Los datos del desempleo en el primer trimestre en España han generado alarma social y han generado todo tipo de comentarios mediáticos y políticos. En el Ateneo Cultural Karl Korsch de la ciudad de Parapanda, se celebró de urgencia una reunión de sus socios que elaboraron, al final de la misma, el texto que a contonuación se publica. Es una reflexión abierta, como todas las que se elaboran en aquel Ateneo, que requerirá nuevas aportaciones que lo precisen y lo desarrollen, tal como se hizo expresamente constar en la citada reunión por el portavoz de la asamblea, el joven Judas del LLano.
El 20 de abril del 2009 el presidente Obama recordaba que la economía mundial, y la de Estados Unidos en particular, se encontraba aún bajo presión, lo que implicaba que la posibilidad de una recuperación de la misma era enormemente lejana. En España, al conocerse las cifras del paro del primer trimestre del 2009, esta afirmación del presidente norteamericano se concretaba dramáticamente en la constatación de un proceso de virulenta destrucción de empleo. Más de 800.000 parados en tres meses y la cifra total de cuatro millones de desempleados, con el consiguiente ascenso de la tasa de paro al 17,36 %, es un dato que pone a toda la sociedad española en una situación de alarma.
En este escenario, los actores sociales y políticos se encuentran también bajo presión. Ante todo porque desde el inicio de esta crisis, y pasados los primeros momentos de estupor ante el hundimiento de los postulados básicos neoliberales que habían alentado una situación global de desigualdad social y económica insostenible a escala planetaria, se produjo una reacción que pretende desplazar el coste de la crisis hacia los trabajadores y su capacidad de consumo social, a la vez que se exigen importantísimas aportaciones millonarias para tapar los agujeros del sistema financiero globalizado para que éste pueda seguir manteniendo el control manipulado de la economía mundial. Estas son las recetas que propone el Fondo Monetario Internacional, que, como ha señalado el secretario general de UGT, Cándido Méndez, proponen sencillamente concentrar la intervención de los Estados en sanear el sistema financiero y que “se purgue la crisis” en los servicios, el nivel de vida y el bienestar de los ciudadanos.
En concreto, el leit motiv de muchos sectores económicos y políticos, nacionales e internacionales, que entienden posible la restauración del paradigma neoliberal y monetarista como fórmula de controlar la salida a la crisis, es el de urgir una reforma de los mercados de trabajo. Esta es una petición que se realiza en general para todas las economías desarrolladas por el FMI o, para los países de la UE por el comisario Almunia, pero que tienen especial virulencia en el caso español, bajo la presión de los cuatro millones de parados. Aquí las intervenciones en este sentido pueden llegar a ser grotescas, como la que ha efectuado la presidenta de la comunidad de Madrid, afirmando que la regulación laboral vigente es “obsoleta y franquista” (sic), pero las hay más respetables al menos en tanto que provienen de expertos en economía o de la asociación empresarial más representativa, la CEOE – CEPYME. Para unos, los “100 economistas” que promovieron un manifiesto haciendo público sus propuestas al gobierno para reformar el mercado de trabajo, es necesario implantar el llamado “contrato único”, del que sorprendentemente se insiste que se aplicaría sólo a partir de su adopción normativa – es decir, que parecen indicar que no debería tener carácter retroactivo, lo que no deja de ser tranquilizante – y que arrancaría con una indemnización de despido baja que iría subiendo por cada año de antigüedad hasta alcanzar un tope que podría coincidir con los 45 días por año de antigüedad del despido improcedente. Con esta propuesta del contrato único se pretende eliminar la dualidad temporal / estable en la contratación y facilitar la flexibilidad empresarial en la rescisión de los contratos de los trabajadores a su servicio. La propuesta de la CEOE era previa a este manifiesto y coincide sustancialmente con él – y viceversa – de manera que con la figura del contrato único, afirma el presidente de la patronal española, “no se busca abaratar el despido ni hacerlo libre, sino mejorar los contratos temporales y convertirlos en fijos de una forma asumible por los empresarios, respetando siempre los derechos adquiridos por los contratos ya vigentes”.
El contrato único implica la eliminación de la causa de la temporalidad y de la causa de la extinción del contrato de trabajo, puesto que es sólo la voluntad unilateral del empresario y su libre valoración de las circunstancias que aconsejan su acción las que hacen posible la extinción del vínculo contractual. Supone por consiguiente la instauración del libre desistimiento en nuestro ordenamiento, lo que es incompatible con el reconocimiento del derecho al trabajo en nuestra Constitución. Como efectos inmediatos supone además la reducción del coste del despido y la eliminación, junto con la causalidad, del control judicial del acto empresarial. También aquí se vulnera la constitución española, y el reconocimiento que realiza la Carta de Niza de que todo trabajador europeo tiene el derecho a la protección frente a un despido injustificado. El campo de vulneración de derechos fundamentales y de los despidos prohibidos sería enormemente dificultado ante la generación de este libre desistimiento que no requiere alegar ningún motivo ni el reconocimiento de la improcedencia de la extinción producida.
Es evidente que estos reproches provienen de un espacio del pensamiento político y jurídico, y que en consecuencia resulta despreciado por un paradigma economicista neoliberal para el que los derechos de las personas son obstáculos a la creación y apropiación de riqueza. El despido, ha afirmado Romagnoli en el prólogo a un reciente libro en el que se califica el mismo de un acto de violencia del poder privado, priva a su destinatario no sólo de su estatus de empleo y de consumo, sino de su estatus de ciudadanía. Pero en este periodo histórico en el que se están haciendo sentir los efectos terribles de la crisis sobre la destrucción del empleo y el deterioro de las condiciones de vida de los ciudadanos, no se puede seguir hablando con el lenguaje del dinero y de la violencia del poder privado que éste legitima, sino con el lenguaje de los derechos que permite construir y fortalecer los espacios de ciudadanía social.
La destrucción de empleo tan acelerada no parece requerir más facilidades en su consecución, sino otro tipo de iniciativas. Algunas de ellas se han ido enunciando por los sindicatos en lo que se refiere al campo estricto de las relaciones laborales y la protección social. Pero es también conveniente insistir en las formas y hábitos que requiere esta situación de crisis. La obstaculización de acuerdos sociales y políticos por parte de la organización empresarial es un hecho muy negativo y posiblemente se trate de un error estratégico del que debería pagar sus efectos. No se ha escuchado en esta crisis ni una sola vez – ni los 100 economistas aluden a ello, ni los sujetos políticos que cantan el desastre como forma de subsistencia mediática y electoral – de responsabilidad social de las empresas y de la forma que en esta situación podría asumir ésta, con sus dosis de implicación y de autocontrol en la gestión del empleo.
En la esfera política, aunque haya que leerse el reciente cambio de gobierno del presidente Zapatero en esa dirección, es necesario retomar medidas e iniciativas que impliquen a toda la sociedad y que partan de la esfera de la política. El nuevo tipo de acción política de Obama, con la recuperación democrática de la idea de un esfuerzo colectivo que abra y desarrolle espacios a la ciudadanía social y fortalece los derechos de los trabajadores – aunque estos aspectos siempre sean menos conocidos a través de una recepción mediática que oculta continuamente el carácter “clasista” de algunas medidas adoptadas por la Presidencia USA – es posiblemente ahora el agarradero al que el aislado gobierno socialista puede aferrarse desde el punto de vista de la justificación de su acción de gobierno, dada la impotencia de la izquierda europea en reformar un proyecto de sociedad abierta a la universalización de derechos y a la reducción sustancial de las desigualdades. Las propuestas del sindicalismo confederal sobre un pacto por el empleo, la protección social y la economía productiva, como la que ha expresado el secretario general de CCOO, Ignacio Fernández Toxo, entendiendo por tal un “acuerdo de carácter integral en su concepción, desarrollo y ejecución”, capaz de mantener una base industrial sólida y fundar las bases del cambio de modelo productivo, mejorando el sistema educativo y reafirmando las premisas de un amplio modelo de protección social, constituyen sin duda una buena fórmula de acción.
El sindicalismo confederal, por último, está cumpliendo un buen papel en esta crisis, demostrando su responsabilidad y su capacidad de propuesta. Pero debe asimismo reaccionar organizativa y estratégicamente ante las continuas laceraciones del tejido social que está dejando, de forma muchas veces exasperada y fraudulenta, la acción económica de las empresas mediante la destrucción de empleo fundamentalmente temporal. La afectación de los sectores más débiles del trabajo asalariado, jóvenes de ambos sexos e inmigrantes, tiene el riesgo de su impunidad, puesto que se trata de sectores en los que el sindicalismo está menos arraigado o donde incluso no se conoce su forma de integrar la acción y el interés colectivo. La apertura de procesos de movilización y de organización en estos sectores debe resultar prioritario, entre otras cosas para evitar un efecto de fragmentación continuada de la subjetividad del trabajo que erosione de forma grave la propia implantación y credibilidad del sindicato.
Las circunstancias son en efecto graves y todos los agentes sociales, económicos y políticos se encuentran bajo presión. Pero trabajar bajo presión es a veces una forma extrema, pero útil, de reformular hipótesis estratégicas que permitan iniciar una nueva etapa social y política en una clara dirección emancipadora.