El 27 de septiembre de 1975 fueron fusilados “por las fuerzas de orden
público” cinco jóvenes, tres de ellos pertenecientes al FRAP, Frente Revolucionario
Antifascista y Patriota, y dos a ETA. Eran muy jóvenes. Dos de ellos tenían sólo 21
años, 24 y 27 otros dos, el último, 32 años. Fueron todos ellos torturados
salvajemente, acusados sin pruebas, condenados por consejos de guerra
sumarísimos. La campaña internacional para intentar salvarlos y reducir su
condena no consiguió su objetivo porque el núcleo duro del régimen, ya con el
Dictador muy debilitado, entendían que era preciso dar una prueba de fortaleza,
asesinando a estos jóvenes. Su sangre fue la trasfusión primera que el dictador
empezó a recibir antes de que muriera en una larga agonía favorecida por sus
fieles para mantenerlo en vida vegetativa el mayor tiempo posible, apenas dos
meses después. Murió entre heces sanguinolentas.
El franquismo fue un régimen criminal desde su origen hasta su final. La
memoria de esa violencia cotidiana y del desprecio por la vida ha sido mitigada
y durante demasiado tiempo falseada. A partir del 2007, con la timorata y luego
reiteradamente incumplida Ley de la Memoria Histórica, la voz de los reprimidos
y perseguidos comenzó a hacerse oir. Las resistencias a la restitución del
olvido han sido enormes. El caso Garzón ilustró hasta qué punto el sistema
judicial no permitía la revisión de los crímenes cometidos bajo la cobertura de
una farsa judicial, y otras sentencias recientes – el caso Julián Grimau como
símbolo – han remachado esta iniquidad doblemente dolorosa al haberse producido
en democracia. Con dificultad pero de manera constante, las asociaciones de la
memoria histórica y varios agentes sociales y políticos están insistiendo en
recuperar del olvido tantos crímenes y vidas segadas. La literatura más
inquieta y algunas películas especialmente bien orientadas están también
cooperando a esta operación que es de absoluta necesidad para normalizar
nuestro presente democrático. Las iniciativas que se han abordado exitosamente
haciendo uso de la justicia universal en Argentina – que han sido felizmente bien
reconocidas en nuestro país, desde el premio Abogados de Atocha a la Juez
Servini, los apoyos de personalidades relevantes a la causa, como la de la
alcaldesa de Madrid, la presencia en el parlamento europeo de este contencioso,
o, últimamente, la localización del torturador González Pacheco – actúan en el
mismo sentido de dar visibilidad a una demanda de justicia y reparación de unas
víctimas nunca reconocidas como tal.
Los últimos fusilamientos del franquismo se produjeron hace cuarenta años.
Muchas personas recordamos el horror que nos produjo. Y el terror que imprimía
ese acto sobre toda la ciudadanía como advertencia del final de la dictadura.
Como en Saló, o en Berlín, el nazifascismo mostraba su crueldad sádica también
en su agonía. Se fusilaba no porque aquellos jóvenes hubieran cometido un
crimen sino porque así se demostraba que el franquismo no tenía fisuras y que
poseía aun la suficiente fuerza como para segar impunemente vidas humanas.
Restituir hoy la verdad, reparar públicamente el sufrimiento y hacer visible el
horror de la dictadura es un empeño democrático para todas y todos nosotros. No
olvidemos nuestro terrible pasado.
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