JUEGO SUCIO EN LA HUELGA DE LA LIMPIEZA.
Joaquín Pérez Rey.
Que más de un millar de puestos de
trabajo se salven en la sangría de empleos en la que se ha convertido el
mercado de trabajo español debería ser una gran noticia y, en efecto, lo es. Si
estos trabajos hubieran surgido como consecuencia de alguna inversión
extranjera que atraída por el descenso de los costes laborales decidiera abrir
una explotación industrial en España, sería difícil encontrar un hueco en la
inauguración de la nueva fábrica. Pero si, como ha sucedido en Madrid, los
empleos se han mantenido gracias a una huelga de los trabajadores frente a los
intentos empresariales de despedir a una parte significativa de la plantilla,
la foto ya no es tan concurrida y amenaza con quedar desierta o incluso podría
ser que alguien no la considere deseable.
Esta paradoja es una muestra más de la
incomodidad que tradicionalmente causa la huelga en el poder y sus aledaños,
molestia que, conviene no olvidar, pretendió evitarse durante una buena parte
de nuestra historia más reciente haciendo de aquélla un delito.
Justo las antípodas de lo que ahora
sucede una vez que la Constitución dio cabida a la huelga entre sus artículos y
la rodeó de las más amplias garantías, convirtiéndola ni más ni menos que en un
derecho fundamental. Esto, tantas veces repetido, tan sabido, no consigue, sin
embargo, calar en el poder político, especialmente cuando es él quien, de una u
otra forma, se ve afectado por el conflicto laboral que adopta la huelga como
forma de expresión. Tampoco lo hace en el poder económico que no se deja impresionar
por la retórica de los derechos humanos.
Los ejemplos podrían multiplicarse y
van desde la manipulación informativa de la huelga y su seguimiento (condena a
RTVE como consecuencia del tratamiento dado a la huelga del 20 de junio de
2002) a los frecuentísimos supuestos en los que el conflicto se pretende
invisibilizar imponiendo abusivamente el mantenimiento de la actividad con la
excusa de los servicios mínimos o recurriendo directamente al esquirolaje
tradicional o tecnológico. Televisiones emitiendo programas previamente
grabados y sin contenido informativo, directivos sustituyendo a redactores en
un periódico, transportes con una frecuencia cercana a la habitual en las horas
punta, servicios más dotados de personal en caso de huelga que en los días
normales. Todo ello en detrimento del derecho de huelga y su capacidad para
paralizar la producción y todo ello normalmente considerado contrario a la
Constitución por los Tribunales, el Constitucional entre ellos, años después
cuando ya no queda del conflicto más que un leve recuerdo.
El conflicto en la limpieza de Madrid
es un nuevo ejemplo de este accidentado camino por el que el derecho de huelga
parece resignarse a transitar. Contratar con empresas externas, empresas de
trabajo temporal incluidas, o a trabajadores para que sustituyan a los
huelguistas es un comportamiento opuesto al derecho constitucional. No en vano
la denominada prohibición de esquirolaje es una consecuencia obligada del
reconocimiento de la huelga como derecho, precisamente porque ha sido la forma
históricamente más común de dejar vacío de contenido el paro de los
trabajadores. Esta prohibición sólo cede en contadas y excepcionales
circunstancias que, en todo caso, requieren ser fehacientemente acreditadas, y
no puede basarse en suposiciones o afirmaciones retóricas, sobre todo cuando
quien las hace es una de las partes del conflicto. Mucho menos puede adoptarse
un comportamiento tan drástico simplemente porque el servicio, el de limpieza
en este caso, no se desarrolle con normalidad, pues precisamente este es un
efecto ineludible de la huelga.
Los servicios mínimos que se imponen en
aquellos casos en los que las huelgas afectan a servicios esenciales de la
comunidad no son, insiste desde hace años el Tribunal Constitucional, un instrumento
para mantener la normalidad productiva como si nada acaeciese. Su función es la
de, afectando lo mínimo imprescindible al derecho de huelga, garantizar otros
derechos o bienes constitucionales pero no la de mantener el servicio como si
la huelga no se estuviera produciendo. Adviértase también que desde bien
temprano el Tribunal Constitucional negó la posibilidad de que el Gobierno
impusiera la reanudación del trabajo, permitiendo tan sólo, en caso de huelgas
que causan un perjuicio grave de la economía nacional, lo que no parece ser el
caso de Madrid, el sometimiento del conflicto a un arbitraje obligatorio y
siempre y cuando el árbitro designado sea imparcial.
Es llamativo, además, que de todas las
actuaciones que el Ayuntamiento de Madrid podría haber desplegado para evitar o
atenuar las consecuencias del conflicto se haya decantado por aquella que
cuestiona de manera más severa el ejercicio de un derecho fundamental. Un golpe
de autoridad, como la ha calificado laudatoriamente el Ministro de Justicia,
que parece también olvidarse de que el respeto a los derechos fundamentales y
la garantía de su ejercicio constituyen una obligación para los poderes
públicos, incluso cuando ese derecho sea uno tan incómodo como el de huelga, de
cuya conculcación no se debería presumir y mucho menos empeñarse en reprimir.
Por curioso que parezca, ahora que
surgen voces por doquier pidiendo una ley de huelga, es precisamente la
regulación actual, nada favorable al ejercicio del derecho sino todo lo
contrario, la que permite estas agresiones cotidianas a los paros laborales por
parte del poder público y da lugar a una verdadera anomalía
jurídica.
Un derecho, el de huelga, mal regulado,
difícil de ejercitar en el mar de precariedad en el que se ha convertido el
mercado de trabajo español por el temor a sufrir represalias, a perder el
puesto de trabajo. Un derecho asediado por todo tipo de conductas empresariales
y políticas empeñadas en dejarlo sin efecto. Un derecho, en suma, que exigiría
una urgente atención legislativa destinada a tutelarlo, poniendo freno
eficazmente a las vulneraciones de las que suele ser objeto. Pero incluso así,
rodeado de alambre de espino, el derecho de huelga consigue en ocasiones
componer bellas sinfonías de solidaridad y resistencia, recordándole al
ciudadano aplastado por el fatalismo que se puede romper con el "es lo que
hay", como advertía estos días un veterano
sindicalista. Una lección que algunos parecen empeñados en borrar del
temario, incluso pese a la Constitución.
El profesor Pérez Rey explica el estado en el que se encuentra el derecho de huelga de un modo riguroso, claro y conciso. Enhorabuena por la necesaria reflexión y por su formidable concreción.
ResponderEliminarAñado una pregunta y una reflexión sobre el marco jurídico en el que se produce la huelga: descentralización productiva en relación con la externalización de un servicio público que posteriormente desemboca en un despido colectivo.
¿La fijación del precio del servicio se encuentra sometido sin más matices a las reglas de la oferta y demanda como si se tratara de una contrata en el sector privado?
En el caso de Madrid, pero también de tantas otras Administraciones, uno tiene la sensación de que se transfiere un dinero público para poder hacer frente a los costes derivados de los despidos colectivos más un porcentaje para que las empresas sigan manteniendo un margen de beneficio.
Este esquema de actuación del poder público, ¿sirve con objetividad los intereses generales?
Más parabienes al profesor Pérez Rey.
PT
Lo mismo digo, digo lo mismo.
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