Salvo que
se sufra del síndrome de Diógenes o de disposofobia o de un desorden de
acumulación compulsiva, conviene vaciar los armarios y las estanterías de vez
en cuando, destruyendo tantos papeles,
recortes, notas y folletos que se acumulan después de varios años. En estos
días de retorno a la actividad también se ha iniciado en mi domicilio privado una enérgica
operación de limpieza, que se ha centrado principalmente en la década de los 90
del siglo pasado. De esta forma, han surgido a la luz viejos recortes de
periódico de aquellos años que sugieren alguna reflexión sobre los sucesos de
hace veinte años.
En la década de los noventa en
España se vive un período inicial en el que los efectos de la huelga general –
realmente huelga nacional – de diciembre de 1988 permiten que se abra un
período de interlocución política bilateral entre los sindicatos CCOO y UGT,
que inauguraban una etapa de unidad de acción exitosa, y el gobierno de Felipe
González con Carlos Solchaga como ministro de economía, que no ocultaba su
hostilidad permanente ante los sindicatos. De ese período de intercambio
político los empresarios se sintieron excluidos, puesto que se les exigía una
actitud de adhesión a un proceso de reformas hegemonizado por la iniciativa sindical,
muy lejos de su tradicional posición clave en la orientación de las políticas
sociales y de empleo. Puede decirse quizá que en aquel momento tanto el
gobierno socialista como el empresariado se encontraban presionados para la
realización de concesiones al programa de reformas sindical. La vertiente
puramente política, de los partidos en liza electoral, no contaba apenas, ni
desde la derecha – el PP – ni desde la izquierda – IU – ante el protagonismo
casi exclusivo del movimiento sindical. Paradójicamente en un momento dado el
PSOE como grupo parlamentario si desempeñó un papel activo en el mantenimiento
de esa correlación de fuerzas frente a lo que proponía el gobierno presidido
por González – en el debate sobre el proyecto de ley de huelga – pero como
veremos, no se concluyó satisfactoriamente esta mediación pro-sindical.
No es un período que se recuerde
actualmente, posiblemente porque tuvo una duración breve, la correspondiente a
los años 1990 – 1993, pero sobre todo porque el impulso político venía de la
unidad de acción del sindicalismo confederal que sustituía el marco tradicional
de una concertación social interprofesional – con acuerdos entre CEOE y UGT
principalmente – encauzada y dirigida por las políticas económicas y sociales
fijadas por el gobierno. Es decir, suponía un modo de actuar nuevo que
reivindicaba la capacidad de propuesta de los sindicatos y su iniciativa en el
proceso de negociación política. El planteamiento sindical fue tomando cuerpo en
dos áreas muy netas. La de la ampliación de los derechos y prestaciones
sociales, de una parte, y la de los derechos colectivos en la esfera de las
relaciones de trabajo en la producción de bienes y de servicios, de otra. En
ambas se desplegaron proyectos de alcance y de interés evidente. En la primera,
el sindicalismo confederal fue capaz de concebir y planear un nivel de
protección social en el marco del sistema de seguridad social adicional al que
ya existía – la creación generalizada de un nivel no contributivo de protección
– y extendió – no sin problemas, tras el “decretazo” de 1992 – las prestaciones
por desempleo. Nadie habla hoy de la paternidad sindical de la cobertura
asistencial no contributiva en materia de invalidez y jubilación, junto con el
desarrollo de la cobertura de desempleo, pese a que fue este un elemento central de la estrategia
sindical tras la huelga general de 1988, que hacía visible la capacidad
representativa general de los trabajadores y trabajadores llevada a cabo por el
sindicalismo confederal. Pero conviene recordarlo justamente ahora, cuando se
están planteando recortes importantes en las prestaciones económicas de la
seguridad social y se pretende reducir de forma drástica la cuantía de las
pensiones, devaluándolas muy por debajo del IPC, en el marco del expolio de
derechos amparado en las políticas de austeridad.
El segundo campo de acción del
programa sindical era el despliegue de derechos colectivos. Mediante una visión
que reposaba en la dimensión colectiva de los lugares de trabajo, ligada a la
representación electiva de los trabajadores en la misma – y a las secciones
sindicales de empresa o de centro de trabajo – se ponía en pie un mecanismo de
control de la contratación por parte de los empresarios a través de la obligación
de suministrar a los representantes de los trabajadores la “copia básica” de
éstos. Esta introducción de un derecho de información colectivo, ocupó una
buena parte de la actuación sindical en el año 90 y 91, hasta la promulgación
de la Ley 2/1991. En segundo lugar, y después de un reverdecimiento de la
relación de conflicto con el poder público en 1992 – con la convocatoria, muy
escasamente seguida, de una huelga general de cuatro horas – el desarrollo
legal del derecho fundamental de huelga reconocido en el art. 28 de la
Constitución española, todavía regulado por una norma de la transición hostil a
la huelga y al reconocimiento de esta como un derecho fundamental ligado a la
libertad sindical, norma que necesariamente debía ser interpretada “conforme a
la constitución” a partir de la sentencia interpretativa del Tribunal
Constitucional.
En ambos casos la iniciativa
sindical siguió una serie de pautas muy homogéneas. Ante todo se trataba en
todos los casos de proyectos de ley que seguían una tramitación parlamentaria
durante la cual se desarrollaba un debate político entre las fuerzas
representadas en el Parlamento y que permitía asimismo la intervención
“externa” al mismo de las fuerzas sociales y de los medios de comunicación y
opinión. Este procedimiento, que resulta el camino ordinario para la producción
de normas y que posibilita la publicidad del debate sobre las mismas, tiene un
valor tanto pedagógico como democrático, y es coherente con el modelo de
intervencionismo legislativo en materia laboral que en aquella época se entendía
el más oportuno. La centralidad del parlamento como espacio de debate de las
políticas de reforma en materia de relaciones laborales es un dato que hoy se
ha cancelado, en gran parte mediante el uso del decreto-ley como fórmula
normativa de urgencia en materia de empleo, y, a partir de la crisis del
2008-2009, como forma de evitar el debate público democrático sobre decisiones
impopulares y equivocadas basadas en los recortes del gasto público y de
desestructuración de la dimensión colectiva y garantista de los derechos
laborales.
En segundo término, en ambos
casos fue muy relevante la participación de la doctrina laboralista no sólo en
el debate político sobre la formación de estas normas, sino específicamente en
su formulación técnica y en su formalización jurídica. El sindicalismo
confederal estuvo muy interesado en asociar a su propuesta de reforma a los
exponentes más activos de la teoría del derecho laboral. Con la ley sobre
derechos de información, los sindicatos convocaron a un grupo de más de
cuarenta profesores universitarios que afirmaron la constitucionalidad de la
propuesta sindical – puesta en duda por el empresariado – y avalaron el texto legal.
Pero esta participación resultó más intensa en materia de la regulación del
derecho de huelga, puesto que los sindicatos crearon una comisión de expertos
profesores y profesoras de derecho del trabajo que dio lugar a una propuesta de
regulación del derecho de huelga en servicios esenciales – muy basada en la
experiencia coetánea italiana de la Ley de 1990 – que se confrontó al proyecto
del gobierno y permitió abrir un proceso de negociación que culminó con un
acuerdo entre CCOO y UGT con el grupo parlamentario del PSOE que ofrecía una
regulación general del derecho de huelga. En el debate sobre este texto, y en
la justificación de este proceso de negociación, la doctrina laboralista
también mantuvo una presencia activa de defensa de la iniciativa sindical al
respecto. Esta relación se diluye hasta perderse en la década siguiente, pero
vuelve a recuperarse por parte sindical en el contexto de las medidas del
gobierno en materia de austeridad.
Mientras que el impulso
regulatorio del sindicalismo fue muy exitoso en materia de ampliación de
derechos de protección social, las iniciativas sindicales para el
fortalecimiento de los derechos sindicales y colectivos no lograron la
consecución pretendida. En ambos casos
por la frontal y radical oposición del asociacionismo empresarial, que
contaba con el apoyo explícito del gobierno – liderado por el ministro Solchaga – lo que en el supuesto del
proyecto de huelga resultó decisivo, al decidir el gobierno la fecha de la
convocatoria de las elecciones de manera que no pudiera aprobarse el texto
definitivo de la Ley Orgánica en el Congreso, echando por tierra el acuerdo
político alcanzado y la posibilidad de un desarrollo constitucional y
equilibrado del derecho de huelga.
El reconocimiento del derecho de
información a los representantes de los trabajadores a través de la obligación
de realizar la copia básica, no logró su objetivo posiblemente porque había
generado demasiadas expectativas basándose en un mecanismo que requería una
extensión homogénea de la presencia sindical en los centros de trabajo y un
poder colectivo que no tenía el vigor requerido. Pero además la propuesta no
pudo asegurar la complementariedad del control ejercido por la Inspección del
Trabajo y la Administración laboral, y fallaba en su traducción individual,
sobre la que en definitiva reposaba el procedimiento de “visado” sindical. Es
decir, en la disyuntiva que se planteaba al trabajador individual de reclamar
por un contrato de trabajo temporal cuya incorrección había declarado el órgano
de representación de los trabajadores, puesto que la norma no imponía de manera
imperativa la conversión de estos contratos en fraude de ley en contratos
estables. Era necesario por tanto la mediación administrativa (la sanción
administrativa) o la demanda ante la jurisdicción social, la cual por cierto
desarrolló una doctrina jurisprudencial extremadamente complaciente ante los
defectos en la contratación temporal, en una dirección contraria a las
iniciativas legislativas. Este fracaso (relativo) de la norma serviría sin
embargo para que, en los acuerdos de 1997, con el cambio de paradigma en la
contratación de fomento del empleo, los sindicatos derivaran hacia la
negociación colectiva el mecanismo de lucha contra la temporalidad. En dichos
Acuerdos – y en la modificación normativa correspondiente – es negociación
colectiva “estimulada” por la ley y la promoción económica, la que podía poner
en práctica la conversión de temporales en contratos estables, con
independencia de que éstos fueran legales o ilegales.
El derecho de huelga, por su
parte, fue también objeto de una oposición encarnizada por parte de la
patronal, que encontró su mayor aliado en el ministro de economía Solchaga y en el propio presidente
González. El reflejo de esa hostilidad se manifestó en los numerosos
editoriales críticos aparecidos en el diario El Pais, en especial el que
apareció el 27 de diciembre de 1992, que fue contestado por quien esto suscribe
– no sin recomendaciones e insistencias, a través de la mediación del entonces
magistrado del TC, Jesús Leguina,
con su amigo Patxo Unzueta, ante
quien era el jefe de opinión en la época del diario, Herman Tersch , luego bien conocido por sus intervenciones en
Telemadrid– con un artículo de opinión titulado “Una visión desenfocada” , que
se publicó el 18 de marzo del 2003.
El proyecto de ley de huelga
había sido pactado entre los sindicatos y el grupo parlamentario socialista,
entonces con mayoría absoluta en el congreso, con la activa intervención por
parte del grupo de José Barrionuevo, y
se había materializado a través de una enmienda al proyecto de ley hecha por el
PSOE. Jiménez Aguilar lo definiría como “un acuerdo inaceptable” (El Pais, 9 de
marzo de 1993), y la CEOE pediría la dimisión del Ministro del Trabajo, Martín
Noval, por defender una ley diferente a la que presentó en el congreso,
mientras que Agustín Moreno y Angel Martín Aguado lo definían, al contrario (en
El Pais, 12 de febrero de 2003), como un “acuerdo necesario” que finalmente
podría desarrollar, en la línea del valor político – democrático que la
Constitución española asignaba a los derechos colectivos y sindicales como
conquista histórica, el derecho de huelga como un derecho fundamental de los
ciudadanos. Pese a la promesa de Solchaga
de que la ley se cambiaría en el senado incorporando las reivindicaciones más
importantes de los empresarios, el proyecto no fue modificado en aspectos relevantes,
ante la presión sindical, y volvía al
Congreso para ser votado cuando el gobierno decidió disolver las cámaras a
tiempo para impedir su votación y promulgación. Con este hecho, el presidente
González “castigó la insolencia” del movimiento sindical que había demostrado
iniciativa política autónoma y fuerza social suficiente para negociar su
propuesta de regulación de la huelga. Pero a la vez impidió el desarrollo del
derecho fundamental reconocido en el art. 28.2 CE, abortando un momento
histórico irrepetible e impidiendo un desarrollo coherente de uno de los
derechos democráticos más determinantes. En las elecciones de 1993, el PSOE
perdió la mayoría absoluta y gobernó en alianza con el nacionalismo catalán y
vasco.
Lo primero que emprendió fue una
reforma laboral que incorporaba la flexibilización no contratada como elemento
central de la misma, buscando el enfrentamiento con el sindicalismo confederal,
en cuyo objetivo estaba asimismo interesada la CEOE, de nuevo realzada su
presencia determinante en la regulación de las relaciones laborales. La huelga
general de 27 de enero de 1994 fue la respuesta a esta reforma, que generaría
importantes daños en la relación ideológica entre los pertenecientes a la
familia socialista – entre PSOE y UGT – y que tuvo asimismo consecuencias de
ruptura entre los exponentes de la
cultura jurídica laboralista, en especial entre la doctrina de origen universitario.
Se había agotado así el ciclo de la interlocución política directa entre el
sindicalismo confederal y el poder público inaugurado tras la huelga general de
diciembre de 1988.