En rigurosa primicia sobre la publicación en Nueva Tribuna, traemos a las páginas del blog a Juan Terradillos, Catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Cádiz, que da cuenta de las más importantes novedades en orden a la incriminación penal que presenta la reforma del Código Penal que el gobierno del PP quiere llevar adelante, con el ministro Ruiz Gallardón como ariete de estas regresivas novedades.
REFORMA PENAL: EL REGRESO A LA CAVERNA
Juan M. Terradillos
Catedrático de Derecho Penal
Universidad de Cádiz
El pasado 16 de julio, el Ministro de Justicia, Ruiz Gallardón, hacia público (eufemismo que, como es norma en estos tiempos, equivale a permitir la filtración selectiva) su anteproyecto de reforma del Código Penal. Los medios, quizá atosigados por una prima de riesgo que, en esas fechas, superaba los seiscientos puntos, quizá todavía impactados por el chulesco “que se jodan”, han prestado poca atención a esta nueva propuesta de reforma penal, y apenas si se han detenido en comentar el retroceso que, en materia de aborto, supone la vuelta al sistema de indicaciones.
El Ministro de Justicia, en lección impartida en la Escuela de verano de la Universidad Católica de Ávila ha pretendido argumentar la decisión jurídicamente: "Quiero recordar --dijo-- que el Tribunal Constitucional, cuando estudio y falló sobre la primitiva ley, algunos de cuyos puntos fueron declarados inconstitucionales y modificados por el legislador socialista, estableció unos principios, y esos principios son que el concebido es susceptible de protección jurídica".
Yerra el señor Ministro, ya que una cosa es que el nasciturus sea susceptible de protección y otra bien distinta que sea acreedor de protección jurídico-penal como titular de un derecho fundamental a la vida, extremo negado por la sentencia del TC 53/1985, que abría así las posibilidades a un sistema de plazos. Sistema avalado, por otra parte por el Derecho internacional. Baste recordar, al respecto, que la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, en su Resolución 1607/2008, de 16 abril, reafirmó el derecho de todo ser humano -en particular de las mujeres-, a la libre disposición de su cuerpo y, en ese contexto, a que la decisión última de recurrir o no a un aborto corresponda a la mujer embarazada. En consecuencia, la Asamblea invitaba a los Estados miembros a despenalizar el aborto practicado dentro de unos plazos de gestación razonables.
La experiencia del actual sistema cuenta con avales sólidos: funciona aceptablemente, no ha incrementado el número de abortos, ha hecho olvidar el turismo abortivo o los peligrosos medios clandestinos tradicionales (del perejil a las agujas de tricotar), garantiza algo tan inatacable como que la mujer decida sobre lo que es suyo, proporciona seguridad jurídica a los profesionales implicados, etc.
Frente a los argumentos pragmáticos y jurídicos, se ha preferido retroceder a un sistema más restrictivo que el de 1985, que no se atrevió a tocar el PP de Aznar, ya que se pretende criminalizar la interrupción del embarazo incluso en el caso de graves malformaciones del feto, sin más justificación, según confesión propia, que la de utilizar el Derecho penal para imponer a todos las convicciones éticas del Ministro, convicciones que coinciden sospechosamente con las de conocidos grupos de presión que, en los últimos años, han venido apoyando la estrategia de oposición del PP.
La vuelta a tiempos pretéritos no se limita al ámbito del aborto. Una lectura de urgencia del Anteproyecto permite adelantar que el retroceso es mucho más amplio y profundo: el texto del Anteproyecto evidencia una decidida voluntad de retorno a estrategias político-criminales más propias del franquismo que de una sociedad democrática del siglo XXI.
La Exposición de Motivos del Anteproyecto proclama el objetivo general de la reforma: garantizar “resoluciones judiciales previsibles que, además, sean percibidas en la sociedad como justas”. Ambas pretensiones resultan, en primera lectura, plausibles. Sin embargo ocultan un proyecto político-criminal que no lo es tanto: por una parte, leyes rígidas que recorten el margen de decisión de jueces quizá proclives a interpretaciones garantistas, impuestas por el modelo constitucional pero discordantes en el discurso de contundencia indiscriminada que ha hecho suyo el Ministro; y, por la otra, leyes duras que respondan a la explicable reivindicación de los parientes de las víctimas y de sus interesados voceros mediáticos, pero no a lo aconsejado por la reflexión científica.
Vuelta, pues, a los principios más burdamente punitivistas y al engañoso espejismo de pensar que el solo endurecimiento de la ley puede hacer más eficaz la lucha contra el delito.
En esa línea, se incorporan a nuestro sistema dos novedades importantes: la prisión permanente revisable y la custodia de seguridad.
La primera supone una “respuesta extraordinaria” a la delincuencia terrorista, justo cuando la desaparición del terrorismo etarra aconseja un replanteamiento de la respuesta penal de excepción, que intoxica a todo nuestro sistema, y que no es apta para afrontar el terrorismo yihaidista con orígenes en el integrismo religioso.
La pena de prisión de duración indeterminada (prisión permanente), es revisable a los 35 años, tras los que, si está acreditada la reinserción del penado, este podrá obtener la libertad condicional, supeditada al cumplimiento de ciertos requisitos, fundamentalmente la desvinculación de la organización criminal y la reparación a las víctimas.
A observar que en el Código Penal de 1944, el Código de la postguerra, la duración máxima de la reclusión mayor era de 30 años, que la redención de penas por el trabajo reducía en la práctica a 20. La elevación del límite máximo a 40 años y el requisito de cumplimiento de un mínimo de 35 años para acceder a la libertad condicional en casos especialmente graves, fueron fruto de reformas introducidas y/o mantenidas por las mayorías parlamentarias socialista y popular.
Si en su momento fueron unánimes las críticas a una privación de libertad cuya duración es incompatible con el objetivo resocializador que a este tipo de penas impone la Constitución, hoy, cuando se nos propone una prisión de por vida, aunque revisable en ciertas condiciones, la inconstitucionalidad resulta más evidente. Cierto que, como simplificadoramente se pretende argumentar, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos admite la condena de duración indeterminada siempre que la posibilidad de su revisión mantenga viva en el condenado la esperanza de recuperar la libertad. Pero esa esperanza no resulta compatible con un sistema que, como el que se proyecta, condiciona la libertad, entre otros requisitos, al transcurso de 35 años en prisión, 32 de ellos cumplidos en primer o segundo grado. Es pura biología.
Por cierto, resulta al menos incoherente intentar apoyarse en una decisión del Tribunal Europeo, cuando simultáneamente el Ministro del Interior proclama que no dará cumplimiento a su sentencia Del Río versus España, que condena al Estado español por aplicación, con carácter retroactivo, de la “doctrina Parot”.
La otra gran novedad, la custodia de seguridad, consiste en una medida de seguridad privativa de libertad que puede ser impuesta a delincuentes reincidentes peligrosos. Frente al tradicional sistema dualista o de doble vía, que prevé penas para los delincuentes imputables y medidas de seguridad para los inimputables peligrosos, se opta ahora por un nuevo monismo: pena más medidas de seguridad. A lamentar que que el Anteproyecto, en una palmaria demostración de incuria, denomine dualismo a lo que siempre se ha conocido como monismo, y viceversa.
La Ley Orgánica 5/2010, aprobada con mayoría socialista, ya había roto el tradicional modelo dualista al incorporar la espuria y unánimemente criticada por la doctrina medida de seguridad de libertad vigilada, un conjunto de limitaciones de derechos, impuestas al condenado después de cumplida la pena privativa de libertad. La novedad del Anteproyecto de 2012 es que, compartiendo al argumentación (¿) de base, amplía los supuestos de aplicabilidad de la libertad vigilada y agrava la afectación a los derechos del condenado, ya que, tras la pena de privación de libertad se le va a imponer ¡otra privación de libertad de hasta 10 años de duración!.
Parecería deseable que, al menos, tal forma de exacerbación punitiva quedase reservada a supuestos excepcionales de evidente peligrosidad en los autores de delitos graves. Y así lo afirma la Exposición de Motivos, pero el articulado lo desmiente: se aplicará la custodia de seguridad a reincidentes en la comisión de (ciertos) delitos castigados con penas de más de tres años de prisión o a los condenados por varios delitos a los que se impusiere pena por todos ellos superior a cinco años. La gravedad excepcional brilla por su ausencia.
En todo caso, la pena de prisión se cumplirá antes que la custodia de seguridad. Frente a la vieja Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, que seguía los pasos de la Ley de Vagos y Maleantes de 1933, el Código Penal de 1995 prevé exactamente lo contrario: primero se cumple la medida, que por su vinculación a la personalidad del condenado parece más idónea para neutralizar su peligrosidad y para acercarlo a su reinserción, y después, si fuere necesaria, la pena. Hoy se pretende volver al modelo franquista: primero, el castigo; después del paso por la prisión en cumplimiento de la pena correspondiente al delito cometido, la medida privativa de libertad. En doctrina penal se acuñó hace tiempo la expresión “fraude de etiquetas”. Viene al caso como anillo al dedo. Lo lamentable es que el fraude se realiza a costa de la libertad.
Una vez metido en harina, el Anteproyecto sigue difuminando los límites que siempre han separado penas y medidas de seguridad, para endurecer el régimen de éstas y su ámbito de aplicación, que llega hasta los delincuentes patrimoniales (ojo: al trilero o al chorizo, no a la criminalidad de cuello blanco).
La Parte Especial proyectada da fe de idéntica obsesión punitivista. Se incrementan, en efecto, las penas correspondientes a un buen número de delitos, heterogéneos por demás: detenciones ilegales, hurto, robo, estafa, incendios forestales, intrusismo profesional, atentados (cuyo concepto se amplia), alteración del orden público (cuyo concepto se amplía hasta hacerlo incompatible con los derechos de reunión y manifestación constitucionalmente reconocidos), etc. Por otra parte, a la retórica descriminalización de las faltas –que parecería apuntar a la tan reivindicada despenalización de la delincuencia de bagatela- acompaña la recuperación de muchas de ellas para elevarlas a la nueva categoría de “delitos leves”. Lo que, como falta, salió del Código por la puerta, entra por la ventana como delito.
Se completa, así, un cuadro sancionador regido por la debilidad teórica, por la ausencia de datos criminológicos que pudieran avalar alguna de las soluciones tomadas, por la exasperación punitiva y por la obcecación por dar respuesta a las cuestiones penales solo mediante el recurso a más privación de libertad.
La realidad criminológica permite, no obstante, cuestionar fuertemente esta opción pan-carcelaria. La población carcelaria supera hoy los 67.000 internos, Con un índice de ocupación de los establecimientos penitenciarios de 141% -en Cataluña 94.3%- que refleja un sistema saturado, 37 puntos por encima de la media europea. En términos proporcionales, la población penitenciaria española ha pasado en una década de 111 internos a 154 por cada 100.000 habitantes. Estas altas cifras no son consecuencia de un elevado número de ingresos en prisión, sino de la larga duración de la estancia real, duración debida, según todos los expertos, a la gravedad de nuestras penas carcelarias, a la introducción del período de seguridad, que dificulta el acceso al tercer grado y al endurecimiento del acceso a los beneficios penitenciarios.
Pero este encarnizamiento punitivo no se corresponde con nuestras necesidades preventivas: es conocido el dato, en el que insiste recientemente el Comunicado del XXVII Congreso Nacional de Jueces para la Democracia (Valencia, 2-3 de junio), de que nuestras tasas de delincuencia son inferiores a las de los otros grandes países de la UE, mientras los estudios de victimización revelan, entre 1989 y 2008, la tendencia descendente de prácticamente todas las categorías de delito.
Frente al no disimulado punitivismo, el Anteproyecto opta por el absentismo frente a la delincuencia de cuello blanco. Cuando el informe de 6 de junio pasado de la ONG Transparencia Internacional, advierte que España no sanciona ni controla suficientemente la ineficacia, el despilfarro y las corruptelas en el sector público y que “Los vínculos entre la corrupción y la actual crisis financiera y fiscal en estos países ya no se pueden ignorar”, resulta llamativo que se deje intocada la disciplina penal en la materia. Quizá porque el Ministerio desconozca que, tal como evidencia la práctica, es susceptible de notorias mejoras; quizá porque piense que cuando las cosas funcionan, mejor no tocarlas.