El día en
el que se produce en el Congreso la sesión de investidura trae el interrogante
sobre el éxito de las fuerzas conservadoras en lograr un gobierno después de
dos convocatorias electorales que deberían haber marcado un cambio político en
España en atención a las exigencias de una buena parte de la población,
movilizada contra las políticas de gestión de la crisis que llevó a efecto el
Partido Popular. La incapacidad de los grupos de centro y de izquierda por
desalojar del gobierno al PP – pese a sumar en número de votos un claro rechazo
a sus políticas - generó un decaimiento en esa movilización popular que
cristalizó en un congreso en el que el PP recuperó consensos y que le ha
permitido enhebrar el pacto de investidura con la fuerza emergente de la
regeneración democrática del centro –derecha. Este panorama provoca en muchos
de las personas que han participado activamente en movilizaciones sociales y en
luchas sindicales un cierto desánimo, en la medida en que el espacio electoral
demuestra una cierta opacidad a las aspiraciones y reivindicaciones de mayor
libertad y democracia que se manifiestan en tales movilizaciones, de manera que
la presencia en la calle de manifestantes no tiene un correlato seguro en la
dirección de los votos emitidos.
Este ha sido, desde la Transición
a la democracia, un punto sensible en los razonamientos de la izquierda, que
sin embargo se resolvían en la ambivalente posición del PSOE, partido de
izquierda que sin embargo en el gobierno no desarrollaba las políticas que
corresponderían a una formación que busca la transformación social, pero que
sin embargo ofrecía la versión de la política posible, frente a la que podrían
desarrollar, en un sistema marcadamente bipartidista, los exponentes de la
derecha conservadora. Ahora sin embargo, la izquierda ha roto sus techos
históricos en cuanto al número de diputados y porcentajes de voto, pero el
discurso sobre la dinámica calle/parlamento, es decir, la relativa incapacidad
de que las movilizaciones sociales se transformen en votos consecuentes con un
programa de democracia sustancial, se reproduce aún en esta nueva situación.
No es un problema exclusivo de
los partidos políticos, sino que el movimiento sindical también se lo planteaba
desde una doble perspectiva. La de su autonomía respecto de los partidos
políticos de izquierda – en una época denominados partidos obreros – de forma
que no se fijara mecánicamente la adscripción del sindicato a la órbita
política del partido “dominante”, de manera que el movimiento sindical
recomendara a sus afiliados y a los trabajadores en general que apoyaran a los
candidatos de los “partidos democráticos y obreros”, y la de la repercusión de la acción y de la movilización
sindical en los resultados electorales,
cuestión ésta que normalmente se enfocaba desde el prisma de la eficacia
política de la acción sindical pero también respecto de la conveniencia – o no
– de someter a ciertos límites o restricciones la acción colectiva de defensa
de los intereses de los trabajadores en función de las repercusiones negativas
que éstas podrían tener en un resultado electoral.
En esta etapa de reforzamiento de
la memoria sindical que está llevando a cabo CCOO, como fórmula confluyente con
un proceso de reformulación de los contenidos y las formas de la estructura y
de la acción sindical que desembocarán necesariamente en las discusiones
congresuales, hay un texto posiblemente poco recordado de Nicolás Sartorius que planta este problema al que da la solución
que me parece que aún hoy es la “canónica” en las sedes sindicales. El texto
está contenido en el libro El resurgir
del movimiento obrero, prologado por Simón
Sánchez Montero y publicado en 1975 por la Editorial Laia, en Barcelona,
aunque previsiblemente su datación es de tres o dos años anterior. Puede ser
interesante ahora, en un día tan señalado, releerlo:
“Todos conocemos y hemos
discutido múltiples veces , casi siempre apasionadamente, sobre las grandes
dificultades que encuentran las fuerzas obreras y populares para alcanzar,
dentro de las reglas del juego imperantes en los países de democracia burguesa,
una mayoría parlamentaria que les permita convertir en leyes lo que el pueblo
necesita y exige en sus grandes movilizaciones. Asistimos, a veces, a grandes
movimientos de masas que ponen en pie a millones de personas exigiendo reformas
de base sobre cuestiones vitales que les afectan diariamente (que sólo son
posibles con una nueva orientación de toda la política económica y social) y,
sin embargo, cuando llegan las elecciones parlamentarias el resultado suele ser
una sucesión ininterrumpida de mayorías conservadoras o, en el mejor de los
casos, combinaciones de orientación presumiblemente avanzada, pero que no
acaban de atacar por la base las transformaciones que harían posible la
satisfacción de las reivindicaciones populares.
Se trata de países en los que sin
duda sería un suicidio, una aventura sin sentido, prescindir o minimizar el
valor y las posibilidades que ofrecen las elecciones, los parlamentos y las
cámaras; más son igualmente aquellos en los que se corre un riesgo real de
“estancamiento” de “pudrimiento” y hasta de peligrosas involuciones políticas
si se confía exclusivamente en las infinitas combinaciones electorales o no se
encuentra una ligazón real, en el momento oportuno entre el nivel parlamentario
o gubernamental y el clamor de la calle que refleja y responde a los intereses
renovadores de las masas. Se trata, pues, desde hace tiempo – lo que ocurre es
que la cosa no es nada sencilla – de encontrar precisamente una relación
dinámica entre el conjunto articulado del movimiento obrero y popular y las
instituciones que forman el entramado del Estado moderno – a nivel local,
regional o nacional – de tal forma que las aspiraciones reales y poderosamente
sentidas por las masas encuentren forma de lucha y de participación democrática
directa – en la fábrica, en el barrio, en el pueblo, en los campos, en los
centros culturales y profesionales, etc. – que permita y en algunos casos
fuerce a las formaciones políticas democráticas a encontrar alternativas de
gobierno capaces de llevar adelante, siempre en un diálogo con estos
movimientos de masas, un programa acorde con sus aspiraciones.
Porque, por el contrario, si las
organizaciones sindicales cayesen en una dedicación casi exclusiva - con las tradicionales plataformas
reivindicativas y las viejas formas de organización – por mejorar
cuantitativamente el contrato de trabajo – cuestión, por otra parte muy
necesaria, si va acompañado de lo otro – y los partidos se transformasen o
siguiesen esencialmente enfrascados en las periódicas luchas electorales – en
las que hay que participar a fondo, pero como suplemento de la lucha de masas –
sería muy difícil que la orientación general de la sociedad cambiase y los
partidarios abiertos o vergonzantes del statu
quo económico y social seguirían fabricando, con más o menos dificultades,
sus fórmulas de gobierno.
Estas son cosas que cualquier sindicalista conoce sobradamente; más lo importante no es
esto, sino que, a nivel de grandes masas, de manera concreta y operativa se
creen esos nuevos instrumentos de democracia y participación que ligan la
fábrica, el barrio, el pueblo, la universidad a la sociedad y al Estado”.
El texto es muy valioso no sólo
porque muestra la perennidad de la costumbre de articular las “infinitas
combinaciones electorales” que propician “fórmulas de gobierno” de apoyo
abierto o vergonzante a las situaciones de injusticia y de desigualdad social, sino porque contempla con una sorprendente
modernidad los dilemas que se abren en estos tiempos a la movilización social y
ciudadana, que necesariamente deben crear nuevas formas de participación
democrática, de expresión colectiva, como forma de condensar el nuevo poder
alternativo reafirmado en esos espacios de acción que se tiene que traducir,
ciertamente, en resultados electorales con arreglo a la tecnificación concreta
que se produce en ese ámbito, tan complicado como relativamente autónomo en su
configuración respecto del de las luchas sociales. Algo semejante para el
sindicalismo, que debe buscar en sus formas clásicas de organización nuevos
modos de estar y de trabajar sociopolíticamente en ellas, insistiendo
fundamentalmente en la ampliación de la democracia y de la participación de
trabajadoras y trabajadores en estos procesos de movilización y de
reconstrucción del discurso sobre el trabajo y su centralidad en la sociedad.
Cosas que cualquier sindicalista conoce sobradamente, como recordaba Sartorius hace más de cuarenta años.