Después de un largo silencio, se
vuelve a hablar de la huelga. Como siempre en una doble dirección. Desde el
discurso hegemónico, apoyado por la gran mayoría de medios de comunicación
sostenidos por el poder económico, pero también, y eso es lo más importante,
desde el discurso alternativo que ensaya una nueva narrativa emancipatoria como
forma de salir de la crisis. A continuación siguen algunas reflexiones sobre
este importante tema, en una primera (y demasiado larga, ciertamente) entrega.
Para el poder público y el poder
económico, cada vez más estrechamente fundidos en una relación asimétrica, la
huelga se muestra como la ruptura de las reglas de juego, un suceso contrario
al orden de las cosas que debe ser limitado y restringido en sus efectos, un
acontecimiento político que interrumpe – pretendiendo alterarla– la relación
laboral que fundamenta la organización
de la producción de bienes y servicios y que por tanto se sitúa fuera y proviene del exterior de la ordenación del sistema de trabajo dirigido y
controlado por el empresario. Aunque en el pensamiento jurídico han predominado
los intentos de interiorizar la
huelga en el contrato y en la organización del trabajo, con una clara finalidad
restrictiva o limitativa de su eficacia, la posición más extendida actualmente
es la que se orienta por el discurso neoliberal y su clásica hostilidad frente
al conflicto social, reforzado en el caso español por la retórica franquista
que define a los huelguistas como una mezcla de agitadores a sueldo e
individuos débiles coaccionados por la organización colectiva o sindical del conflicto.”Cabecillas”
de la huelga y sujetos temerosos – alborotadores
y rencorosos, se decía una época - como el componente subjetivo que explica
la pervivencia del conflicto incluso en época de crisis.
Es cierto que este rasgo típico del
pensamiento neoliberal ha sido puesto de manifiesto suficientes veces, y en el
caso de nuestros gobernantes, es patente que la semántica violenta del
franquismo sigue constituyendo el eje de su discurso frente al conflicto – no
solo frente a la huelga, ciertamente, sino frente a toda forma de disenso
social colectivo –, pero pese a esa crítica extendida, no cabe desconocer su
influencia en la formación de una opinión pública intensamente manipulada y
corrompida a la que se niega conscientemente la ilustración democrática. En
cualquier caso, estos argumentos se mantienen en el plano de los límites
externos a la huelga, que se presentan de modo absoluto en dos grandes planos.
El de la huelga política como huelga no laboral y el de la continuidad del
servicio – o de la producción – como exigencia democrática de funcionamiento
del sistema de libre empresa. Esta aproximación al tema requerirá un análisis
más detallado que no se puede ahora emprender.
En el otro lado, la consideración
de la huelga se ha encontrado en horas bajas. Ello tiene que ver con algo que
se ha puesto de manifiesto en un intenso debate que en el blog hermano Metiendo Bulla se ha desarrollado
durante el mes de diciembre de 2013 a propósito de un texto de Ricardo Terzi sobre sindicato y política,
en el que se insistía en la eficacia de las acciones colectivas y sindicales
como condición de legitimidad del sujeto sindical (Se puede consultar el
conjunto del debate en la recopilación que ha hecho En Campo Abierto, en este enlace: http://encampoabierto.files.wordpress.com/2014/01/debate-sindicato-y-politica1.pdf
). Es decir, que la eficacia sindical, su capacidad para obtener resultados
tangibles para los trabajadores y trabajadoras como “barómetro de su utilidad”,
debe considerarse la clave de su legitimidad social, la influencia que demuestra al “involucrar” a los
trabajadores en una acción que obtenga resultados favorables o correctos a
través del conflicto y del acuerdo como resultado del poder contractual del
mismo.
Este es un punto doliente. En los
procesos de reformas estructurales que ha exigido la gobernanza
económico-monetaria europea tal como han sido llevados a cabo primero por el
gobierno socialista y a continuación por el del Partido Popular, la respuesta ciudadana
se ha canalizado a través de la convocatoria sindical de varias huelgas
generales. Esto implica que el sindicalismo reivindicaba mediante este
instrumento, la huelga general, su rol de interlocución política. Un rol
revalorizado al no estar acompañados los sindicatos por fuerzas políticas
influyentes, reducidas por el contrario a una posición secundaria en el terreno
institucional, irrelevantes a partir del bipartidismo en el plano electoral, y
al no haberse todavía producido la catalización social de un movimiento
ciudadano y asambleario del 15-M. La serie temporal es conocida, tras la
primera de las huelgas generales sindicales de septiembre del 2010, la
respuesta del gobierno permitió abrir un proceso de reconocimiento mutuo de interlocución
junto con el empresariado, que dio lugar al Acuerdo sobre la reforma de las
pensiones y otros compromisos incumplidos, y que tuvo un alto coste para los
sindicatos en términos de desafección social. La consideración del
“sindicalismo oficialista” como uno de los sujetos que no representaban a los
ciudadanos en las discusiones del movimiento asambleario del 15-M fue una
consecuencia de esa percepción negativa por una parte de los participantes en
las movilizaciones sociales del resultado de la interlocución sindical con el
poder público.
A partir de ahí sucedieron muchas cosas, desde el Congreso de
Atenas de la CES en donde se inicia la consideración realmente europea de una
acción sindical coordinada contra las políticas de austeridad, hasta los intentos
de recomposición y de diálogo entre el sindicalismo, los movimientos ciudadanos
y el movimiento social emblemáticamente representado por el 15-M, pero que
posteriormente encontraría expresiones organizativas de lucha más concreta,
como las llevadas a cabo por el derecho a la vivienda por la PAH y las mareas
ciudadanas, de reivindicación de servicios públicos en materia de sanidad y
educación, en donde el sindicalismo tenía una fuerte presencia, especialmente
en esta última, como se puso de manifiesto con la huelga general de la enseñanza
de 24 de octubre de 2013.
El empleo de la huelga general fue
particularmente intenso durante el año 2012. La huelga del 29 de marzo del 2012 tuvo un amplio
seguimiento ciudadano, y la convocada conjuntamente en varios países del sur de
Europa el 14 de noviembre de 2012, logró aún mayores consensos en el campo del trabajo
asalariado, que los sindicatos cifraron en nueve millones de huelguistas, y que
fue seguida de impresionantes manifestaciones en Madrid y en Barcelona y en las
capitales de provincia españolas. Este proceso de convergencias dinámicas en una
presencia social compartida, ha conocido movilizaciones espectaculares
desplegadas en prácticamente la mayoría de las ciudades importantes del país, o
concentraciones impresionantes como la marcha de los mineros a Madrid, en julio
del 2012, recibidos de noche en la capital y acompañados por una multitud a la
mañana siguiente a lo largo del paseo de la Castellana. Es decir, que el arraigo y la influencia
sindical en la movilización popular ha sido muy importante, y la visibilidad de
la protesta muy potente, expresada en la presencia ciudadana en las calles y
plazas del país, mientras que ha sido más discutida y combatida su capacidad de
alteración la normalidad productiva mediante la cesación y alteración del
trabajo a nivel del Estado español. De hecho a lo largo del 2013, el movimiento
sindical ha preferido recurrir a las manifestaciones en las calles, como la que organizó, también en el contexto de
una jornada de acción europea, el 23 de noviembre de 2013.
Simultáneamente, en el terreno
electoral las posiciones alternativas y contrarias a las políticas de
austeridad y los recortes sociales no obtuvieron respuesta, ni en el nivel
autonómico ni en el nivel estatal, sin que la movilización social y sindical
demostrara tener capacidad de incidencia ante el vendaval mayoritario del PP.
El proceso de recomposición del bloque social alternativo en el que el
sindicalismo confederal tenía una capacidad de impulso y de dirección mucho más
evidente que la que él mismo dejaba entrever, se ha ido realizando por tanto
sin acompañamiento político incisivo, y ello más allá de la imposibilidad de
que este proyecto de resistencia colectiva fuera compatible con un
planteamiento bipartisan de la
política económica. La acción institucional
de gobierno se ha ejercido desde las victorias electorales del 2011 de
forma exclusiva y excluyente por el PP, sometiendo los puntos clave de la estructura de control
de la actuación de gobierno a su orientación directa e imposibilitando
cualquier tipo de participación política o ciudadana que pudiera mitigar o
suavizar la determinación de su proyecto involucionista antidemocrático.
Posiblemente el sujeto sindical
sea el que más ha sufrido la desconexión democrática del gobierno central y de
los clónicos gobiernos autonómicos, en especial los muy emblemáticos de Madrid,
Valencia y Castilla La Mancha. El rol institucional de los sindicatos no sólo
es reconocido por la Constitución en su artículo 7, sino que las pautas de
conducta continuadas a partir de los años 80 hacían que los poderes públicos
mantuvieran una relación permanente de consultas y de diálogo con los
interlocutores sociales. Esta práctica de gobierno se rompió de manera completa
con la llegada al poder del PP en noviembre del 2011. Las sucesivas huelgas
generales que el sindicalismo confederal ha ido convocando frente a las
reformas laborales emprendidas por el gobierno, no han abierto ningún espacio
de interlocución. Y no han sido
comprendidas por el gobierno como una condición de legitimidad de su
actuación regulativa, como reivindicación de un momento de participación
exigida por las reglas democráticas. Al contrario, sólo ha tenido una
consideración negativa, como un obstáculo a la labor del gobierno. En efecto, la
huelga general se ha interpretado por el poder político como un acto
socialmente inconveniente, económicamente temerario y políticamente
reprensible.
Desde el punto de vista de la
movilización, cada huelga general convocada ha obtenido mayor participación,
pero la eficacia sindical es nula si se interpreta como capacidad para obtener
resultados apreciables para las relaciones laborales. No obstante conviene
poner de relieve que esa capacidad de agregación del disenso que ha tenido la
huelga general, junto con la presencia combativa del sindicato en empresas y ramas
de producción, ha sido valorado por parte de los poderes económicos y sus
guardianes políticos como una forma de entorpecer el programa de degradación de
derechos laborales que implica un peligro real de futuro si se afianza y se
extiende, y en consecuencia se ha desencadenado una impresionante campaña
mediática de difamaciones, agresiones y descalificaciones contra los
sindicatos, en un esfuerzo sin precedentes por deslegitimar a estos sujetos
colectivos que ha dado sus frutos en términos de opinión pública. La ligera
respuesta sindical a estas diatribas ha dado la impresión de que éstos se
hallan en una cierta posición defensiva – con matices, más la UGT que CCOO,
pero el resultado es común para ambos -
lo que sugiere que ese sesgo de ataque es eficaz porque les debilita
socialmente.
De manera que para el
sindicalismo el recurso a la huelga general resulta ser un instrumento
complicado para poner en marcha por la complejidad organizativa que conlleva,
costoso en términos personales y materiales, que no consigue su objetivo de
“abrir” un proceso de renegociación de las medidas frente a las que se opone.
Pero además y fundamentalmente, el sindicalismo confederal percibe que la
visibilidad del conflicto es muy reducida aunque paradójicamente la participación
de los trabajadores en estas acciones de conflicto haya aumentado y sea muy
significativa, puesto que muy pocas organizaciones sociales son capaces de
implicar a una horquilla que va entre cinco y nueve millones de trabajadores en
una huelga y su desarrollo concreto – en especial en la última huelga general de
noviembre del 2012 – en el espacio de los barrios y de la ciudad ha sido muy
original y productivo al imbricarse con los movimientos ciudadanos y sociales. Una
apreciación contradictoria que hace que cuantos más trabajadores se suman a las
convocatorias de huelga y cuanto más éstas refuerzan su anclaje en los espacios
urbanos coordinadamente con las protestas ciudadanas, menos se considera
posible repetir y fortalecer el nivel de participación alcanzado en el
conflicto, y el esfuerzo necesario para su organización y desarrollo resulta
desproporcionado y excesivo en relación con los resultados obtenidos en
términos de legitimidad social y de opinión pública.
Y ello no sólo por la negación
consciente de la huelga y de su eficacia por parte de los medios de
comunicación – de todos, salvo algunos digitales- o por la preservación y
fomento en una parte de la opinión pública de los vestigios ideológicos
franquistas, sino porque la huelga no altera las normas de consumo de la gran
mayoría de los ciudadanos ni es capaz de incidir sobre sectores de actividad
que expresan la “normalidad” de la vida social, como el comercio, la
hostelería, los bancos. La huelga general no impide sacar dinero, comprar en la
tienda, tomar un café, llamar por teléfono. Aunque haya muchos trabajadores que
no vayan a trabajar a la sucursal bancaria, a la cocina del hotel o a la sede
de telefónica móviles. Este es el nudo de la cuestión. Fijados los estereotipos
de la huelga general en la gran huelga popular y ciudadana del 14 de diciembre
de 1988, el término de comparación hace que cualquier huelga que no logre
alterar o impedir la normalidad social y los patrones de consumo, no es
suficiente y no pasa de ser un acto ritual de defensa de clase sin capacidad
real de expresar un poder de negociación general, representativo en términos
políticos.
Este es por tanto un problema
sindical pero ante todo es un problema político. Hace referencia a la
(in)utilidad de los derechos democráticos fundamentales. Si el derecho de
huelga no sirve, no es eficaz como medio de participación democrática y de
autotutela de la situación subalterna de los trabajadores, los derechos del
trabajo no se aplican porque no hay la capacidad de presión o de respuesta que
se prevé institucionalmente como condición de funcionamiento de un sistema de
derechos. Ha habido en el sindicalismo confederal una no declarada decisión de
prescindir de la huelga general como forma de reacción inmediata a las
sucesivas medidas del gobierno que prosiguen en su escalada anti-laboral. Durante
el año 2013 la contestación sindical ha discurrido por el campo ciudadano, la presencia
visible en las calles de miles de personas. La jornada de protestas de noviembre
de 2013, “en defensa de lo público” y contra la degradación de las pensiones, no
ha tenido continuación ante el RDL 16/2013 ni el proyecto de ley sobre la
sostenibilidad de las pensiones que no han
sido objeto de una respuesta específicamente colectiva y sindical en el espacio
de la movilización social. A cambio, parece desplazarse el centro de interés
hacia las protestas ciudadanas que se expresan en el tejido urbano, en especial
las manifestaciones y concentraciones masivas. En ese deslizamiento pesa
seguramente el convencimiento sindical de que una nueva huelga general
convocada puede tener menos adhesión que la última de las efectuadas contra la
reforma laboral del PP, lo que en efecto es bastante verosímil.
Sin embargo, es posible defender
que la degradación de esos derechos, la contracción del estado social, requieren
una respuesta que no sólo se despliegue en el nivel de la protesta ciudadana,
sino de la específica resistencia de los trabajadores y de las trabajadoras
como clase social estructurada en torno al trabajo que es reducido a puro
componente económico, reduciendo su valor político y destruyendo los derechos
básicos, individuales y colectivos, que de él derivan. Es decir, que hay que
encontrar una combinatoria entre acciones de resistencia y de protesta
ciudadana y el ejercicio del derecho fundamental de huelga como medio de
participación democrática en defensa de los intereses de las personas que
trabajan. Si la huelga general tiene las dificultades que se han enumerado, es
preciso buscar nuevas expresiones de la presencia reivindicativa general del
sindicalismo y su poder contractual como interlocutor político.