(Notas sobre la intervención en el
seminario de estudios “Retos de la
contratación pública en el contexto de la crisis económica” Barcelona,
Auditori Serveis Municipals, 5 de abril 2016. La jornada fue presentada por Gerardo Pisarello, primer teniente de alcalde de la ciudad de Barcelona)
Tras las elecciones de mayo del
2015, vencieron en las principales ciudades del país una serie de candidaturas
ciudadanas que llevaron al poder municipal a conglomerados políticos sostenidos
por amplias mayorías y los movimientos sociales, que reivindicaban un nuevo
modelo de ciudad.
La ciudad nueva y la ciudad
antigua
Una ciudad nueva caracterizada por una serie de adjetivos que la
califican de forma definitiva: una ciudad democrática abierta a la
participación de los ciudadanos en la gestión y la programación de la acción
municipal, que organiza servicios de carácter universal y promueve espacios de
vida en común, colaborativa, y que se quiere construir espacialmente
igualitaria y equitativa entre sus vecinos, desmercantilizada en su uso
público, abierta y multicultural. Un gobierno de la ciudad que administra una
larga serie de servicios con participación de los ciudadanos y que construye
ciudadanía en un sentido político y democrático y especialmente en un sentido
social, mediante una actuación que distribuye la riqueza y nivela las
desigualdades, favoreciendo y extendiendo la noción de trabajo decente como
regla de inserción laboral de quienes trabajan en ella. El gobierno de la
ciudad nueva transforma el espacio urbano en significantes de valor social,
incentivando una nueva productividad social en el marco de una economía plural
con un sector público robusto, la potenciación de fórmulas de economía social y
colaborativa, y el fomento de la responsabilidad social empresarial y su
sostenibilidad ambiental y social.
Esta ciudad nueva es un proyecto en acto que se confronta al modelo de
ciudad indeseado que hasta ahora era hegemónico en el panorama español,
asentado en sus principales elementos a partir de la década de los noventa del
siglo pasado, y que de alguna manera concebía la ciudad como un espacio neutro,
básicamente un contenedor de otros espacios de actuación que se despliegan en
el mismo. La ciudad como un lugar fundamental para el desarrollo económico y
productivo de las empresas, y a su vez como un espacio de servicios que puede
ser él mismo objeto de negocio y propiciar su apropiación por el mercado
gestionado por las grandes corporaciones económicas y financieras. El
territorio de la ciudad tiende a privatizarse como soporte de las relaciones
sociales individualizadas, y los espacios públicos se transforman en espacios
privados de uso público, de espacios de encuentro como lo atestiguan las
grandes superficies, los mall de
tantas barriadas y ciudades del cinturón de Madrid o de Barcelona, por ejemplo.
Y además la ciudad es un espacio segmentado y fragmentado, donde se aprecia una
discontinuidad grave en cuanto a los servicios y el bienestar que disfrutan
diferentes zonas de la ciudad, lo que también repercute en materia de seguridad,
y a la postre en la separación entre barrios ricos y barrios pobres. A fin de
cuentas el espacio urbano es él mismo objeto de negocio en una espiral de
especulación inmobiliaria que ha constituido la característica fundamental del
crecimiento económico español a partir de 1996 hasta 2007. La ciudad gira en
torno a la propiedad, es un amplio campo de propietarios en donde la inversión
en valores inmobiliarios funciona también como fórmula de seguridad de las
existencias de futuro de muchos de sus habitantes, propiedad por otra parte
fomentada mediante una gran accesibilidad al crédito hipotecario para financiar
la compra de las viviendas.
Este estereotipo de la ciudad
antigua – que sin embargo coexiste con el proyecto de la ciudad nueva, por el
momento siempre en fase de proyecto – favorece la segregación y la desigualdad
y mercantiliza las relaciones sociales en su seno, y presenta como seña de
identidad de la actuación y del ideario de las personas que la han gobernado la
resignación de la acción pública de ordenación de los servicios públicos en la
acción de los sujetos privados mediante la externalización de éstos en una
amplia estrategia de privatización.
La estrategia de la privatización
Esta estrategia no es privativa
ciertamente de las administraciones municipales. Aunque con importantes
precedentes especialmente a partir de 1992, fue el “Plan de Modernización del
sector público empresarial” de 29 de junio de 1996 – hace por tanto veinte años
– el documento que dio carta de naturaleza explícita a esa estrategia
privatizadora en todo el país. Entre 1996 y 2004 se vendieron empresas públicas
por 30.000 millones de euros. Fue un período en el que a esa furia
privatizadora acompañó la formación de conglomerados político-financieros muy
relevantes y de gran influencia hasta la actualidad, en una política de bajada
de impuestos y de burbuja inmobiliaria y los fenómenos especulativos que la
definían. La privatización afectó a sectores estratégicos de la energía, el
transporte y las comunicaciones.
Este proceso además converge con
una tendencia a la mercantilización del núcleo de servicios prestados por los
entes y administraciones públicas, que no sólo se presenta en España, sino que
forma parte del debate europeo en torno a la liberalización de servicios que se
produjo polémicamente en torno al proyecto de Directiva Bolkestein (2004) y que
se prolongará tiempo después, ya en la crisis, respecto de los debates sobre lo
grandes tratados de libre comercio (TTIP) o el debate global sobre el TISA.
En los Ayuntamientos españoles –
con independencia de la coloración política que tuvieran, en un panorama
general dominado por el bipartidismo imperfecto – se acelera la externalización
de servicios mediante la técnica de la concesión y de la contratación administrativa,
en contratas y subcontratas de empresas privadas que gestionan los servicios
que debe prestar el Ayuntamiento. Clásicamente, los servicios de agua, limpieza
viaria, parques y jardines, recogida de basuras, servicios funerarios, y, más
en general, ayuda a domicilio, señalización y tráfico, centro de llamadas, etc.
El discurso que sostiene la
privatización es muy sencillo y se basa en tres ideas enunciadas con
rotundidad. Ante todo, que la gestión privada resulta más económica que la
pública, es decir que cuesta menos. Permite a los entes públicos contar con
inversiones de mantenimiento garantizadas por las empresas adjudicatarias del
concurso sin que haya carga presupuestaria ni se amplíe el capítulo 1 en gastos
de personal, y, finalmente, que la gestión privada es más eficiente que la
pública. Desde esta superioridad evidente, la “gestión indirecta” de los
servicios municipales es la fórmula victoriosa durante la etapa del boom inmobiliario, que se querrá prolongar durante la legislación de la crisis,
como veremos más adelante, aunque con fuertes resistencias.
Costes de la privatización
El planteamiento dominante sobre
la externalización de servicios entra en crisis fundamentalmente por dos
motivos. En primer lugar por los costes políticos, económicos y sociales que
produce, pero en segundo término por la resistencia popular y la
deslegitimación masiva a las que se enfrentan en especial a partir del 2011
estas técnicas privatizadoras.
Se generan costes políticos
importantes. La privatización o externalización de servicios implica
transferencia de recursos públicos hacia corporaciones y empresas
adjudicatarias, y ese es el campo en el que se generan relaciones “engrasadas”
entre dirigentes políticos y la dirección de estas empresas, es decir fenómenos
de corrupción en una doble vertiente de financiación del partido político y de
lucro personal que son los resultados más vistosos de este proceso. La
corrupción es así un hecho sistémico que se entronca con los modos de actuar de
las empresas adjudicatarias en un doble sentido, organizativo y personal, con
frecuentes desplazamientos personales de la política a los negocios. Son muchos
los ejemplos recientes que demuestran esta relación obscena entre la política y
el dinero que se alimenta de manera importante de este mecanismo de
privatización.
Frente a lo que mantiene el
discurso privatizador, lo que se constata es que en muchas ocasiones, el coste
de la gestión directa del servicio es sensiblemente inferior al coste del
servicio externalizado. Así lo vino a reconocer un informe del Tribunal de
Cuentas del 2011, que estableció en un amplio estudio de casos que la gestión
pública resultaba más barata en los servicios de agua, recogida de basuras,
limpieza viaria y parques y jardines, así como alumbrado en las ciudades medio-grandes.
En general, se viene a constatar en numerosos ayuntamientos elegidos a partir
de mayo del 2015 que la reversión del servicio es una importante fuente de
ahorro.
Los costes sociales son
especialmente altos. La privatización supone salarios menores y condiciones de
trabajo más estrictas. Normalmente se lleva a cabo una reducción de puestos de
trabajo y simultáneamente un incremento de la carga de trabajo de los
trabajadores externalizados. Ello repercute además en la disminución de la
calidad del servicio público prestado. Existe en efecto una relación directa
entre la noción de trabajo decente y las condiciones de empleo que garantizan
la calidad, seguridad y eficacia del servicio. Esta relación se rompe en el
caso de las privatizaciones, que además introducen como principal criterio de
valoración el coste económico para fijar los efectivos y la extensión del
servicio. Estos elementos están en la base de los importantes conflictos en el
sector de las limpiezas que se desencadenaron en ciudades como Madrid y
Alcorcón y que culminaron con una victoria de los trabajadores.
Es además un dato evidente el
incremento de la siniestralidad laboral en los trabajadores que prestan sus
servicios en contratas respecto de las tasas de siniestralidad de quienes lo
hacen para la empresa principal, la salud laboral está más amenazada desde la
precariedad y los bajos salarios. En esa situación influye asimismo la pérdida
de cobertura de la negociación colectiva, bien por el desplazamiento de los
trabajadores a un convenio que tiene menos intensidad en la protección que el
convenio aplicable en la empresa de origen cuyo servicio se externaliza, bien
sencillamente porque la externalización implica que no haya convenio aplicable.
Naturalmente estos desplazamientos suponen asimismo la debilitación de las
estructuras representativas y en muchos casos de la propia presencia sindical.
El efecto más señalado es la
pérdida de estabilidad de los trabajadores privatizados y la situación de
precariedad laboral en la que se sitúan. La condición de trabajadores
temporales es inseparable de la técnica de la privatización, más aun a partir
de la doctrina del Tribunal Supremo español que hace equiparar el objeto del
contrato temporal de obra o servicio determinado con la duración de la
contrata.
Resistencias
El ciclo de conflictividad y de
luchas sociales que da origen en el período 2010-2014 tiene uno de los motivos
de confrontación precisamente la nueva ola privatizadora que se produce tras el
estallido de la crisis financiera y política en mayo del 2010 y la imposición
de las exigencias de la troika a las
políticas españolas en materia social y laboral. Se trata de la organización de
resistencias fuertes sobre la base de la oposición a la
privatización, que converge con otras luchas por los derechos laborales o sencillamente por las libertades y el desarrollo democrático. Las mareas ciudadanas que han recorrido Madrid, en especial la marea blanca de la sanidad
y la marea verde de la educación, tienen como objetivo central la contestación
de los proyectos de privatización de ambos sectores. Posiblemente el movimiento
que ha tenido mejores resultados al respecto ha sido la oposición a la
generalización de las fórmulas de gestión privada de los hospitales públicos en
la sanidad madrileña, donde la movilización acompañó una acción judicial que
permitió la paralización de la misma en los tribunales contenciosos, aunque el
Tribunal Constitucional avalara desde la óptica de la constitucionalidad, el
empleo de estas técnicas de privatización.
En esa misma línea, la plataforma
contra la privatización del agua del CYII, logró una consistente movilización
ciudadana frente al proyecto, que comprometía no sólo un derecho humano
fundamental, el derecho al agua, sino un bien común que en otros ejemplos
cercanos, como el del referéndum italiano del 2011, habían logrado echar atrás
la estrategia privatizadora del gobierno italiano. Las acusaciones de
corrupción que se desataron en este proceso ha permitido en la actualidad una
reacción política contra este mecanismo.
Otros muchos ejemplos se podrían
traer a colación de la oposición frontal a estas fórmulas de privatización de
los servicios públicos. Por eso en la reconstrucción de la imagen de la ciudad en
las candidaturas ciudadanas del 2015 la reversión de estas situaciones constituía
un elemento importante.
Sin embargo la solución no puede
pasar por una regla de carácter general que invierta el sentido de la marcha
hacia la privatización y proceda a remunicipalizar la gestión de los servicios.
Hay toda una larga serie de normas que dificultan y obstaculizan este proceso e
impiden dar una respuesta segura, en especial a la situación de los trabajadores en orden a
la estabilidad en el empleo, que es un problema importante que no encuentra
soluciones satisfactorias como enseña la experiencia y el análisis de las
normas jurídicas vigentes. Junto a ello, es preciso contemplar la posibilidad
de enfocar la contratación pública desde las nuevas exigencias de las
Directivas del 2014 en las que se no se contrapone eficiencia y transparencia
del mercado a las cláusulas sociales y ambientales ni al objetivo preciso de
evitar la precarización y la deslocalización. La reforma de las prácticas de
contratación pública – la separación en lotes más pequeños la oferta de
adjudicación del servicio para evitar que las grandes corporaciones sean las
principales beneficiarias de los grandes concursos de servicios, la previsión
en los pliegos de condiciones de cláusulas de estabilidad y de lo que los
italianos llaman “equidad en las condiciones de trabajo”, entre ellas un
salario mínimo o la aplicación de determinado convenio colectivo, la
preferencia por empresas de economía social o cooperativa, etc – unido a
experiencias exitosas de reversión del servicio a la caducidad de la concesión,
como en el caso emblemático de la Funeraria de Madrid, son todos elementos que
pueden cooperar a ese cambio de rumbo.