Una de
las grandes ventajas de las vacaciones es poder leer tranquilamente aquí y allá
cuestiones del más variado tipo y posteriormente irse “formando una opinión”
como se decía un tiempo. El presente post, que será el último de los publicados
en este cálido mes de julio, camina en esa dirección.
Nos estamos habituando a un
estado de excepción permanente y ubicuo. Ante todo respecto de la seguridad y
la defensa frente al terrorismo. Las leyes de respuesta – ya desde la Patriot Act en el 2001 – han ido
permanentemente estableciendo restricciones gravísimas a las libertades
personales de los ciudadanos, además de configurarse como un incisivo derecho
penal del enemigo que borra cualquier presunción de inocencia y la transforma
en su contrario. Y esta tendencia se proyecta más allá, sobre todo el ámbito de
la “seguridad ciudadana”. No sólo este panorama va construyendo una
excepcionalidad policial y una restricción de derechos de libertad en el ámbito
nacional interno, sino que se ha extendido al espacio supranacional y forma
parte de la línea de actuación permanente de la Unión europea. Pero junto a
este estado de excepción anti-terrorista hay otra excepcionalidad que proviene
de la crisis económica y financiera que se declara tras el hundimiento de Lehman Brothers en 2008 y que define
sus perfiles más agresivos con las políticas de austeridad que se deciden a
partir de la crisis del euro del 2010. Precisamente Grecia es un ejemplo
notable de lo que implica este “estado de emergencia” que obliga a modificar
leyes y a desconocer derechos fundamentales básicos de carácter social, en un
largo proceso de coacciones y de desprecios a la democracia, pero España, Portugal o incluso Italia, han sufrido este proceso en diferente medida. Ambas situaciones
han inducido cambios estructurales enormes en las estructuras básicas europeas,
que alteran la “esencia” del proyecto político de Europa, que se basa en una
potente fundación democrática en donde lo que hoy se llama el “pilar social” es
determinante y característico. Las políticas europeas consideran la vigencia y
el respeto de los derechos laborales, individuales y colectivos, un obstáculo a
la recuperación económica y por consiguiente, entienden que en la práctica debe
suprimirse su vigencia hasta tanto no termine la situación de excepción.
Como bien dice Agustín J. Menéndez en el editorial del
fascículo 2 del 2016 de una de las más interesantes revistas de derecho
europeo, la European Law Journal, la crisis financiera, económica, fiscal y
política de Europa no ha terminado, al contrario, permanece vigente y
posiblemente produzca nuevas erupciones alarmantes, como la relativa al sistema
financiero italiano. Pero si se habla menos de ella – con independencia de las
múltiples formas de encubrimiento de la situación ante la opinión pública – es porque
una nueva oleada de crisis ha sacudido a esta parte del mundo. Se trata de la
masiva llegada de flujos de inmigrantes venidos de Siria, de Libia y de otras
zonas de guerra en el marco de un movimiento de masas debido a una terrible
crisis humanitaria. La crisis de los refugiados ha mostrado las tensiones y
contradicciones que se dan en las relaciones entre derechos individuales,
bienes colectivos y poder público en la Unión Europea. Los principios básicos
de la UE respecto de la libre circulación y el derecho de asilo, un tratamiento
humanitario y no opresivo del extranjero - y del inmigrante trabajador – han sido
conscientemente puestos de lado – “suspendidos” en la práctica, como en un
estado de alarma – por Europa en este año de 2016, con el terrible acuerdo de “contención”
con Turquía y los miles de muertos en el mar, el cierre de las fronteras y la
consideración del inmigrante como un subhumano, renegando de un cierto “ethos”
cosmopolita que caracteriza, con todos los matices que se quieran, a un sistema
jurídico que ha construido la noción de ciudadanía europea sobre la base de los
derechos fundamentales que le corresponden. La negación de estas premisas, la
aplicación de la alarma social y la contención fuera de las fronteras de
millares de personas que sufren y que quieren asilo, produce efectos muy
negativos, amenaza con convertir a
Europa en un “continente oscuro”.
La propia consideración de la
institucionalidad europea, privada de la solidaridad y de su capacidad de
agregación política, se disuelve en la opinión pública, de manera que menos del
40% de los ciudadanos europeos tienen una imagen positiva de las instituciones
europeas – como tampoco de los gobiernos nacionales, de éstos es aún más baja,
un 30% - y esta disolución sucede mientras la xenofobia y la insolidaridad aumentan de forma
estrepitosa, incluso cuajando en posiciones políticas de extrema derecha, que
han crecido exponencialmente en el centro y norte de Europa en estos tres
últimos años. Como ya se ha analizado en tantos otros lugares, es en este
contexto de deslegitimación del proyecto europeo como proyecto democrático y
solidario en el que hay que enmarcar decisiones como las del Brexit en Gran
Bretaña que conduce a situaciones muy difíciles de gestionar por parte del
gobierno “secesionista” y de difícil encaje también en su peculiar equilibrio territorial interno.
Esa mutación del proyecto europeo
es un cambio profundo de su constitucionalidad, que desde hace tiempo se
encuadraba en una visión pluralista multinivel. Es una transformación de la
materialidad de las relaciones económicas y sociales que ahora adoptan una
nueva determinación. Es un proceso que afecta directamente a los espacios nacional-estatales
que se integran en el ámbito supranacional europeo. Especialmente a los países
del sur de Europa, pero cada vez se extiende más allá de esta localización
geográfica, como se puede verificar respecto de la situación francesa,
verdaderamente paradigmática en cuanto a la presencia ubicua de la
excepcionalidad securitaria y social, ésta última respecto de las
movilizaciones contra la reforma laboral en tránsito. Es decir, que a la
transformación Europea en un espacio de vigilancia y sospecha, donde la única
consideración posible del trabajo es el del coste del mismo como mercancía, en
el contexto de una fuerte crisis de empleo y de cambio hacia la precarización
del mismo, y cuyas fronteras se defienden negando la fraternidad humana y la
ayuda social a una crisis humanitaria sin precedentes, se corresponden también
cambios muy importantes en las constituciones nacionales y en el sistema de
derechos y libertades que éstas preveían,
Todo ello sin cambiar una coma de los textos fundamentales, como diría Julio V. González,
aunque en el caso español su especial exposición a la degradación del trabajo y
la contracción del Estado social correspondiente hiciera necesaria la
introducción de las reglas antisociales del art. 135 CE. En España la mutación
constitucional la ha ido realizando, sin
prisas pero sin pausas, como quería aquel dirigente político franquista,
por el Tribunal Constitucional. Lo ha hecho sin descanso, ha construido un
referente político unitario y hostil a la autonomía política de las
nacionalidades españolas, ha desarrollado una fuerte veta autoritaria en la
descripción del nuevo contenido de los derechos de manifestación y reunión, mientras
que en materia laboral y social ha confirmado rotundamente la situación de
excepcionalidad sobre la base del interés constitucional prevalente en un
sistema económico neoliberal que permite al poder público redefinir sobre estas
premisas el contenido esencial del derecho al trabajo, de las políticas de empleo
y del derecho a la negociación colectiva. Ha justificado todos los recortes de
prestaciones sociales, ha considerado contrario a la constitución las normas
autonómicas que pretendían extender algunos derechos prestacionales
contrariando la política de austeridad, ha negado de hecho el derecho de
negociación colectiva en el empleo público y ha glorificado el poder privado
del empresario tanto en las relaciones colectivas como muy fundamentalmente en
la delimitación de las facultades de control y de vigilancia del trabajador. En
materia de igualdad, ha interpretado que los derechos de la mujer trabajadora
deben ser probados plenamente como condición de su ejercicio, y ha considerado
conforme a la constitución el despido de una mujer embarazada durante el
período de prueba. El dirigente de un piquete es responsable económico de las
consecuencias de la acción de extensión de la huelga, y, últimanente, ha
decidido excluir a los trabajadores extranjeros del derecho a la asistencia
sanitaria y por tanto les ha negado el derecho a la salud y a la vida por no ser
ciudadanos nacionales y residir y trabajar en este país, como ha recogido
recientemente en un artículo muy bien orientado Sebastián Martin en Cuarto Poder. que se puede encontrar en El desmantelamiento de los derechos sociales. La decisión, como en otros casos, se dirige directamente a contradecir la
opinión del Comité europeo de Derechos Sociales que consideró, en su informe
del año pasado, que este tipo de normas que excluían a los extranjeros sin
papeles de la asistencia sanitaria, incurría en una vulneración de la Carta
Social Europea. Pero esa animadversión contra el nivel de tutela de los
derechos sociales europeos ya lo había manifestado al considerar conforme a la
constitución el despido sin causa durante el primer año de período de prueba en
el contrato de apoyo a los emprendedores, que el CEDS había entendido contrario
al art. 4 de la Carta Social Europea.
El Tribunal constitucional está
procediendo a un cambio material de la constitución, sin que ninguna fuerza
política lo tome en serio, lo denuncie y exija una reparación desde un poder
legislativo que sigue siendo el depositario real de las decisiones
constituyentes / constituidas. Son los sindicatos quienes más firmemente han
criticado esta deriva, pero su voz es puesta en sordina y es interpretada como
el lamento del perdedor, por lo tanto inatendible por la mayoría del país. Sabemos
que la opinión pública está entretenida por las cábalas sobre el nuevo
gobierno, las inevitables noticias sobre las consecuencias punibles de la corrupción
generalizada de importantes exponentes del partido del gobierno provisional –
ya va para un año – o algún otro aspecto que permita sacar del tedio veraniego
a los lectores de periódicos y a los usuarios de las televisiones. Pero hay que
hablar también de las cosas que importan.
El cambio político no sólo tiene
que abordar la administración de la sociedad y el conjunto regulador de la
misma, sino que debe necesariamente atender a estas mutaciones profundas que se
están verificando desde hace seis años de manera ininterrumpida. Y los sujetos
políticos del cambio deben denunciar que la jurisprudencia constitucional está
vaciando de contenido los derechos sociales y civiles que forman parte de la
declaración constitucional que ha permitido legitimarse al “régimen del 78”, y
que en su lugar está abriendo un espacio a la arbitrariedad y la violencia del
poder económico, fortaleciendo la asimetría del mismo en la relación de trabajo
y considerando que los derechos individuales y colectivos solo deben activarse
si no estorban la oportunidad de ganancia y la recuperación empresarial. La mutación desordenada de las células supone una tumoración maligna que, si no se trata y se detiene, acaba con la vida del paciente. En nuestro caso con un sistema democrático basado sobre equilibrios que se están destruyendo consciente y constantemente.