Es patente que en Europa nos hallamos inmersos en un
cambio de modelo generado bajo el impulso de las élites financieras que han
diseñado un instrumento de disciplinamiento político y social formidable en
torno a la llamada gobernanza económica y que está imponiendo un esquema
neoautoritario en las relaciones laborales y más allá, en la propia noción de
democracia.
Es cierto que este modelo neoautoritario funciona sobre unas líneas de
tendencia previas, de forma tal que aunque sea un modelo originado por la crisis,
pone al descubierto otras crisis anteriores. Ante todo una profunda crisis de
representación política derivada de la indiferencia del proyecto político y la
confluencia hacia el llamado “centro” que tiene especial relevancia respecto al
papel que debe desempeñar el trabajo en las sociedades democráticas del nuevo
siglo. Esa degradación del rol democrático y cohesivo del trabajo en el
proyecto político democrático ha desembocado en los terribles acontecimientos
del 2010-2012 en España en donde la ciudadanía social, la consideración del
trabajo como categoría de referencia para una mayoría de ciudadanos y
ciudadanas, no ha sido representada por las mayorías de centro izquierda o de
derecha que han gobernado España desde aquella fecha. Una ciudadanía invisible,
oculta y en todo caso negada por sus representantes políticos que han gobernado
para los grupos económicos y financieros en abierta colisión con los intereses
de la gente común, de las personas que trabajan. Eso explica en efecto la
irrupción de nuevos sujetos políticos, el cuestionamiento del bipartidismo y la
reivindicación de un desbordamiento democrático de las estructuras clásicas de
representación política.
Hay también, por supuesto, una crisis de representación sindical. No sólo
por los embates que el sindicato ha sufrido y algunos errores importantes en su
práctica social que han repercutido negativamente en su imagen pública, sino
fundamentalmente por la pérdida de hegemonía en el discurso de la solidaridad
que es el elemento fundante del sindicalismo, la destrucción de la idea del
trabajo como espacio de derechos y su sustitución por la de empleo determinado
directamente en función de su coste y, en fin, por la reducción de influencia
en el debate político general y el detrimento de la capacidad de intimidación
derivada de múltiples factores, entre los cuales seguramente son relevantes la
alta tasa de precarización y segmentación del trabajo y la destrucción de
empleo como forma de disciplinamiento del interés colectivo sindical.
Pero crisis no significa extinción ni degradación irreversible, entre otras
cosas porque como le gusta repetir a Umberto
Romagnoli, la historia avanza a partir de microdiscontinuidades. Junto al
panorama descrito, es evidente que hemos asistido a un muy intenso ciclo de
luchas con un período clave entre el
2011 y el 2013 que han ido alimentando un proyecto político alternativo, y que
corre en paralelo con la presencia de espacios colectivos de negociación y conflicto,
especialmente a nivel de lugares de trabajo, muy extensos y poblados
sindicalmente. El conjunto de estos elementos ha generado una dinámica de
erosión de la gobernanza económica y su traslación al estado español muy clara,
que abarca desde la movilización y la narrativa del discurso político
alternativo hasta la consecución de importantes decisiones judiciales que
alteran muchos de los objetivos de la reforma laboral. El sindicato forma parte
– por historia y presencia – de este proyecto potente de una nueva sociedad, y
tiene programa para ese futuro – especialmente en el futuro inmediato – y
presencia en los lugares de la producción y en la sociedad en su conjunto.
En la dimensión estrictamente sindical, hay elementos que esta figura
social debería reforzar. En primer lugar la construcción multiescalar del
sindicato, es decir, delinearse simultáneamente tanto en el estado – nación
como en el nivel supranacional, especialmente europeo. Ello implica actuar
contracorriente de la renacionalización de las políticas sindicales frente a la
diferente forma de recibir la aplicación de las políticas de austeridad, en
oposición a una actuación centralizada y compacta de la gobernanza europea. Se trata de nuclear, desde el nivel estatal,
un esfuerzo colectivo y solidario en el nivel europeo que recupere los rasgos
centrales del modelo social europeo. Una forma de concebir la Unión Europea
como un espacio de libertad no sólo de mercado, sino de derechos, recordando el
elemento central que anima textos como la Carta de Derechos Fundamentales de la
UE, que el crecimiento económico no es sinónimo de restricción de derechos. Un propósito que incida decisivamente en un
proyecto de democratización de Europa
través de compromisos horizontales para el desarrollo y la cohesión
social que garantice un mínimo de condiciones de existencia en especial para la
población de los estados más pobres, desde el sur al este de Europa. Es algo
tan reiterado como actualmente negado, el fortalecimiento y desarrollo del
federalismo político europeo, que implica la creación de un sistema fiscal, la
instauración de un control parlamentario real de las decisiones del ejecutivo
de la Unión, compromiso de ampliación del gasto, y un amplio plan de inversiones sociales como
el que precisamente ha reivindicado, sin ningún éxito, la propia Confederación
Europa de Sindicatos, como la petición de crear una renta mínima europea,
también desatendida con la única excepción del Comité Económico y Social
Europeo.
Este es un problema político de primer orden, no sólo sindical, puesto que
se ha debilitado hasta prácticamente desaparecer la soberanía de los estados
que permitía la realización de políticas de nivelación social, especialmente en
los países sobre endeudados de la periferia europea, de manera que la
prohibición de cualquier negociación sobre la deuda – como en el caso griego
– bloquea la financiación del desarrollo
del país y sustituye la soberanía política democrática por un autoritarismo
cada vez más violento. Es preciso por el contrario trabajar contra ese flujo
autoritario que se percibe “de fuera hacia dentro” y crear las condiciones de
una soberanía compartida sobre la base de solidaridades directas posiblemente de ámbito sub-regional entre
gobiernos, sindicatos y fuerzas sociales al margen de los procesos comandados
por la globalización financiera, fuera de los patrones marcados por el
conglomerado financiero-político que diseña la gobernanza económica europea.
Junto a ello, el sindicato tiene que volver a explorar los lugares en los
que está y aquellos en los que debería situarse para obtener una mejor posición
en la defensa de los intereses de las personas que trabajan. Es una labor
difícil porque requiere un cierto desdoblamiento entre la presencia y la
posibilidad, y estos distanciamientos implican muchas veces una crítica a la
inacción o a la omisión que puede resultar muy injusta en momentos como los
actuales de reducción de efectivos sindicales y de acoso directo a la acción
sindical. Pero la reflexión sobre lo que hoy consista el lugar de trabajo y la
organización de éste es imprescindible para trazar los nuevos confines que
delimiten el espacio sindical como base de sus capacidades de acción. En ese
sentido es importante abrir de forma amplia la organización sindical a las
diferentes identidades que pueblan hoy el trabajo y que se expresan en una
larga graduación de desigualdades. La voz de los representados, no sólo de los
afiliados, como forma de comprender mejor el lugar desde el que el sindicato
debe actuar en la defensa de éstos. Y, naturalmente, proceder a un nuevo examen
de la relación entre el conflicto y la negociación que permita encontrar las
claves para la reformulación de la fuerza y la presión colectiva que definen la
capacidad de intimidación del sindicato a la hora de avanzar en sus
reivindicaciones, una mirada sobre el conflicto y su propia configuración
interna – entre las trabajadoras y trabajadores – y externa – respecto de sus
interlocutores y antagonistas- como un eje importante de la recuperación
sindical.
El sindicato tiene un proyecto de transformación y de regulación social. Un
proyecto que enlaza con la concepción de la globalización de los derechos y la
construcción de espacios de emancipación más amplios en todo el mundo, y que
plantea una revigorización del espacio estatal-nacional desde la revisión del
Estado Social y del trabajo que constituye figuras representativas con amplio
poder contractual. Se apoya en un modelo de democracia expansiva, abogando por un nuevo contrato social que
articule una nueva forma de concertación política y estratégica en la que el
trabajo constituya el centro de la sociedad. Al margen de sus precisas
articulaciones técnicas, que podrán ser discutidas, el programa sindical
explica la realidad en la que vivimos y da sentido a la necesidad de
transformaciones sociales intensas como única forma de evitar la violencia
autoritaria que mantiene la explotación en el trabajo y amplía la desigualdad.
Se requiere un intenso trabajo cultural para recuperar esta “proyectualidad”
del sindicato más allá de las aplicaciones pragmáticas que se realizan en la
cotidianeidad de sus prácticas. Pero en esa recuperación estriba una de las
claves de la subsistencia de esta figura social y su idoneidad para cambiar las
condiciones de existencia de la mayoría de las personas que trabajan.
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