Es clave
conocer realmente cuales son los márgenes entre los que nos movemos cuando
hablamos del delito de terrorismo tras la reforma del Código Penal en 2015 y la
interpretación que del mismo están haciendo jueces instructores y Juntas de
Fiscales, relacionándolo con el caso del Tsunami Democratic.. Como ya
advertimos en otra entrada del blog, Juan Terradillos, catedrático
emérito de Derecho Penal en la Universidad de Cádiz y amigo y sostenedor de
este blog, ha aceptado nuestra invitación para poder explicar, autorizadamente
desde la óptica del Derecho Penal, este crucial asunto, que se expone a
continuación no sin agradecer el esfuerzo y la exhaustividad de esta
intervención de nuestro amigo.
I
Planteamiento
La
primera de las cuestiones a analizar es la de si los hechos juzgados en el caso Tsunami Democràtic, son constitutivos de
delitos de terrorismo, y -segunda cuestión- si, en caso de ser calificados así,
pueden ser constitutivos de delitos de terrorismo que comportan grave violación
de los derechos humanos o no. Se trata de cuestiones jurídicas, pero que predeterminan
la respuesta a la cuestión política que interesa, la de si los delitos
imputados a los participantes, a todos los niveles -directivos o de mera
ejecución- en las movilizaciones protagonizadas por Tsuanmi Democràtic,
son subsumibles en la LO de amnistía, actualmente en período de debate.
El
texto del art. 573 CP es el siguiente: “1. Se considerará delito de
terrorismo la comisión de cualquier delito
grave contra la vida o la integridad física, la libertad, la integridad moral,
la libertad e indemnidad sexuales, el patrimonio, los recursos naturales o el
medio ambiente, la salud pública, de riesgo catastrófico, incendio, de falsedad
documental, contra la Corona, de atentado y tenencia, tráfico y depósito de
armas, municiones o explosivos, previstos en el presente Código, y el
apoderamiento de aeronaves, buques u otros medios de transporte colectivo o de
mercancías, cuando se llevaran a cabo con cualquiera de las siguientes
finalidades:
1.ª Subvertir el
orden constitucional, o suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento
de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del
Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o a abstenerse de
hacerlo.
2.ª Alterar
gravemente la paz pública.
3.ª Desestabilizar
gravemente el funcionamiento de una organización internacional.
4.ª Provocar un estado de terror en la
población o en una parte de ella.
2. Se considerarán
igualmente delitos de terrorismo los delitos informáticos tipificados en los
artículos 197 bis y 197 ter y 264 a 264 quater cuando los hechos se cometan con
alguna de las finalidades a las que se refiere el apartado anterior.
3. Asimismo, tendrán
la consideración de delitos de terrorismo el resto de los delitos tipificados
en este Capítulo.
II
Exclusión del ámbito amnistiable de los delitos de terrorismo
constitutivos de violación grave de derechos humanos
La segunda de las cuestiones -diferenciación entre
terrorismo amnistiable y el que no lo es- ha de resolverse, por razones de
eficiencia, en primer lugar. Cierto que todos los delitos de terrorismo afectan
a derechos humanos, y en este sentido ninguno estaría abarcado por una ley de
amnistía que excluye el terrorismo. Pero cuando es el propio texto
constitucional el que establece jerarquías y criterios de ordenación entre los
derechos fundamentales, es obligado seguir la referencia normativa, y estimar,
a tenor del art. 53.1 CE, que lo que se pretende es excluir de la ley de
amnistía los delitos terroristas que comportan afectación grave a los derechos
humanos de los artículos 14 a 29.
Con todo, el ámbito de lo amnistiado o no sigue
adoleciendo de una delimitación difusa, por cuanto queda en el aire la razón
por la que no se excluyen también los “derechos de los ciudadanos” de
los artículos 30 a 38 CE. Lo que obliga a decidir no guiados por la
calificación normativa (no hay en la CE un concepto ni un listado de “grave
violación de los derechos humanos”).
En este ámbito, y a efectos penales, habría que
acudir como criterio de delimitador, la pena correspondiente a cada uno de los
delitos examinados. ¿Solo los delitos castigados con pena grave? ¿Incluidos los
delitos meramente patrimoniales o las falsedades documentales graves, como
quiere el art. 573.1 CP? ¿Incluidos los delitos informáticos no graves, como
decide el art. 573.2?.
La cuestión no tiene respuesta con la nitidez
necesaria para avalar interpretaciones judiciales opuestas o propicias a los
resultados pretendidos por el legislador del que parte la ley de amnistía
(Excurso: esa finalidad solo puede lograrse legislando bien, no improvisando
parches de coyuntura).
Ahora bien, hay que tener en cuenta que los hechos
imputados por los jueces y fiscales que se han manifestado partidarios de
entender que son hechos terroristas, afectan a precisamente a esos derechos
fundamentales: no se imputan conductas constitutivas de falsedad documental o
delitos informáticos, sino otras que lesionan o ponen en peligro bienes
jurídicos/derechos humanos de primer nivel, como la vida, la integridad física,
la libertad ambulatoria, etc. De ahí que las imputaciones a examen serían
-dejando aparte bizantinismos que a nadie interesan- de hechos constitutivos de
terrorismo que comporta afectación a derechos humanos. Con lo que las
resoluciones judiciales que comulgan con los criterios interpretativos de, p.
ej., García Castellón, siempre van a versar sobre hechos no amnistiables por
una ley que deje fuera los delitos de terrorismo gravemente violadores de
derechos humanos; con lo que difícilmente se van a evitar las dilaciones sobre
la aplicación real de la amnistía que, sin duda, las imputaciones de García
Castellón, provocarán o están provocando.
Otra cosa es que se pueda (o deba) aceptar que los
hechos a examen no son calificables de terrorismo, lo que abortaría la
cuestión, y la polémica, sobre cuáles de ellos serían amnistiables o no.
III
Voluntas
legislatoris y literalidad de los preceptos introducidos,
en materia de terrorismo, introducidos por el “Pacto de Estado Antiyihadista”
de 2015
Es necesario, por tanto, volver a la cuestión
primera, cuya respuesta condicionará mecánicamente el sentido de la segunda.
¿Son los hechos imputados constitutivos de terrorismo, de modo que su eventual
y ulterior prueba en sentencia firme los excluiría del ámbito de lo
amnistiable?.
Para entender el sentido de la reflexión hay que
remontarse a la LO 2/2015 y al espíritu del denominado “Pacto de Estado
anti-yihadista”, suscrito por los partidos de la derecha no nacionalista y por
el PSOE. El pacto y su plasmación legal son un ejemplo de expansionismo
punitivista de libro. Pero de libro Guiness. Toda la doctrina y todos los
medios ya se han pronunciado sobre la cuestión: aquella, unánimemente; estos,
dependiendo de su raigambre ideológica y
“sponsorizadora”.
Y sin embargo, es necesario partir de estos datos
para entender, más allá de los bizantinismos de law fare que responden a
la ignorancia o/y la indecencia, la situación actual.
La LO 2/2015 pretendió, según advierte en su
Preámbulo, adaptar el ordenamiento español tanto a los requerimientos de la
Resolución del Consejo de Seguridad de UN 2178, de 24.09.2014, como a las
características del nuevo terrorismo internacional “de corte yihadista”.
También es cierto que el legislador apuntaba no solo a la criminalidad
yihadista que se había manifestado con crueldad en los atentados de Atocha de
2004: aunque Segi se había disuelto en 2012 y ETA había anunciado el año
anterior el cese definitivo de la violencia, los mentores del Pacto
Anti-yihadista seguían teniendo en el punto de mira cualquier indicio de
rebrote de kale borroka que cobijara una reorganización de ETA.
La
reforma penal de 2015 respondía a los objetivos y procedimientos habituales en
la legislación antiterrorista: ante la magnitud real y simbólica del terrorismo, el punitivismo
decide implementar una respuesta excepcionalmente contundente, cuya
legitimación exige la construcción de un concepto de criminalidad terrorista
apto para justificar las especialidades (los excesos) penales, procesales y
policiales, en un marco definido por la minimización de garantías y la
maximización de los espacios de intervención punitiva.
Legitimar
la deriva antigarantista, genuino ejemplo de derecho penal del enemigo, exigía
dejar de lado la racionalidad (intra-sistema) en que históricamente se venía
asentando el rigor penal -incluso
excepcional y/o emergencial- aplicado en la materia. Esta racionalidad integra
los tres elementos que, desde la Terreur, habían venido definiendo el
delito terrorista: criminalidad grave que aterroriza (elemento objetivo),
organización (elemento estructural-organizativo) y finalidad de usurpación del
poder institucional (elemento teleológico).
La
reforma penal punitivista representada por la LO 2/2015, pivota sobre una
definición de terrorismo, tomada de la DM 2008/919/JAI, que, literalmente,
desarbola el concepto histórico:
a)
la exigencia de gravedad de la conducta queda relativizada por un art. 573 CP
que atribuye idoneidad para aterrorizar a tradicionales delitos patrimoniales,
a falsedades documentales o a delitos informáticos castigados con penas de
multa;
b)
la consideración del terrorismo como criminalidad paradigmáticamente organizada
-consideración aceptada por el CP en la rúbrica del Cap. VII: “De las
organizaciones y grupos terroristas y de los delitos de terrorismo”- cae cuando
se tipifican como terroristas las acciones del autor individual que actúa
autónomamente, al modo practicado por los primeros “lobos solitarios” nacidos
en el seno del supremacismo blanco en los USA. La posibilidad de calificar como
terrorista el delito de autor único y autónomo, en la medida que el individuo
pueda ser autónomo en el universo comunicativo-coactivo del siglo XXI,
desconoce que la ambición en los objetivos y la dañosidad de los medios
terroristas, amplificada por la organización que la respalda, la logística en
que se sustenta y la impunidad que facilita -todo ello multiplicado cuando se
cuenta con redes de apoyo internacionales-, constituyen el caldo de cultivo
condicionante desde el que avanzar hacia los objetivos políticos últimos de la
criminalidad terrorista.
c)
el elemento teleológico queda igualmente preterido cuando los clásicos
objetivos de la organización terrorista -usurpación del poder institucional-
dejan paso a finalidades más limitadas, lo
que ha permitido a las interpretaciones más reaccionarias, más
asistemáticas y menos científicas de estos preceptos, esgrimir pretensiones de
considerar acto terrorista las concentraciones, incluso violentas, de
animalistas en rechazo del Toro de la Vega en Tordesillas, los enfrentamientos
con la policía municipal de ganaderos contra la (eventual) decisión del
Ayuntamiento de Lorca de regular y limitar la proliferación de macrogranjas de
porcino, o el vertido, por parte de militantes de Futuro Vegetal, de jugo de
remolacha lavable al agua sobre los leones que custodian la sede del poder
legislativo en Madrid. En menos palabras: la degradación del elemento
teleológico apuntaba a la satanización como terrorista del disenso social.
Una
lectura unilateral de los artículos 571 a 580 bis CP, puede autorizar la
conclusión de que todo es terrorismo; y ese instrumento espurio es el que se
está utilizando ahora, por algún minoritario sector de aplicadores del Derecho
y por otro sector, no tan minoritario, de medios y redes, como arma de law
fare.
A
través de la jibarización de su gravedad, peligrosidad y lesividad y del
incremento, cualitativo y cuantitativo de las penas que se le reservan, el
“nuevo” terrorismo tipificado en 2015
vino a consolidar una tendencia político-criminal que, iniciada con
anterioridad, había sido descrita por el Grupo de Estudios de Política
Criminal, como proceso de “… identificación entre autoría y
participación o entre delito consumado y fases ejecutivas imperfectas o
preparatorias”, dentro de un conjunto de medidas “que se han mantenido
como mecanismos útiles tanto para facilitar la condena de cualquier conducta,
como para incrementar la gravedad de las consecuencias jurídicas derivadas del
delito… con el ánimo de asegurar, a toda costa, la relevancia penal de
cualquier conducta que se encuentre, de algún modo, relacionada con el
terrorismo”.
IV
Organización terrorista y delito de
terrorismo en el Código Penal
El
legislador de 2015 fundamentó su reforma del CP en el terror generado por
comportamientos enraizados en el integrismo religioso, o, quizá, tal como ha
registrado reiteradamente la historia del crimen, en ese mismo terror
potenciado por los propios gestores de los temores colectivos.
Pero
ese mismo legislador, que actuó a impulsos de su proyecto punitivista y
antigarantista, ni derogó ni reformó los principios del sistema penal diseñado
por la Constitución y por los tratados y acuerdos internacionales. Tampoco los
principios generales del modelo penal al que se ajusta el CP, o del modelo
jurídico que impone el Titulo Preliminar del Código Civil, a cuyo tenor “las normas se interpretarán según el
sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes
históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser
aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas”.
La racionalización de los debates
sobre los requisitos de la organización terrorista y sobre los elementos
integrantes del delito de terrorismo no requiere la erudita acumulación de
argumentos vinculados a la literalidad de tratados internacionales -que, sin
embargo, no han configurado un concepto de terrorismo de aceptación
generalizada- o extraídos de decisiones de tribunales, nacionales o
supra-nacionales, limitados en su trabajo a las características, irrepetibles,
de un caso concreto, y cuya primera tarea es la selección e interpretación de
preceptos saturados de elementos conceptuales valorativos, de origen político,
que, si no son reconducidos a fórmulas jurídicas, son inhábiles para concitar
consensos.
Esa operación requiere partir de los
principios penales impuestos, explícita o implícitamente, por la Constitución,
y desarrollados doctrinal y judicialmente sobre la base de consensos
constatables.
En la aplicación del Derecho Penal,
que es rama del ordenamiento que actúa a través de penas, es decir, de recorte
o negación de derechos fundamentales del condenado, el precepto guía,
reiteradamente reivindicado por el Tribunal Constitucional, es el de respeto a
la fuerza expansiva de los derechos humanos. Lo que veta al aplicador del
Derecho interpretaciones que ensanchen el espacio de lo punible -que conlleva
siempre restricción de derechos- más allá de lo estrictamente impuesto por la
ley, esto es: lo impuesto no por la literalidad de un párrafo concreto
integrado en un artículo elegido, cuando no pre-decidido, por el juzgador como
referencia normativa autónoma y suficiente, sino por el conjunto del
ordenamiento, interpretado de acuerdo con los principios que identifican la
lectura científica de la norma y que limitan el abuso del ius puniendi
por parte de un Estado que se pretende, y no por una decisión contingente y
azarosa del poder político, sino por imperativo del art. 1 CE, social y
democrático de Derecho.
En Derecho penal, es de obligado
cumplimiento la aplicación prioritaria -en la cronología y en la argumentación-
del principio de legalidad, en cuya virtud la norma tipificadora define la
conducta prohibida y punible. La interpretación del juez ha de moverse dentro
de los límites fijados, como dice el Código Civil, por el sentido de las
palabras. En el caso, es prioritario fijar el punto de partida: ¿qué es en el
Código el delito terrorista? La interpretación gramatical lleva a conclusiones
obvias, que coinciden con la valoración social del fenómeno descrito, extremo
este que no puede pasar desapercibido ni a quien crea leyes penales ni a quien
las aplica: el terror es en el DLE -primera acepción- “miedo muy intenso”,
y sus sinónimos son “miedo, pánico, pavor, horror, espanto, aterramiento”.
Provocar terror social como resultado exige, pues, conductas y medios de
gravedad relevante-
Pero el Código Civil brinda otros
criterios interpretativos para afinar el sentido de las palabras, que han de
ser interpretadas en relación con su contexto, y tratándose de normas, la
primera contextualización ha de hacerse en el ámbito normativo: se impone una
interpretación sistemática del CP, que obliga a considerar que la organización
terrorista es la forma más grave de criminalidad asociada -más grave, a su vez,
que la individual- en una escala iniciada por las agravantes genéricas o
específicas de actuar con el auxilio de otros, continuada, en orden de menor a
mayor gravedad, por la asociación ilícita, el grupo criminal y la organización
criminal, y culminada por el grupo u organización terrorista. La importancia
cualitativa del elemento “terror” determina, incluso, que desaparezcan las
diferencias entre grupo y organización: el CP las deja de lado porque la
gravedad del terrorismo las hace nimias a la hora de determinación de la pena.
Contexto normativo, como referencia,
pero también contexto social e histórico: no se pueden interpretar los tipos
penales con criterios propios de la postguerra (con resultado de
criminalización como insurgencia de la obediencia a la legalidad republicana),
ni siquiera de la emergencia social conformada por la concurrencia cronológica
del terrorismo de ETA, GAL, GRAPO, etc., o por la criminalidad yihadista, que
una vez constatada su radicación estructural global, no puede ser afrontada con
criterios de emergencia. Ni siquiera ese contexto puede justificar la
preterición de las garantías que son santo y seña del sistema penal
democrático.
El contexto actual obliga a elevar,
aún más de lo sugerido por la interpretación gramatical y por la sistemática,
el listón de la gravedad exigible a las conductas más graves, que lo son,
precisamente, porque el legislador les ha impuestos las consecuencias punitivas
más graves.
Y todavía hay que elevar más el listón
valorativo cuando se atiende, como es obligado,
al “espíritu y finalidad” de las leyes. La reforma del CP de
2015, conforme al espíritu del Pacto anti-yihadista, apuntaba a una criminalidad organizada,
implementada, ab origine, para la sustitución violenta -incluso en forma
de asesinatos múltiples e indiscriminados, violaciones etnófobicas, utilización de tecnologías de destrucción
masiva, deportaciones, etc.- del modelo político, a través de una guerra
fanática con proyección transnacional y apoyo en fuertes estructuras
paraestatales, con implantación en amplías zonas geográficas y con
funcionalidad asegurada por una parte, no insignificante, de la banca
internacional estandarizada. Un terrorismo, en definitiva, aterrorizante. No es
el caso del Tsunami catalanista. Por eso
las leyes penales condicionadas en su nacimiento por esa coyuntura
histórica -lo que no deja de ser
objetable científica y políticamente-, no pueden ser objeto de una
interpretación actual servilmente literal y artificialmente parcelada de
disposiciones que la correcta hermenéutica exige sean leídas en su
contexto
No se puede ignorar el principio de
legalidad manejando un concepto de terror que no es vivido como tal por el
común de la ciudadanía, sino solo por un sector de la opinión publicada que
hace mucho tiempo ha hecho dejación de sus deberes de objetividad e
imparcialidad, para convertir la información en germen de alarmas que, de
hecho, lo son solo para sus intereses y los de sus mecenas. Ni se puede ignorar
el principio de lesividad para estimar delito, y menos aún delito terrorista,
la implementación de un curso causal que termina imputando objetivamente la
muerte del enfermo cardíaco, que pasaba por allí, a la convocatoria de una
manifestación que degenera en desórdenes públicos, y todo ello probado
indiciariamente no en la instrucción judicial abierta en el momento de los
hechos, sino, una vez cerrada y reabierta, varios años más tarde. Tampoco puede sacrificarse el principio de
lesividad a la eficiencia, más aterrorizante que preventiva, de la
criminalización de la protesta social - que no es sino ejercicio, irregular
dado el caso, del derecho de participación política- transformándola, sin base
legal, en subversión terrorista. NI es de recibo ignorar el principio de
culpabilidad abriendo las puertas a la responsabilidad objetiva al
criminalizar, como delito terrorista, la tenencia de bienes a sabiendas de que
pueden ser utilizados por la organización o grupo terrorista. Como tampoco
puede prescindir el Derecho penal democrático, pergeñado por el legislador y/o
aplicado por el juzgador, del principio de proporcionalidad, en cuya virtud las
gravísimas penas previstas para los delitos terroristas puedan recaer sobre
actos preparatorios embrionarios, de ordinario impunes en el Código, sobre
formas periféricas de colaboración, igualmente impunes por regla general, sobre
conductas que, como las falsedades documentales o los delitos informáticos,
carecen, autónomamente considerados, de significación terrorista, etc. Ni
pueden prescindir las calificaciones de una conducta delictiva asociativa de
los criterios de diferenciación que el CP establece para distinguir un delito
agravado por la concurrencia de una pluralidad de sujetos activos, de otro
constitutivo de asociación ilícita, de grupo criminal o de organización
criminal-
No todo vale en nombre de la eficacia
(por cierto, no probada) contra la criminalidad terrorista, máxime si se
traduce en la negación de derechos civiles y políticos, irrenunciables en los
sistemas políticos constitucionales, fundamentada en la imputación de hechos
que, en nuestro ordenamiento jurídico, ya suficientemente amigable con el rigor
punitivista y olvidadizo de las garantías penales y procesales democráticas, no
entran, por mucho que se ensanche, en la horma jurídica -esto es,
prioritariamente constitucional- de la criminalidad terrorista.