En la intervención de cierre del Curso de Toledo (cuya fotografía de grupo se incluye al inicio de este post), la mesa redonda del final
del mismo había previsto la intervención de Joaquín Aparicio, Guido Balandi, Antonio Baylos y Umberto Romagnoli, moderados por Laura Mora, (en la foto de abajo) para que hicieran alguna reflexión en voz alta sobre la idea del Derecho del Trabajo, es
decir, una aproximación a las líneas teóricas que permiten hablar de una
reconducción del Derecho del Trabajo en esta época de transición. A
continuación se transcriben algunas notas que sirvieron de base a la
intervención en esa mesa redonda.
Hablar sobre el Derecho del Trabajo en un momento y lugar como el presente
español y europeo es siempre complicado, porque es evidente que nos encontramos
en una etapa de transición todavía no claramente definida en relación con lo
que se ha ido describiendo como un modelo democrático del derecho laboral. En
cualquier caso, tendencias y contratendencias han habitado desde su comienzo a
esta rama del derecho que, como ama repetir Umberto Romagnoli, es el derecho del siglo XX, que ha permitido
hacer socialmente aceptables las modificaciones del sistema productivo llevadas
a cabo por la economía capitalista de libre mercado y que ha conseguido que el
trabajo pueda expresarse jurídica y políticamente en torno a la representación
del mismo en un doble plano, social y político.
La ambivalencia del Derecho del Trabajo está inscrita en su propio ADN,
no es un derecho de clase, sino que expresa una relación entre clases, legitima
el poder privado del empresario a la vez que controla su ejercicio para que no
sea arbitrario, diseña un poder social normativo en manos de la autonomía
colectiva que conforma un sistema de normación bilateral que procedimentaliza y
media el conflicto de base sin negarlo, y se cierra en una aceptación de la
asimetría básica entre las partes de la relación. El Derecho del trabajo está
atravesado por la ambivalencia de la autoridad, la bilateralidad y el cierre
del conflicto. No es un elemento estático ni acoge, como muchos querrían, una
trayectoria siempre en ascenso en la nivelación de las posiciones de poder
asimétricas en la relación de trabajo. Como ya señalara otro grande maestro
europeo, Gérard Lyon – Caen, el
Derecho del Trabajo es una técnica reversible.
En este tiempo histórico, la globalización financiera y los flujos de
capital en el espacio global, los mercados financieros como centros robustos de
decisión que anulan la soberanía nacional de tantos países, de una parte, y las
instancias paralelas en orden a la remercantilización de espacios importantes
de la existencia social, comenzando por el trabajo, han sido las coordenadas
dentro de las cuales se despliegan las incertidumbres sobre la forma de regular
el trabajo asalariado. Ese cuadro general se inscribe en un contexto cultural
preciso, y es el de la hegemonía del liberalismo autoritario como eje del
pensamiento y de la opinión pública. Según éste, la presencia del Estado-nación
sigue siendo muy determinante para el conjunto del proceso regulatorio. El Estado
actúa fundamentalmente para inmunizar la esfera de la producción de mercancías
y de la acumulación frente a cualquier intento de participación democrática en
su regulación. El liberalismo autoritario busca la neutralización de la
democracia, es decir, pretende situar la economía de mercado fuera de las
decisiones institucionales democráticas. Simultáneamente garantiza una
“politicidad” de bajo rendimiento, debilitando los instrumentos básicos de la representación
política – la legislación sobre la regulación del trabajo ha sido en España
realizada mediante la llamada legislación de urgencia que elabora directamente
el gobierno por la vía del Decreto-Ley, y el Parlamento, junto con otros
órganos institucionales importantes como el CGPJ o el propio Tribunal
Constitucional, se han visto subsumidos en el apoyo pleno, ya decidido
previamente, a las decisiones del Gobierno. Se propicia un cesarismo
político-financiero como forma de gobierno que esteriliza cualquier
participación democrática sustancial. La gobernanza económica europea cierra
este modelo por arriba, homogeneizando y centralizando esta arquitectura
autoritaria y sancionando a posteriori cualquier desviación sobre el diseño
previsto. El caso de Grecia es emblemático, puesto que al hacer intervenir a
los ciudadanos que, mayoritariamente expresaron su rechazo a las condiciones
impuestas por la Troika, pusieron en crisis la regla fundamental que excluye la
democracia del espacio de las decisiones sobre la economía y el dinero, se
empeñaron en que el diktat final fuera
especialmente oneroso como castigo a una actitud del gobierno griego que
respetaba las reglas de la política democrática y daba voz a la ciudadanía de
su país.
Cualquier análisis sobre la reconfiguración del derecho del trabajo en ese
panorama tiene que partir de la multiescalaridad en la que se fracciona este
complejo regulativo a lo largo de una serie de niveles de lo alto a lo bajo (y
viceversa). En primer lugar, el derecho
internacional del trabajo, muy especialmente los convenios de la OIT y su
regulación mínima y progresivamente completa de los aspectos más relevantes de
las relaciones de trabajo y de la seguridad social, han recuperado un valor
central como paradigma vigente de los estándares de protección del trabajo a
nivel global, reforzado por nociones muy potentes como la del trabajo decente. En
el espacio europeo, donde tradicionalmente el conjunto normativo de la OIT se
despreciaba por irrelevante frente a un modelo constitucionalmente desarrollado
de derechos sociales en el estado nacional, se redescubre ahora la virtualidad
de algunas de sus normas como argumento para oponerse a las reformas de
estructura que asolan los marcos nacionales de relaciones laborales de los países
de la periferia sur de la Unión Europea. Pero lo más importante es la
reconfiguración del espacio global a partir de las normas fundamentales de la
OIT, y el conflicto que este intento de juridificación de lo global mantiene
con el derecho internacional del comercio, es decir los grandes tratados internacionales
que protegen la libertad de comercio y las inversiones y que priman estos
elementos sobre el respeto de los derechos laborales. Se repropone en este
nivel global la antigua cuestión que planteaba el derecho del trabajo como el
principal límite al derecho a la libre competencia en el mercado, en una más
compleja relación entre entidades supranacionales como la UE, estados fuertes
como USA, y el ámbito de los tratados internacionales que se imponen a las
legislaciones nacionales de los países incluidos en el ámbito de aplicación de éstos
impidiendo intervenciones legislativas que limiten o restrinjan esas libertades
de comercio y de inversión, como el debate actual sobre el TTIP está poniendo
de manifiesto.
Siempre en el terreno de la globalización, el debate sobre la globalización
de los derechos tiene una directa relación con los derechos laborales y
sociales considerados como derechos humanos y dotados de una vigencia
universal. La universalidad de los derechos reconocidos en Cartas y
Declaraciones que se presentan como una conquista civilizatoria, y que
incorporan a las mismas derechos laborales y políticos básicos, perfilando una
noción de ciudadanía que en todo sistema jurídico nacional debe ser garantizada,
es cada vez más un elemento central en la idea del Derecho del Trabajo que se
está forjando en este siglo. Ciertamente que con aportaciones más volcadas en
los instrumentos para garantizar su vigencia en los ordenamientos nacionales y
por tanto con un especial énfasis en la mediación judicial, pero los derechos y
principios fundamentales derivados del trabajo colisionan de forma permanente y
directa con la matriz autoritaria del neoliberalismo y su despliegue normativo
en todos los niveles, supranacional y estatal, acentuada por el dispositivo de
imposición que ha construido el mecanismo de estabilidad y la gobernanza económica
europea, e implican una fuente constante de deslegitimación del liberalismo
autoritario.
Ésta es la construcción ideológica y
política que se encarna en lo que Luigi
Mariucci ha llamado un nuevo estatalismo. Que resulta fortalecido mediante
el gobierno económico-financiero de la eurozona que urge la adopción de políticas
de austeridad y medidas de reforma que alteran de manera profunda el conjunto
de equilibrios que conformaban el derecho del trabajo en los estados nacionales
europeos que habían definido su marco constitucional sobre la base del
reconocimiento de los derechos sociales y de la participación democrática. Este
nuevo estatalismo no se detiene, coherentemente, en la demolición del cuadro de
contrapoderes colectivos y garantías sobre el empleo, sino que es hostil a los
movimientos sociales que presionan para la verificación de situaciones de
desigualdad social y económica como condición necesaria para que éstas sean
solucionadas, y actúa explícitamente contra la eficacia de los derechos y la
participación democrática en general. La opacidad del poder político a
cualquier pretensión de las clases subalternas impone re-andar el camino de la conquista
de los derechos y libertades que están ya inscritas en las constituciones
nacionales, junto con la puesta en cuestión de los mecanismos institucionales
que han permitido esta enajenación del poder público del espacio de la ciudadanía.
El derecho del trabajo está también convocado a y forma parte de este proceso
de cambio, que sin embargo es muy desigual en los distintos países, y que cobra
expresiones diferentes y hasta contradictorias en algunos de ellos.
La crisis de representación también afecta al sindicato. En gran medida
porque la representación del trabajo que personifica se encuentra muy afectada
tanto por las transformaciones del mismo producidas por las modificaciones del
capitalismo, como por la dificultad que encuentra en adecuar su estrategia y
sus formas de acción a éstas nuevas situaciones. Aparece entonces como un
representante ineficiente que carece de capacidad de intimidación. La capacidad
de adaptación de la representación del trabajo a las nuevas formas de empresa,
que como ha señalado Joaquin Aparicio
suponen uno de los cambios más trascendentales en los esquemas que sostienen la
regulación actual de las relaciones laborales, y la integración completa de la
fragmentación y del precariado en el concepto de trabajo objeto de la representación
colectiva, son elementos importantes para la recarga del sindicato. Pero para ello resulta imprescindible abrir
el proceso de construcción política de esta representación del trabajo a la voz
real de las trabajadoras y trabajadores, garantizar por tanto una comunicación
directa y fluida desde los lugares de trabajo hasta los espacios de debate del
sindicato, reformulando de manera radical el problema de la democracia en el
sindicato.
El trabajo, por tanto, desplegado en un espacio concreto sometido a la
dirección de un poder privado que las reformas estructurales lo han vigorizado,
hecho más seguro, afianzando su carácter unilateral. El núcleo de la relación
laboral. Que requiere ante todo una nueva redefinición del lugar en el que se
desarrolla, es decir, una suerte de cartografía del desplegarse del trabajo
concreto, su interacciones y su relieve, puesto que la disposición concreta de
las personas que trabajan, su ambiente y su experiencia precisa son decisivas a
la hora de producir conexiones útiles para la normación bilateral colectiva y
para la re-institucionalización del poder en la empresa. Un atlas geográfico
que atienda a los accidentes físicos del terreno y que prescinda por tanto de
los elementos añadidos que impiden comprender la geografía del trabajo, su
precisa configuración en unos lugares que no son ya los que nombra la ley, ni los que acostumbramos
a considerar como ciertos. Observar por tanto la organización concreta del
trabajo en los lugares en los que éste se presenta para forzar un mapa de este
desarrollo que sirva para construir una relación de derechos y obligaciones “pegada
al terreno” como gustan decir los sindicalistas de raza. Entre ellos, desde
luego, los derechos de participación democrática y el poder contractual del
sindicato, que se podrán reforzar en la medida en que ambos se correspondan con
un espacio definido que exprese realmente el trabajo que se presta. No sólo se
trata por tanto de resituar la noción de empresa y el poder de decisión de la
misma, incorporando la dimensión transnacional, sino de algo más amplio,
atendiendo al trabajo concreto y no tanto al recipiente en el que es utilizado
productivamente.
Sobre todos estos aspectos gravitan algunas ideas-fuerza que ayudan a sopesar
y reparar la construcción jurídica que regula el trabajo. Romagnoli ha centrado su
exposición en la reivindicación de la ciudadanía como producto del derecho del
trabajo, y Guido Balandi por su
parte ha recogido la idea del derecho social para partir del valor de la
igualdad como elemento fundante de un proceso reconstructivo del conjunto
normativo que regula el trabajo. Son ideas fuertes, que permiten un desarrollo
muy rico. Desde hace tiempo, la línea que anima un propósito parecido en el
grupo de juristas del trabajo de la UCLM podría definirse como la repolitización
democrática de las relaciones de trabajo, que implica la importancia del
trabajo como un momento en el que tiene que insertarse elementos democráticos básicos
como desarrollo de la propia idea democrática que permite y legitima el sistema
capitalista de libre empresa, y es a través de ese prisma como se plantea un
proyecto reconstructivo del derecho del trabajo en abierta oposición a su
formulación liberal y autoritaria que impulsa la re-mercantilización – o despolitización
– del mismo. Todas ellas pueden ser válidas porque todas son sugerentes,
manifiestan una idea del derecho del trabajo que enlaza con la mejor cultura
jurídica sobre el mismo.