Marcelino
El sindicato es una formación que denota un pluralismo social que se que se coloca al lado del político para configurarse ambos como elementos básicos de esa construcción compleja que llamamos Estado Social. Puede dotarse de una propia estructura organizativa, dictar sus propias reglas de autotutela y ejercer una importante capacidad normativa sobre las relaciones laborales en un amplio sentido. Como tal hecho político se traduce en términos jurídicos mediante el reconocimiento por el ordenamiento de esta posición institucional del sindicato y de su capacidad normativa y de solución de las controversias en las que está presente el interés del grupo social. A este hecho se anuda la determinación por el sistema jurídico de las reglas de selección y de fijación de interlocutores a través de la noción de la representatividad sindical y la tutela jurisdiccional de su dinámica.
Estos procesos pueden definirse como formas de promoción o de incentivo del sujeto sindical representativo por parte del sistema jurídico-político en su conjunto, lo que en el caso español queda recogido en la Ley Orgánica de Libertad Sindical de 1985 (LOLS en adelante). El sindicato se configura, desde esta perspectiva, como una instancia de emancipación y de participación en un proceso de igualación social. Es la consecuencia del pacto constituyente de la gran mayoría de las naciones europeas occidentales de la segunda postguerra que han derrotado a los fascismos, en el que se plasmó un principio igualitario de estricto carácter político, de corrección de un sistema económico y social esencialmente desigual. Desde la diferencia
entre la igualdad formal entre las personas y la constatación de una desigualdad material basada fundamentalmente en la explotación del trabajo asalariado y en la libertad de empresa en un mercado competitivo, se asume en los textos constitucionales el compromiso de
que los poderes públicos actúen nivelando paulatinamente esta desigualdad económica y social en una perspectiva de reformas graduales y progresivas.
Es ciertamente un compromiso asignado a los poderes públicos, pero a cuyo objetivo se asocian formaciones sociales como el sindicato. Así sucede en la experiencia constitucional española, desde una lectura conjunta de los arts. 7, 9.2 y 28.1 CE, pero se trata de un hecho compartido por otras constituciones europeas, la francesa y la italiana ante todo, después la griega y la portuguesa como ejemplos relevantes. Pero esta posición preeminente del sindicato significa algo más. El sindicato, en cuanto representante de los intereses económicos de los trabajadores, resulta ser un elemento clave para el sistema democrático. Es decir que no hay democracia política sin la autonomía de formaciones sociales y lo que ello significa en cuanto a la acción de representación y tutela de los intereses de los trabajadores en su conjunto, en cuanto miembros de un grupo social determinado. No existe por tanto democracia política plena sin que en ella se instalen los sindicatos como agregaciones de intereses jurídicamente preeminentes y políticamente relevantes que se configuran como instancias de emancipación social. Claro que esto coloca el tema de reflexión en un campo más concreto, el de la posible convergencia entre lo sindical y lo político en una perspectiva de cambio social y de transformación del sistema económico y social en un sentido emancipatorio.
2.- Lo "político" y lo "sindical" como un reparto de áreas de actuación.
La diferenciación entre lo "político" y lo "sindical" ha venido realizándose, en una cierta cultura de las organizaciones obreras, como un reparto de áreas de actuación. El terreno de lo político se concebía como el espacio de lo público, en el sentido de constituir un espacio de representación de intereses generales, de la sociedad en su conjunto. Por el contrario, lo sindical se refería a los intereses contrapuestos en la empresa y los lugares de producción, desplegados a su vez en la rama de producción o en el sector profesional. Era, en consecuencia, un espacio de representación de intereses profesionales, definidos en consecuencia como "particulares" o incluso "privados" frente a los intereses generales del conjunto de la sociedad, intereses "públicos". Naturalmente que esta diferenciación se volcaba sobre los sujetos colectivos en juego. En el terreno de lo político, se hallaba el partido político, que dirigía su actuación hacia el Estado en la idea de conseguir la mayoría de sufragios suficiente como para obtener el poder político o, al menos, para formar parte del Gobierno de la nación y, de esta forma, elaborar las líneas de actuación de los poderes públicos en atención al proyecto de Estado y de sociedad que el partido teorizaba. En el terreno del mercado de trabajo, de los diversos sectores económicos o de las empresas, aparecía el sindicato, que dirigía su actuación hacia los empresarios como forma de defender los intereses de los trabajadores, especialmente mediante la contratación de las condiciones del intercambio salarial y de los poderes del empresario en la gestión de la fuerza de trabajo, sin que en consecuencia su actuación rebasara el espacio de la producción.
Sin embargo esta separación de territorios no implicaba necesariamente que dichas formaciones sociales, el partido político y el sindicato, no estuvieran interesados en una coordinación de la acción de ambos sujetos, en una cierta relación de interdependencia entre sus respectivas esferas de actuación, aunque en ocasiones se hayan dado posiciones de enfrentamiento o de mutua ignorancia entre ambas. Lo que sucede es que esta interdependencia se planteaba siguiendo el esquema lógico de lo general a lo particular tal y como se teorizaba el campo de acción del partido y del sindicato, en un contexto de homogeneidad ideológica entre ambas formaciones sociales. De esta manera lo anterior se traduce en una clara relación de subordinación del sindicato al partido político respecto de los objetivos generales de reforma del sistema económico-social. Existe así constituida una subordinación de la acción sindical a la acción política, que se manifiesta de manera clara aun antes de que el partido político obtenga las mayorías suficientes para gobernar. Se trata del re-envío del proyecto político general desde el sindicato al partido y a su proyecto de sociedad. Es decir, que el sindicato carece de un proyecto propio de sociedad, porque hace suyo el del partido político obrero, en cuya actuación delega la capacidad de reforma del sistema. Por lo mismo, la acción sindical se confina en la empresa y en la rama de producción, si bien cumple funciones de suplencia política del partido, disciplinando a los trabajadores que él representa en la esfera de lo económico, en la ideología política del partido al que se remite, encauzando además electoralmente a los afiliados que encuadra. Este tipo de relación se agrava extraordinariamente y hace crisis cuando el partido político llega al gobierno, porque entonces la lógica conclusión de este esquema es la realización de las medidas generales que implementen una reforma del sistema en línea con el programa del partido de reforma social y económica, que, de no llevarse a cabo, frustra la continuidad del razonamiento expuesto. Ya no hay partido político que mantenga el nivel de "generalidad" requerido para seguir defendiendo el proyecto de reforma social que se niega desde el Gobierno, y el sindicato no puede asumir tareas de suplencia de la inacción del partido hasta entonces "homogéneo" políticamente, puesto que su esfera de acción se ciñe a los intereses "profesionales" de grupo, no generales.
Sintéticamente expresada, es ésta la relación entre el sindicato y el partido que sitúa la autonomía del sindicato en un espacio de actuación subalterno a la acción política general del partido político. Pero esta forma de concebir las relaciones partido/sindicato va a ir inexorablemente perdiendo peso ante la evolución de los acontecimientos a partir de finales de los años setenta de este siglo, si bien su fuerza como "cultura" sindical sigue siendo muy grande en todo el contexto europeo.
3.- Pérdida de la capacidad de representación de lo general en el marco político gestionado por el partido político.
En efecto, la visión compartimentada anteriormente expuesta va sufriendo importantes variaciones, sobre la base fundamentalmente de asumir de modo paulatino que no se produce ya una delegación de la representación de lo general en el marco político gestionado por la forma partido. En gran medida esta concepción tiene que perder peso ante la correlativa asunción por el sindicato de funciones cada vez más notorias de representación general del conjunto de los trabajadores. Frente a opciones organizativas sindicales que se acantonan en la tutela de intereses limitados de un grupo de trabajadores, o se "corporativizan" utilizando la forma del sindicato como medio de proteger una situación laboral muy ventajosa (cuadros de empresa, médicos, pilotos, determinadas categorías de funcionarios que gozan de una posición ventajosa en la jerarquía salarial, la “noblesse d’état”, los magistrados, etc.), existen en paralelo fuertes tendencias a configurar un sindicalismo confederal de orientación global, que tendencialmente quiere representar al conjunto de la fuerza de trabajo
de un país determinado.
En este sentido el sindicato representa - o aspira a representar - a todos los trabajadores, con independencia de las diferencias entre los mismos, en cuanto insertados en un proceso productivo dirigido por un empresario. Representación más allá de la fragmentación y segmentación del mercado de trabajo que se traduce en la existencia de dos colectividades en el seno de la relación laboral, los trabajadores permanentes y los trabajadores precarios o temporales, con un doble estatus de derechos y de garantías. Y también una representación que trasciende las diferencias de edad o de género en el seno de la clase trabajadora, entre jóvenes y trabajadores maduros, entre hombres y mujeres en la relación de trabajo. Naturalmente que esta síntesis representativa no se detiene en aquellos que han encontrado una inserción, precaria o estable, en la relación de trabajo, sino que sobrepasa las fronteras de la colocación y se extiende a aquellos que, por contra, han sido expulsados del mercado laboral o no pueden insertarse en él: desocupados, inválidos y accidentados, jubilados, etc. El sindicato por ahí enlaza la tutela de situaciones de explotación, pero
también las de la miseria que se extiende en los "países civilizados" con situaciones de pobreza severa. Norte y Sur son así nociones geográficas y sociales, puesto que en el norte próspero se injertan cada vez más poderosas bolsas de degradación humana y de miseria social y económica, como en el Sur aparecen burbujas de riqueza y de
ostentación del privilegio en un contexto de pobreza generalizada y extensa.
Pues bien, el sindicato general es el sujeto que tiende a representar este conjunto heterogéneo de intereses para tutelarlos. Ello implica una ampliación de los interlocutores sociales con los que realizar tal labor de tutela, pero además requiere la transformación de la noción técnica y política que está en la base de la acción del sindicato. Ante una extensión de los intereses representados, la representación voluntaria, a través de la afiliación de los trabajadores ocupados en las empresas, no es suficiente. Es preciso pasar a un nuevo criterio, el de la representatividad sindical, puesto que esta formación social tiende ahora a representar institucionalmente al conjunto de la fuerza de trabajo disponible en un país determinado.
El sindicato no es sólo organización de representación de trabajo asalariado, agente económico que contrata las condiciones del intercambio salarial, sino un actor social que expresa la identidad global de los trabajadores en su conjunto, y que se relaciona con el resto de actores sociales y políticos, como representante de la ciudadanía social. Es evidente que esta configuración general sufre importantes tensiones, también en el interior del sindicato, donde es preciso reconducir la orientación a la igualdad y a la solidaridad en el interior de una clase social cada vez más fragmentada y fracturada a estándares de actuación no uniformes, porque el sindicato se ve obligado a conjugar los términos de igualdad con los de diferencia en la composición y estructuración de la clase trabajadora.
4.- La autonomía sindical en la relación con el campo de acción del partido político.
Las anteriores consideraciones llevan a la reconceptualización de la noción de autonomía sindical, que no se puede entender como una esfera cerrada y subalterna a la política y sus actores. En esta nueva realidad, el sindicato que quiere expresar la identidad social de los ciudadanos cualificados por una situación de desigualdad económica y
social, y que con su actuación pretende nivelar progresivamente hasta hacerla desaparecer ese desequilibrio social y de poder, tiene un proyecto autónomo de sociedad y de las reformas del sistema que se deben emprender, en una adecuada combinación entre objetivos a largo y a medio plazo. Es un proyecto general, porque afecta a la ciudadanía social entendida en un sentido lo más amplio posible, y reúne ante todo dos notas caracterizadoras de extraordinario relieve: autonomía respecto del proyecto político de sociedad que sostiene el partido político, lo que implica posiblemente amplias zonas de coincidencia, pero que no excluye la posibilidad de disenso puntual o de fondo con el programa del partido, que conduzca a una relación conflictiva, e independencia del proyecto sindical respecto de los procesos de representación política y sus avatares, en el doble sentido de no subordinar el programa de reformas al éxito electoral de las formaciones políticas más homogéneas ideológicamente con el enfoque sindical, ni de poner a disposición de la labor de oposición política la fuerza erosionante del gobierno que puede catalizar la acción reivindicativa sindical.
Con lo que se quiere decir que el sindicato deviene un verdadero sujeto político, que debe negociar con el poder político su propio proyecto de sociedad, si bien intenta realizarlo con sus propios medios: negociación colectiva, huelga, autotutela de intereses en variadas formas, manifestaciones, información, participación institucional, etc. Ello hace que se amplíe necesariamente su campo de acción, que ahora se extiende a la concertación social de las políticas económicas y sociales, a la negociación política con el poder público de las líneas de actuación y de reforma de la sociedad y del Estado. De esta manera, es una necesidad del sistema sindical así constituido la emanación de reglas para determinar la interlocución en este nivel de la generalidad, del ámbito de la contratación de las medidas públicas en materia económica y social, en el sentido de impedir la arbitrariedad en la selección de los interlocutores sociales, limitando en consecuencia la libertad de elección, por el poder público o empresario, del sindicato con el que negociar en esos espacios.
Este es el sentido de las reglas sobre la representatividad sindical, que inciden, respetándolo, sobre un fenómeno de pluralidad sindical, exigiendo un umbral de implantación social que es verificable de manera objetiva. Por lo mismo, la configuración de sus medios de autotutela, en especial el derecho de huelga, no pueden quedar lastrados por una visión sesgadamente contractual del mismo, o confinarse dentro del perímetro de la organización empresarial. El derecho de huelga se entrega a los trabajadores en general, para la defensa de ese interés general y colectivo que la autonomía sindical está en condiciones de definir anta cada caso concreto y que goza de una clara multidireccionalidad en la selección de los objetivos y los ámbitos de ejercicio.
La nueva calidad del sujeto sindical representativo obliga a una mutación en los contenidos de la acción sindical, que se suman a los "clásicos" de la misma. Así, junto a la determinación del intercambio entre salario y tiempo de trabajo y los poderes organizativos del empresario, se añaden todas las materias relacionadas con el empleo y la desocupación, el desarrollo y conceptuación de un sistema de protección social y su aplicación y, en fin, la propia configuración del marco institucional que fija las reglas de juego entre los actores sociales: las reglas del sistema de relaciones laborales y los principios normativos del derecho del trabajo y de la seguridad social. Desde otro punto de vista, el de los poderes sociales normativos, es apreciable también una cierta modificación del sentido y orientación de los instrumentos de regulación de las relaciones laborales, en especial, respecto de la "nueva posición" de la negociación colectiva, que ocupa un lugar menos subalterno a la norma estatal, y que se configura como
el "método de gobierno" privilegiado para el sistema de relaciones laborales y, a la vez, como forma de orientar las políticas económicas y sociales llevadas a cabo por los poderes públicos.
La autonomía del proyecto sindical así esbozada necesita asimismo determinadas condiciones para poder arraigarse en la práctica. La más clara, desde el punto de vista de los trabajadores, es la de la unidad de acción sindical, que presupone la incorporación de este elemento de generalidad y de representatividad tendencialmente global del conjunto de la ciudadanía social de un país determinado. La segunda, la implantación generalizada de la forma sindicato en la realidad social de un país determinado y la capacidad de realizar el proyecto de sociedad que el sindicato ha elaborado desde una correlación de fuerzas en la que la desproporción entre los actores del conflicto social no sea abrumadora, por que de lo contrario la autonomía sindical está vaciada de contenido ante la existencia de hecho de un desequilibrio radical de poder social.
5.- Algunos datos ofrecidos por la experiencia histórica española a partir de la democratización del sistema de relaciones laborales.
En la experiencia histórica española se puede detectar un rápido tránsito de una posición de subalternidad radical de los sindicatos respecto de la acción política en los Pactos de la Moncloa, en donde ni siquiera los sindicatos CC.OO. y UGT fueron considerados interlocutores, pese a que se negociaban aspectos decisivos en la configuración del marco de relaciones laborales, de política de empleo y de política de rentas, hasta una posición de verdadera representatividad institucional, como sucedió en 1984-1986 con la firma del Acuerdo Económico y Social (AES) entre el Gobierno, la CEOE y la UGT. Pese a la interlocución "general" que expresa la dinámica de la concertación social, y la amplia temática de la misma, que afectaba a las líneas maestras de multitud de aspectos de las políticas públicas económicas y sociales, en el AES el proyecto sindical - de la UGT - se subordina explícitamente al proyecto político del gobierno. En una "Declaración" previa, las partes sociales, sindical y empresaria, concuerdan en declarar que la política económica y social del gobierno es plenamente correcta y que en este marco es en el que se desenvuelven los compromisos que se adoptan en el Acuerdo.
La situación es, finalmente, muy diferente, a partir de la consolidación de la unidad de acción entre CC.OO. y UGT, a partir de 1987 y tras la huelga general del 14 de diciembre de 1988, que tuvo un seguimiento social irrepetible. En efecto, en primer lugar, en el ciclo 1989-1992, en el que se realizaron importantes experiencias de negociación política directa entre el movimiento sindical y el gobierno, en donde se logró la emanación de un importantísimo programa de protección social tanto respecto de la creación de un nivel no contributivo de seguridad social como respecto de la protección del desempleo y la extensión de cobertura a trabajadores agrarios, así como la introducción de un denominado salario de inserción, de naturaleza asistencial, entre otros elementos de reforma de interés colectivo, como la introducción de un derecho de información de los representantes de los trabajadores sobre las opciones de contratación y de empleo de los empleadores.
El movimiento sindical procede así a negociar directamente su programa de reformas, sin que el pacto concreto sobre determinados elementos de éste haga olvidar que existe un proyecto global, autónomo, con objetivos a largo plazo que habrá que recorrer gradualmente. De otra manera, pero en la misma línea de fondo, en el ciclo 1997-1999, tras la llamada “reforma del mercado de trabajo" de 1994, realizada contra el movimiento sindical, el sindicalismo confederal recupera el proyecto propio de sociedad, esta vez centrándolo en la reivindicación de la estabilidad en el empleo, arrastrando a la patronal a un Acuerdo - llamado precisamente así, de Estabilidad en el Empleo - en el que reconoce la necesidad de que el empleo que se cree ha de ser estable y permanente, no "flexible" o precario, rompiendo con veinte años de política de creación e empleo de baja calidad, temporal, que se había revelado contraproducente e incapaz de contener los procesos de destrucción de empleo. El acuerdo posterior, sobre el tiempo parcial "estable", es decir, por tiempo indefinido, se firmó sin embargo sólo entre el Gobierno y el sindicalismo más representativo, sin la patronal CEOE, lo que habrá de ser invertido con posterioridad, en el 2001, a través de una reforma no concertada de esta figura en la que el gobierno del PP incorporó alguna de las reivindicaciones más queridas de la patronal.
En la fase a que se está haciendo referencia, 1997-1999, debe repararse en la independencia de la actuación sindical, puesto que se llega a acuerdos justamente con un gobierno ideológicamente conservador, en un contexto político en el que los partidos políticos de izquierda (PSOE e IU) preferirían que el sindicalismo no hubiera "legitimado" la política social del gobierno; sin embargo, nadie pone en duda el giro de la política de empleo que este ciclo de negociación empresarios-gobierno-sindicatos ha imprimido, ni el carácter progresivo del proyecto de negociación que vehiculan los sindicatos, que, partiendo del fomento del empleo estable en el contrato por tiempo indefinido a jornada completa (1997) y a tiempo parcial (1998), pretenden ampliar sus objetivos a la reducción del tiempo de trabajo, supresión del trabajo extraordinario y medidas de reparto de empleo junto con iniciativas para restringir severamente los mecanismos de interposición en la contratación temporal – las Empresas de Trabajo Temporal - que puso en marcha con consecuencias degradatorias inmensas, la reforma de 1994.
Esta actitud sindical se configura, a partir de esa etapa, como un hecho adquirido e integrado en los hábitos y prácticas del sindicalismo español como actor en las relaciones laborales. Y tanto es así, que se sigue manteniendo, con altibajos, ante el cambio en la “hoja de ruta” que el gobierno del PP lleva a cabo una vez que en las elecciones del 2000 obtiene su mayoría absoluta. El gobierno conservador procede a rehacer el método de gobierno y administración de las relaciones laborales primero introduciendo una cuña en la unidad de acción sindical y posteriormente afirmando – “sin complejos” – la prescindibilidad de la concertación social como método de regular las relaciones laborales. Es decir, que el poder público cambiaba un discurso sobre el fomento y el respeto de los procesos de diálogo autónomamente guiados por los interlocutores sociales por otro más tradicional en el que por un lado establecía su función arbitral y por otro recordaba que el gobierno no podía renunciar a llevar adelante su proyecto político, sin condicionarlo al acuerdo entre las partes sociales. Pese a lo decidido de esta afirmación, los procesos de reforma del sistema legal de negociación colectiva, que desembocaban en un texto unilateralmente decidido por el gobierno, fue arrumbado ante la firma de un Acuerdo Interprofesional para la negociación colectiva entre los sindicatos más representativos y la asociación empresarial estatal, cuyo primer objetivo era impedir que el poder público pudiera actuar sobre el espacio de las relaciones laborales sin lograr el consenso de los sujetos representativos en ese espacio. Más claramente aún, cuando el gobierno, posiblemente decidido a recuperar una autoridad puesta en entredicho, puso en marcha una reforma del sistema de despido y de endurecimiento de los requisitos de acceso y permanencia en la protección por desempleo, decidida unilateral y provocativamente en contra de la opinión de los sindicatos, logró que éstos reaccionaran de forma automática, saldando las quiebras que habían aparecido en la unidad de acción sindical y que convocaran una exitosa huelga general en junio de 2002, que provocó un reajuste ministerial y la retirada de los aspectos que habían constituido el eje de la reforma.
A partir de este desencuentro, el proyecto sindical se afirmó de manera claramente alternativa en lo político frente a lo que representaba el PP, y las elecciones de marzo de 2004 vieron la derrota de este partido en medio de un claro enfrentamiento con el sindicalismo confederal, también decididamente comprometido en un planteamiento antibélico y antiautoritario. Con la llegada del PSOE al poder y la formación de un gobierno monocolor con el apoyo de los grupos de izquierda minoritarios, IU y ERC principalmente, se decide impulsar por el poder público una nueva reforma laboral que “rompa la cultura de la temporalidad” en el acceso al empleo, y que pretende enfocar múltiples campos, desde la política del empleo, la formación profesional, los sistemas de pensiones y en concreto la pensión de viudedad, hasta el sistema legal de negociación colectiva. Para ello se ha constituido una comisión de expertos que realizará determinadas propuestas que puedan orientar la acción de reforma de los poderes públicos.
En este contexto, resulta llamativo que la respuesta de los sindicatos a estas propuestas gubernamentales, más allá de una valoración positiva, expresara sólo una observación, la de que este programa de reformas debería situarse en un espacio de negociación entre los sujetos representativos de las relaciones de trabajo, sindicatos y asociación empresarial de ámbito estatal. Con ello realmente se está afirmando por parte del sindicalismo confederal una especie de reserva normativa para la autonomía colectiva de cualquier medida de reforma
del cuadro institucional, del sistema de empleo y de protección social. En esta convicción profunda de la importancia de fomentar y desarrollar el espacio de negociación sobre las reglas que afectan al trabajo radica la originalidad de esta actitud, que ha renunciado por tanto – al menos formalmente - a una política de compensación por parte del poder público a sus déficits de negociación de las reglas vinculantes en un sistema de relaciones laborales, eligiendo conscientemente construir el tejido normativo básico en el espacio autónomo que ofrece la negociación colectiva al que atraer asimismo a la representación colectiva del empresariado.
Naturalmente que este diseño puede sufrir numerosos avatares, y dista mucho de obtener un grado de efectividad normativa adecuada a la altura del proyecto autónomo enunciado. En muchas ocasiones se criticará con razón que este tipo de acuerdos no incorporan suficientes claves de gobierno y de administración de las relaciones laborales en concreto, de manera que su contenido es más ritual que normativo, y en él se produce una cierta delegación hacia la acción pública de suplencia o, lo que es mas frecuente, una descentralización hacia niveles inferiores, con predominio de la empresa, en donde la capacidad negocial colectiva puede verse muy reducida, porque cuando el sindicato acude a la empresa para concretar las líneas básicas de su actuación, no encuentra allí un colectivo laboral relativamente homogeneizado, sino un conjunto fragmentado y desigual de trabajadores que no sólo no tienen identidades propias y diferenciadas del tipo ideal del trabajador clásico, sino que tampoco disponen de un conjunto de tutelas claramente delimitadas, al punto que para muchos de ellos las tradicionales garantías del trabajo son tan desconocidas como los derechos democráticos que jamás gozan en el ejercicio de su actividad productiva. Por eso también son frecuentes las reflexiones que insisten en que la debilidad regulativa en lo concreto de este proyecto autónomo sindical que se expresa a través de fórmulas de concertación social conducen a una escisión de la acción sindical entre el discurso que se mantiene y la efectividad o garantía colectiva del mismo, lo que por tanto requiere una cierta “relaboralización” de la acción sindical en la rama de producción y en los lugares de trabajo – más allá de lo que se llama “empresa”, que está ya desde hace tiempo y en muchas actividades desagregada, deslocalizada y deconstruida – y, paralelamente, un esfuerzo imaginativo de la acción sindical que precise mecanismos de implicación colectiva de los trabajadores precarios y desiguales en la acción de democratización y de tutela que el sindicato lleva adelante, aunque no estén necesariamente canalizados a través de la “marca” sindical como exclusivo cauce de participación.
Más allá del debate sobre la concreta experiencia histórica española, se puede recapitular haciendo tres observaciones que rescaten los elementos más claros de esta intervención. La primera, que se puede afirmar la creación de un sistema sindical que tiende a la representación de un interés general de los trabajadores en cuanto tales, en cuanto ciudadanía social. La segunda, que ese sistema sindical procede a la articulación de todos sus medios de acción con vistas al objetivo final de lograr la emancipación social y a la gradual consecución de la igualdad sustancial, que se recoge en la elaboración de un proyecto propio y autónomo de sociedad por parte del sindicato. La tercera y última, que, en definitiva, la democracia se identifica con este proyecto en proceso. La democracia como sistema solo puede expresarse como un proceso de reforma, de cambios políticos económicos y sociales que logren una redistribución e la riqueza lo mas justa e igualitaria posible. Y en ese destino, el rol que debe desempeñar el sindicato es necesariamente determinante, desde su autonomía y su independencia.