El
seminario comparado de Derecho del Trabajo celebrado en Ciudad Real el pasado
viernes 27 de enero en el que se analizaron las experiencias comparadas de
España y Brasil en materia de reforma laboral, fue extraordinariamente
productivo e interesante, y todas las personas asistentes al mismo coincidieron
en esa valoración muy positiva. A continuación, se inserta una parte de la
reflexión que abrió el seminario mediante la comparación de los dos ciclos de
reformas que ha experimentado el sistema jurídico español, el primero con
ocasión de la crisis del euro en el arco temporal del 2010 al 2012, y el segundo
a partir de la irrupción de la pandemia con la legislación de excepción y la
reforma laboral fruto del acuerdo tripartito que culminó en el RDL 32/2021.
El ciclo de reformas que inicia
en el 2010, se prolonga en el 2011, en ambos casos impulsadas por el gobierno
del PSOE, y se completa de manera definitiva y más profunda en el 2012, ya con
el nuevo gobierno del Partido Popular, se resume en la reducción de las
garantías del derecho al trabajo como forma de lograr la creación de empleo, en
la idea neoliberal bien conocida de que la reducción de costes salariales en el
ajuste de empleo – abaratamiento y facilitación del despido – favorece la
reactivación del mismo durante la recuperación de la economía tras la crisis.
Además de ello, se debilitó la negociación colectiva y la fuerza vinculante del
convenio colectivo como una manera de lograr la devaluación salarial, otro
objetivo funcional al aligeramiento de costes para obtener una recuperación de
los niveles de empleo.
El epicentro de estas líneas de
cambio se dio en la última fase del ciclo reformista, en el 2012, en un
contexto de precarización y segmentación del trabajo, con altas tasas de
temporalidad y de externalización de actividades, una fuerte tendencia a la individualización
y deslaboralización de las prestaciones de servicios en las nuevas formas de
negocio conectadas con la economía digital, y en general, la aceptación de la
destrucción de empleo como un efecto natural del ajuste económico que además
servía como medida de disciplinamiento del interés colectivo sindical,
amenazado en su despliegue por la pérdida de puestos de trabajo. Desde este
enfoque, la reforma laboral no sólo detenía el incremento afiliativo a los
sindicatos que se había ido detectando en el primer decenio del nuevo siglo,
sino que reducía drásticamente la adhesión al sindicato de las personas que
perdían su empleo o lo veían en peligro. Además se rompía la capacidad de
representación general que ostentaba el sindicalismo representativo a través de
la cobertura de la negociación colectiva, y se impedía su capacidad de
interlocución con el poder político en el gobierno de los intereses económicos
y sociales que encarnan las personas que trabajan consideradas en su condición
de ciudadanía subalterna.
Es muy diferente el proceso que
se inicia en marzo del 2020, tras la declaración del estado de alarma ante la
irrupción de la pandemia causada por el Covid-19. En las primeras normas, la
protección del empleo estable se llevaba a cabo a través del veto de los
despidos por fuerza mayor y ETOP sin causa justificativa y mediante la
generalización del ajuste temporal de empleo a través de los ERTE, unido al
escudo social desgranado en prestaciones sociales y en la creación del Ingreso
Mínimo Vital. En esta misma fase del ciclo, se dieron pasos en la cuestión
salarial, con la subida del SMIG y las normas de igualdad y transparencia
retributiva para reducir la brecha salarial de género, junto con la regulación
de nuevas formas de prestación del trabajo derivadas de las TIC y de la
digitalización, como el trabajo a distancia o las actividades de reparto al
servicio de las plataformas digitales, con la obligación de informar a la
representación de los trabajadores en la empresa de la gestión algorítmica del personal.
El momento más determinante de
este ciclo de cambio legislativo se produjo con la reforma laboral en el marco
del plan de recuperación y resiliencia de diciembre de 2021, que se basaba en
un principio de estabilidad en el empleo a través de la profunda reordenación
restrictiva de la contratación temporal, el mantenimiento del empleo
incorporando a la “normalidad normativa” el ajuste temporal de empleo de los
ERTE como regla general de acción ante las dificultades que las crisis
económicas plantean a la actividad de las empresas y finalmente, la
vigorización de la acción sindical en la negociación colectiva. La reforma
laboral del 2021 está dando frutos importantes, pero la comparecencia de nuevos
fenómenos críticos, en especial la crisis energética y de suministros causada
por la guerra de Ucrania, no ha impedido que durante el 2022 siguieran
efectuándose cambios normativos relativos a al ampliación de derechos para
determinados colectivos, señaladamente las trabajadoras del hogar familiar como
consecuencia de la ratificación del Convenio 189 OIT, la ampliación de
prestaciones sociales y la revalorización de pensiones, y otros elementos
importantes como la regulación de la ley de empleo, entre otras.
Es fácil detallar las
orientaciones completamente opuestas de ambas iniciativas de cambio. Mientras
que las correspondientes al ciclo 2010-2012 actúan sobre la modificación
sustancial de las condiciones de trabajo guiadas por un principio de
unilateralidad y de inmunización de las decisiones empresariales respecto de la
intervención colectiva de las representaciones sindical y electiva de los
trabajadores – la flexibilidad interna no contratada – y la decidida
degradación de las garantías de empleo en el despido como fórmula predominante
de efectuar el ajuste de empleo ante las dificultades económicas, unido a la
acentuación de la relación descompensada entre sindicatos y empresarios en la
dinámica de la negociación colectiva,
las políticas del derecho del segundo ciclo reformista ante la pandemia
en el período 2020-2022, se apoyan en los principios de estabilidad y
mantenimiento del empleo, el reequilibrio de la negociación colectiva y el
establecimiento de un cinturón protector frente a la pobreza salarial – el
incremento del SMIG – o frente a la pobreza como forma de exclusión social – el
Ingreso mínimo vital – así como a la mejora de las pensiones mediante un fuerte
mecanismo que permite la revalorización de las mismas.
Pese a esa fuerte contraposición,
hay elementos comunes a ambos procesos. El condicionamiento político de las
reformas españolas por la política monetaria y la gobernanza económica europea
en el caso de la crisis financiera que luego devino crisis de la deuda estatal,
y que se resumió en el mecanismo de estabilidad, y en el segundo supuesto, la
reorientación del paquete Next Generation en el marco de la suspensión del
pacto de estabilidad y el encuadre del cambio legislativo en el plan de
recuperación y resiliencia que se acordaba con las autoridades europeas. En
ambos supuestos, el condicionamiento de las políticas sociales impulsadas por
las medidas adoptadas como resolución de la crisis ha sido fundamental, aunque
evidentemente la orientación de las mismas ha sido muy diferente en el caso de
la crisis del euro y la que se desencadenó a raíz de la pandemia. Pero también
es cierto que aún dentro de esta homogeneización política y económica, hay
márgenes en la escala nacional-estatal, para una política del derecho diferente
dentro de los marcos fijados por la gobernanza europea. Los hubo en efecto en
el primer ciclo reformista, como lo demostró la gradual propuesta de reforma
que va del bienio 2010 y 2011 a la que se impuso en el 2012, y en el supuesto
actual, se puede apreciar esa diferencia en relación con los otros planes de
recuperación y resiliencia que se han ido aprobando en otros estados miembros
de la Unión, frente a los cuales la propuesta española sobresale por su
decidido carácter de fomento del trabajo decente y de calidad. Es posible que,
siempre en este segundo caso, hayan existido límites infranqueables –
seguramente los relativos a la modificación directa de los despidos colectivos
económicos – pero lo que es indudable es que la modificación legislativa que ha
incorporado a la normalidad normativa el ajuste temporal de empleo como la
regla prioritaria que se debe practicar ante los supuestos de crisis, incide
indirectamente sobre el tema del despido colectivo, aunque no se modifique su
régimen legal.
Lo que emerge finalmente de esta
comparación es la existencia de dos modelos plenamente enfrentados. Un modelo
neoautoritario de degradación de derechos individuales y colectivos de las
personas trabajadoras, frente a un modelo democrático de relaciones laborales,
el que encarna el proceso de modificaciones legislativas que han tenido lugar
como reacción frente a la crisis provocada por la pandemia, en el que la
centralidad del trabajo es el eje de la construcción de una ciudadanía
democrática. Una relación que interpela al jurista sobre el hecho de hallarse
ante un cambio de paradigma normativo que pretende modificar profundamente las
coordenadas ideológicas, políticas y técnicas del modelo neoliberal de las
relaciones de trabajo sustituyéndolo por una construcción gradual de un
proyecto regulativo neolaborista.