmente desembocará en una visión reduccionista y restrictiva de las formas de ejercicio del derecho de huelga.
En segundo lugar, el derecho de huelga se encuentra incrustado en la relación laboral por cuenta ajena, tanto en cuanto al ámbito de los sujetos titulares – y la propia STC 11/1981 no querrá tomar partido ante este hecho al hablar del “eventual” derecho a la huelga de los funcionarios públicos – como en lo referido a los contenidos que la medida de presión colectiva quiere realizar – la exclusión de lo “político” dentro de los objetivos de la huelga ha sido una constante interpretativa ambivalentemente ligada a la inserción de los titulares del derecho en una relación de prestación de servicios activa - y en fin, en cuanto a la contractualidad o asentamiento en el contrato, de manera que se considera que la huelga se expande “por naturaleza propia” en el seno de una relación contractual, sea en su vertiente individual o en su vertiente colectiva, lo que en consecuencia desplaza el eje de interpretación a la dimensión contractual, no organizativa de la huelga e inmuniza este espacio frente a los efectos de la huelga, considerando ciertas modalidades de mayor eficacia como abusivas, sobre la base de estándares de corrección de conducta importados del derecho de obligaciones.
El tercero de los elementos está muy ligado al anterior. El derecho de huelga está, como el vizconde famoso de Calvino, demediado entre público y privado. Es decir, desde un punto de partida en el que la huelga quedaba expulsada del sector público, al hacerse cargo el modelo legal de la transición política de una confrontación radical entre el interés general, interpretado unilateralmente desde las competencias y prerrogativas del gobierno, y las facultades de autotutela colectiva, definidas autónomamente por los órganos de representación de los trabajadores, el sistema legal resultante aísla y singulariza el tratamiento normativo del ejercicio del derecho de huelga en el espacio de la(s) Administración(es) Pública(s) y de las actividades de interés económico general, para someterlo a restricciones importantes que imposibiliten la eficacia de la acción colectiva. El art. 10 del DLRT, en sus dos manifestaciones de arbitraje obligatorio y de adopción de medidas de mantenimiento de los servicios públicos de reconocida e inaplazable necesidad, constituye el paradigma de esa regulación escindida, a la que hay que sumar la consideración de fuera de la ley – literalmente – de los funcionarios públicos, y de su inclusión formal en el tipo penal del hoy derogado art. 222 CP.
La revisión interpretativa del derecho de huelga conforme al modelo constitucional no se ha realizado de una sola vez. La STC 11/1981 contiene además muchos elementos de continuidad con los fundamentos del modelo legal contrapuesto al democrático sobre huelga. Sin embargo, la promulgación de la LOLS, y la propia elaboración del TC sobre el derecho de libertad de acción sindical, han impulsado, de forma indirecta, una visión más abierta en esta materia que ha incidido sobre todo en la emancipación – todavía relativa – de la interpretación judicial de la perspectiva predominantemente contractualista en la que se anclaba el derecho de huelga y en la ampliación de la titularidad del derecho más allá de la relación laboral por cuenta ajena, tanto en lo referente al área pública – los funcionarios públicos – como respecto a la desvinculación de la condición de sujeto del derecho a quien se inserte en una relación de prestación de servicios activa. De esta manera, la presencia del sindicato ha perneado la interpretación sobre la huelga, lo que se ha manifestado de manera muy evidente en la doctrina del TC sobre las huelgas de solidaridad o las huelgas políticas, pero también en la importancia de la esfera de autonomía sindical en la adopción del acuerdo de declaración de la huelga y de la convocatoria de la misma, o en las precisiones y límites de la disponibilidad colectiva del ejercicio del derecho de huelga.
La interpretación conforme a la Constitución de la huelga en el sector público que llevaron a cabo las SsTC 11/1981 y especialmente 26/1981, incorporó el esquema de intervención de la “autoridad de gobierno” que había prefijado el art. 10.2 DLRT, al modelo del art. 28.2 CE en el que se establecía la necesidad de una regulación específica, con precisión de límites expresos, en los denominados servicios esenciales de la comunidad. Aunque en su origen esta interpretación constitucional elástica de la claúsula de esencialidad y el correlativo peso específico del control jurisdiccional de la acción del poder público parecía haberse apartado de forma definitiva de la función represiva del precepto durante la cadena de huelgas de los años 1976 y 1977 en los sectores y servicios públicos del país, lo cierto es que no impidió la tentación autoritaria de las nuevas autoridades democráticas. Y ello fue así porque el mecanismo legal que resultó convalidado permitía al poder público no sólo declarar la esencialidad de un servicio o actividad a efectos de limitar el ejercicio del derecho de huelga, sino también fijar en concreto el mínimo de actividad que se estimaba compatible con la conciliación entre el derecho de huelga y los otros derechos fundamentales de los ciudadanos que en el caso concreto resultaban lesionados, impedidos u obstaculizados severamente por la medida de presión. La imposición unilateral del mantenimiento de un nivel de actividad en aquellos sectores en los que también unilateralmente la Administración entiende que se debe restringir la huelga no podía sino conducir a una intervención continua y autoritaria de los poderes públicos, preservando el espacio de regulación de las relaciones laborales y de la acción de gobierno de la incidencia de la acción colectiva y sindical. La ineficacia de un control jurisdiccional que se ejercía siempre después de que se hubiera vulnerado el derecho de huelga, la reiteración torpe de la Administración en los mismos comportamientos que los jueces habían considerado vulneradores del derecho de huelga, y la negativa de la jurisprudencia constitucional a abrir un espacio de intervención del sindicato a través de la “audiencia” en la determinación de los servicios mínimos, en rigor un período de consultas obligatorio antes de imponer este mínimo de actividad durante la huelga, fortaleció el gobierno autoritario y unilateral de la huelga en los servicios esenciales.
(XI Aniversario del fallecimiento de Luciano Lama, amigo y compañero)
En la doctrina laboralista, el tema de la huelga ha sido siempre un tema estelar, aunque intermitente. Mientras que en el período de construcción del sistema democrático de relaciones laborales (1977 – 1982) la producción doctrinal al respecto resultó muy extensa e impactante, el interés por el tema cae a partir precisamente de lo que se vino a estimar un cierre de la problemática por la jurisprudencia constitucional y sólo vuelve a recobrarse con cierta efervescencia, en torno al malogrado Proyecto de Ley Orgánica de Huelga, en 1992-1993, en las etapas finales de la interlocución bilateral entre el poder público y los sindicatos como efecto del proyecto social y político afirmado a partir de la huelga general de 14 de diciembre de 1988. A partir de aquí, de nuevo se sumerge el tema hasta que a lo largo de los últimos años se ha vuelto a descubrir como un terreno firme de exploración de uno de los elementos decisivos de la democratización de un sistema de relaciones laborales y de la configuración del sistema sindical del mismo, a través de varias monografías y artículos en revistas especializadas. En uno de los libros más recientes (1), incluso el autor manifiesta de manera ingenua su perplejidad porque no esté hoy entre los planes del gobierno de la nación (española) presentar durante esta legislatura un proyecto de ley de huelga, “que acabe con la anómala y deficiente regulación legislativa actual”, perplejidad acentuada puesto que se trata de una legislatura “caracterizada por la consolidación y ampliación de los derechos de los ciudadanos y desde este punto de vista no parece de recibo continuar sin Ley Orgánica de desarrollo del art. 28.2 CE”.
El problema de la regulación legal no corresponde, pese a la opinión referida, al gobierno, sino que siempre se ha situado en otro lugar, en el espacio que necesariamente deben ocupar de los titulares por excelencia de este derecho de acción sindical que permite gobernar el conjunto de las relaciones laborales. Es un tema imprescindible en el diseño del sistema sindical de un pais determinado, y ha sido se ha recogido, con razón en el debate realizado en un blog hermano sobre este punto: “La necesidad de otorgar nueva "nobleza" y "legitimidad" al conflicto social y el ejercicio de la fuerza pacífica y organizada que significa el sindicato. Revalorizar el conflicto social como deber y oportunidad para transformar las cosas. Nadie discute el valor de la fuerza como dinamizadora de la vida en el mundo de la física y la naturaleza, sin embargo, en el cosmos social, parece querer ocultarse su valor, o desfigurarlo, o negarlo en nombre de la civilidad. Y no hablo del conflicto defensivo, de la resistencia a los cambios o la defensa de las condiciones conquistadas. Hablo, principalmente, del conflicto transformador, de la iniciativa sindical propia en el cambio. Muchos sindicalistas actuales hablan, y está bien, de la organización de las personas, en el sindicato, para el ejercicio de la contractualidad, pero pocos hablan con claridad, e indican que ese llamamiento implica, también, la organización para el conflicto” (2).
Resulta evidente que es un elemento de estrategia del sindicalismo confederal tener una posición neta también sobre la (tremenda) cuestión de la regulación del derecho y que esta posición sea explicitada y conocida. Es decir, una valoración sobre los inconvenientes mas agudos de la regulación actual, la posibilidad de impulsar desde la contractualidad unas propuestas de autorregulación del derecho, en especial en los servicios esenciales, en donde se puede avanzar la concreción de sectores – fundamentalmente en el área pública, en la de los transportes y comunicaciones – en donde las propuestas sindicales de regulación de la huelga puedan ser integradas en la dinámica cotidiana de las relaciones laborales colectivas. En la poco recordada Iniciativa Sindical de Progreso de 1991 – 1992 hay un diseño regulativo del que posiblemente se puede todavía hoy obtener algunas indicaciones precisas. Y sin duda la utilización de las redes de mediación y arbitraje nacidas de la negociación colectiva tanto a nivel estatal (ASEC) como autonómico puede ser muy provechoso como punto de apoyo de una cierta regulación negociada del ejercicio del derecho de huelga.
(1) Juan Bautista Vivero Serrano, La terminación de la huelga, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2007.
(2) http://www.lopezbulla.blogspot.com/, Valoración social del trabajo, valoración del conflicto, en la discusión entre JLLB y Fernando Garrido.