Se está hablando
en estos días de la renovación del CGPJ y de los tiras y aflojas de la misma,
ante el veto continuado del PP sobre la base de reivindicar la independencia
judicial a la hora de formar el órgano de gobierno de los jueces lo que a su juicio
implica oponerse a los candidatos que ha sugerido, en la lista de juristas de
reconocido prestigio, la coalición electoral Unidas Podemos. Ante una parte de
la opinión pública, aún criticando la actitud del Partido Popular, se lamenta
este “chalaneo” político y se propone una elección corporativa del Consejo a
cargo de los propios jueces y magistrados porque la política debe quedarse a
las puertas de los tribunales y de los que constituyen sus órganos en la
impartición de justicia.
Sin embargo, y al margen
del sistema actualmente en vigor, es importante que la conformación del órgano
de gobierno de los jueces refleje las tendencias políticas que responden a las
mayorías que se han expresado democráticamente en un momento histórico
concreto. La justicia se ejercita en nombre del pueblo – aunque algunas las
sentencias sigan impartiéndola en nombre del Rey – y las decisiones sobre el
gobierno del sistema judicial, la conformación de una política de formación y de
preservación y mantenimiento de las estructuras de la administración de
justicia no son “ciegas”, sino que se relacionan con una determinada concepción
de un servicio público. Una acción de gobierno a través del Ministerio de Justicia,
pero también una política de personal que lleva a cabo el CGPJ. La coloración
por tanto de éste a partir de las orientaciones cambiantes de la acción de
gobierno es algo positivo.
La corporativización plena
del CGPJ aísla de la política entendida como proyecto de realización de medidas
de gobierno en el que el acceso a la justicia se inscribe en un marco general que
contempla la profundización y extensión de la garantía judicial de los derechos,
pero posibilita que desde el cerrado universo del cuerpo de funcionarios superiores,
los jueces y magistrados, se construyan sus propias referencias políticas sobre
el funcionamiento y la estructura del sistema judicial. Entregar el gobierno
del sistema a los altos funcionarios del mismo no es una solución democrática,
más aun si estamos hablando de la regulación de un espacio clave para hacer
posible la eficacia de los derechos y libertades fundamentales. No cabe
construir un espacio de acción cerrado, inmune a una intervención política que
colorea, en razón de la formación de mayorías parlamentarias, la formación del
órgano de gobierno.
Lo que si es relevante es
la independencia judicial, que lleva a la imparcialidad de la persona que
imparte justicia en razón de su competencia profesional y conocimiento
especializado. Pero la independencia no supone una inexistente desideologización
de jueces y magistrados, personas todas ellas felizmente dotadas de una
determinada visión general de la sociedad, de la política y del Estado. No sólo
preocupados por las condiciones materiales en las que deben prestar un servicio
público, sino conducidos por una precisa concepción sobre creencias,
construcciones políticas y proyectos de sociedad.
La ideología y creencias de
las personas que componen el poder judicial se manifiesta, como no, en sus
sentencias y decisiones. Y también están conectadas con sus específicas trayectorias
profesionales y conocimientos técnicos. Se expresan de forma evidente en la organización
de intereses que desemboca en las distintas asociaciones profesionales que pueblan
el mundo judicial y que intervienen en nombramientos y listas de candidatos al
propio CGPJ. La ideología corporativa se superpone a la ideología personal en
el hecho organizativo judicial y condiciona también algunas posiciones
colectivas con efectos directos sobre las decisiones en supuestos litigiosos.
El poder político, y no
sólo el Ministerio de Justicia, incide en este panorama no siempre de manera correcta.
Intenta gobernar el corporativismo ideológico de los jueces y magistrados y
utilizarlo en su favor, contando con los tribunales como un aliado de las
medidas que adopta, o, en último extremo, como un sistema de caución de sus
políticas. Lo que se viene a llamar “judicialización” de la política – como sucedió
en el caso del procès – implica el desplazamiento del espacio de
discusión política sobre la confrontación acerca del modelo territorial de
Estado al campo de lo judicial, con la consiguiente perversión de la iniciativa
del gobierno en la búsqueda de soluciones al mismo, delegando el poder de
decisión en el fallo judicial. La utilización instrumental del corporativismo
judicial es por consiguiente una mala práctica que se ha desarrollado especialmente
bajo los gobiernos del PP, acompañada además de otra más peligrosa, la de conformar
el procedimiento de carrera profesional mediante un mecanismo de asimilación al
corporativismo judicial dominante, lo que se ha convertido en un hábito constante
en los largos y prolongados años de vida del presente CGPJ.
En efecto, el órgano de
gobierno de los jueces ha venido indicando en sus decisiones relativas a la designación
de presidentes de TSJ, de la AN o magistrados y magistradas del Tribunal
Supremo, un rígido proceso de conformación ideológica de los candidatos. No se
trata sólo de ir creando salas del Tribunal Supremo que convaliden las decisiones
del gobierno, lo que puede resultar un beneficioso efecto colateral para este,
sino de construir un modelo, un protocolo de actuación que se ha ido
extendiendo como un tumor maligno entre el cuerpo de magistrados que imparten
justicia. No importan la capacitación profesional ni la experiencia
profesional, lo que es relevante es la capacidad de asimilación ideológica a las
orientaciones de la “mayoría judicial”. De esta manera, se han nombrado magistrados
de la sala de lo Penal, la joya de la corona al estar destinada a juzgar los
aforamientos, que carecían de experiencia efectiva, y demostraban una
capacitación profesional muy inferior a otros candidatos. En una ocasión, se propuso
realizar un concurso entre posibles candidatos a magistrados del Tribunal
supremo, en donde la prueba consistía en poner una sentencia ante un expediente
concreto, y el ejercicio era anónimo, es decir, el típico examen para constatar
la formación y el conocimiento que debería requerir la plaza. Como cabe presumir,
ninguno de los que obtuvieron los primeros puestos en este concurso ha obtenido
jamás un puesto en la sala de lo penal, y el concurso se anuló ante una
reclamación de uno de los magistrados participantes, sin que se haya vuelto a intentar,
sin duda porque demostraba que la capacitación profesional es sistemáticamente
ignorada en un mecanismo de promoción basado en el espíritu de cuerpo. Ese
hecho explica también la compulsión del CGPJ cuyo mandato estaba caducado a
seguir realizando nombramientos para puestos en el Tribunal Supremo, donde ha
conformado ya de manera vitalicia una composición de la sala de lo penal verdaderamente
escandalosa, y ha asegurado durante años el control de otras salas.
El problema fundamental de
este amplio proceso de sumisión ideológica como condición de acceso a puestos
relevantes en la Magistratura, es la capacidad que ha tenido de calar en sus
miembros. Quien quiere ascender tiene que sintonizar con la posición
corporativa dominante, que en su cúspide, está directamente relacionada con la
defensa del Partido Popular en su actuación interna y externa, pero que se
proyecta mucho más allá, hacia una forma de concebir el derecho y los derechos
como forma de legitimación del poder económico y de restricción de su fuerza
eversiva y transformadora. Por eso la importancia de introducir elementos
políticos en el CGPJ que impidan la prosecución de estas malas prácticas e
inserten elementos ideológicos diversos, de igualdad y compromiso social,
adecuados a un momento político como el actual, con una mayoría parlamentaria
progresista.
En ese contexto
se comprenden mejor los vetos del Partido Popular, que no buscan tanto
preservar una mayoría en el Consejo como el mantenimiento de una forma de
entender la política de nombramientos en los puestos superiores de los órganos
judiciales sobre la base de una estricta condicionalidad ideológica corporativa
y se sostén político. Por eso se oponen a la nominación de dos personas que son
competentes profesionalmente y que se han situado fuera de ese instrumento de
sumisión colectiva para el cual la preparación profesional y la experiencia son
elementos sospechosos. Y en el caso del magistrado De Prada, supone un ajuste
de cuentas del PP con la imparcialidad judicial. Y un aviso para navegantes. Nunca
prosperará quien haya dictado una sentencia incómoda para el poder político o
económico. Es decir, quien conculque la noción del Partido Popular y de sus correlativos
exponentes del corporativismo judicial de lo que debe constituir la
independencia judicial.