Vivimos tiempos en los que somos conscientes de la
necesidad de profundizar la democracia ante los embates cada vez más acusados
que este sistema político está sufriendo en el mundo en esta etapa de
transición. El neoliberalismo que triunfó de manera completa durante cuarenta
años como ideología global, tuvo en Chile a partir del criminal golpe de estado
de 1973 su primer y más preclaro exponente en la dictadura de Pinochet. El gran
estallido social de 2019 no logró trasladar a la Constitución un esquema de
desarrollo democrático en el que el trabajo y su representación colectiva desempeñara
un rol dominante. Ahora se vuelve a abrir en Chile la posibilidad de discutir
sobre el futuro inmediato del país. Es el momento por tanto de reflexionar
sobre los proyectos de regulación del espacio social y de la relación salarial.
Eso es lo que efectúa Luis Villazón León, amigo desde hace mucho tiempo y
frecuentador de este blog desde antiguo, reconocido iuslaboralista que asesora
a la Dirección del trabajo en Chile. Se traslada a este blog su opinión sobre
las reformas que son necesarias para profundizar en Chile la democracia, lo que
evidentemente exige de una vez por todas desterrar el diseño de las relaciones
de trabajo que estableció el malhadado Plan Laboral de 1979. Este es el
contenido de su contribución, que ha publicado en el semanario El Siglo (https://elsiglo.cl/un-cambio-en-las-actuales-relaciones-colectivas-de-trabajo-profundiza-la-democracia/) y que por su evidente interés se presenta a continuación.
(En la foto, Villazón y el titular del blog en
Santiago de Chile comentando la candidatura de Jeanette Jara y otras cuestiones
de actualidad con sus derivados)
Un cambio en las relaciones
colectivas de trabajo, profundiza la democracia.
Luis Villazón León
Abogado, Master en Políticas del
Trabajo y RR.LL
El modelo chileno de relaciones laborales constituye una de
las expresiones más radicales del neoliberalismo en el derecho del trabajo
global. La forma en que se ha estructurado históricamente la acción colectiva
de los trabajadores en Chile no solo responde a una evolución institucional
determinada por factores socioeconómicos, sino que es el resultado de un diseño
deliberado, profundamente ideológico, que transformó al trabajo en una fuerza
aislada, fragmentada y políticamente neutralizada.
Este diseño se consolidó en el Plan Laboral de 1979,
impulsado por el entonces ministro del Trabajo José Piñera, en el contexto de
la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet. Con una visión abiertamente
inspirada en los postulados del neoliberalismo más ortodoxo, dicho plan
redefinió las reglas del juego en materia laboral, desplazando el conflicto
social fuera del espacio institucional, restringiendo el ejercicio de la huelga
y confinando la negociación colectiva y la organización sindical al espacio de
la empresa individual. Esta fue, sin duda, una operación jurídica de ingeniería
institucional que buscó desarticular el poder político del trabajo y domesticar
su potencial transformador y que tuvo su gran expresión durante el gobierno de
Salvador Allende.
Hoy, más de cuarenta años después, gran parte de ese
andamiaje sigue vigente. Pese a los esfuerzos de reforma impulsados desde la
transición democrática en adelante, los cambios introducidos han sido
parciales, marginales o han quedado atrapados en los marcos estructurales del
modelo original. Esta persistencia ha tenido efectos devastadores no solo en
las condiciones materiales del trabajo, sino en la cultura democrática del
país.
Uno de los elementos más visibles de esta situación es la fragmentación sindical.
En Chile existen actualmente más de 14.000
organizaciones sindicales, pero cerca del 70% de ellas cuenta con menos
de 50 afiliados y con una mediana en el sector privado de 43 socios, es decir
el 50% de los sindicatos en Chile tiene 43 y menos trabajadores y trabajadoras
en sus sindicatos. Es decir, la mayoría de los sindicatos carece de
masa crítica para sostener procesos de negociación o representación efectiva.
Esta fragmentación no es
solamente orgánica (expresada
en el número, tamaño y dispersión de los sindicatos), sino también estratégica y de proyecto
común: las organizaciones sindicales no solo están aisladas entre sí,
sino que muchas veces carecen de objetivos colectivos transversales,
articulaciones sectoriales o plataformas políticas que las proyecten más allá
del conflicto inmediato.
Esta desarticulación responde directamente al marco legal
impuesto por el Plan Laboral, que restringe la titularidad sindical a la
empresa y prohíbe, en la práctica, la negociación por rama o sector económico.
Como resultado, la
cobertura de la negociación colectiva en Chile no supera el 10% de los
trabajadores, una cifra muy por debajo del promedio de los países de
la OCDE. Y aún más preocupante es que casi la totalidad de esos procesos se
desarrollan al interior de la empresa, sin posibilidad de establecer
condiciones mínimas generales que sirvan como pisos comunes para sectores
enteros.
La debilidad
estructural del sindicalismo chileno se
traduce, así, en una incapacidad de disputar poder en el plano económico, pero
también en una dificultad de incidir políticamente en las grandes decisiones
del país. El mundo del trabajo ha sido excluido sistemáticamente del debate
sobre el modelo de desarrollo, sobre la distribución de la riqueza, sobre las
orientaciones productivas y sociales del Estado. En efecto, lo que se ha
producido en Chile es un proceso profundo de despolitización
del trabajo: los trabajadores han sido convertidos en sujetos
meramente contractuales, aislados unos de otros, sin canales institucionales
robustos para construir identidad, conciencia o acción colectiva.
Este fenómeno ha tenido consecuencias culturales profundas.
La pérdida de la
identidad de clase, el debilitamiento de la solidaridad obrera y la
ausencia de estructuras comunes de deliberación y representación han
fragmentado no solo a los sindicatos, sino al propio sujeto social del trabajo.
Ya no se trata solo de un déficit organizativo, sino de una crisis de proyecto histórico.
El trabajo, en Chile, ha dejado de ser un espacio desde donde se proyectan
alternativas políticas, ideológicas y sociales; se lo ha reducido a un hecho
técnico, productivo, administrado, subordinado a las lógicas del mercado.
Frente a este diagnóstico, la urgencia de un cambio estructural en las
relaciones colectivas de trabajo no
puede ser soslayada. En primer lugar, es necesario avanzar hacia un modelo de
negociación colectiva de carácter
sectorial o multinivel, que permita construir pisos de derechos
comunes para todos los trabajadores de una misma actividad económica,
independientemente del empleador particular. Esta modalidad, ampliamente
adoptada en Europa continental —como en los casos de España, Italia, Alemania o
los países nórdicos—, no solo fortalece el poder sindical, sino que promueve la
equidad, evita la competencia laboral a la baja y permite establecer pactos
sociales estables entre capital y trabajo.
En segundo lugar, se requiere garantizar una titularidad
sindical fuerte y clara, que permita a los sindicatos representar
efectivamente a los trabajadores sin trabas formales, administrativas ni
represalias. En Chile, los actos antisindicales siguen siendo una práctica
extendida, muchas veces tolerada o invisibilizada por la debilidad de los
mecanismos de fiscalización y sanción.
En tercer lugar, es indispensable reconstruir el derecho a
huelga como un
instrumento legítimo de presión y de equilibrio de poder, y no como una
anomalía tolerada bajo condiciones restrictivas. La huelga no puede ser
concebida como una excepción reglada del contrato individual de trabajo, sino
como una manifestación fundamental del conflicto social y del ejercicio
democrático del disenso. Tal como ha señalado la OIT, el derecho de huelga es
inseparable del principio de libertad sindical y del derecho a la negociación
colectiva efectiva.
Pero más allá de las reformas jurídicas puntuales, se trata
de repolitizar el mundo
del trabajo. Reconocer que las relaciones laborales no son meramente
contractuales, sino sociales y políticas. Que el trabajo no es solo una
transacción económica, sino un espacio de reproducción de poder, desigualdad y,
por tanto, de resistencia y transformación. Y que los sindicatos —lejos de ser
obstáculos para la eficiencia— son garantes fundamentales de la democracia, la
justicia social y la cohesión colectiva.
El caso chileno demuestra, en forma paradigmática, cómo el
derecho puede ser utilizado no solo para garantizar derechos, sino también para
neutralizar sujetos. La arquitectura institucional del trabajo ha sido, en
Chile, una herramienta de exclusión y de dominación. Por ello, transformarla implica también
transformar el tipo de democracia que queremos construir. Una
democracia que no se agota en el voto, sino que se extiende al lugar donde se
produce la riqueza, donde se gestiona la vida cotidiana y donde se experimenta
la desigualdad en su forma más tangible: el trabajo.
En ese sentido, el derecho del trabajo no puede reducirse a
una técnica neutral. Debe ser asumido, como bien ha sostenido Antonio Baylos y
otros juristas críticos, como un campo de lucha, de producción normativa y
simbólica desde donde se disputan los sentidos de justicia, ciudadanía y
dignidad. Chile se enfrenta hoy a la posibilidad —y a la responsabilidad— de
reconstruir su institucionalidad laboral sobre nuevas bases: democráticas,
participativas y solidarias. No hacerlo, es perpetuar un modelo que ha hecho
del trabajo un lugar de subordinación sin voz. Cambiarlo, en cambio, es recuperar la palabra del
trabajo como voz colectiva y transformadora.