La criminalización de las
medidas de acción colectiva es un tema recurrente en la experiencia histórica
de muchos países, y lamentablemente es cada vez más frecuente en el área
jurídica europea, como atestigua de manera flagrante el caso español y la
incriminación penal de los piquetes de huelga. A continuación, sobre la base de
una decisión judicial francesa, se analiza una medida de presión colectiva, el
boicot, para encuadrarlo jurídicamente, así como otras posibles formas de
empleo del espacio del consumo como forma de presión en un conflicto colectivo.
Una discusión política y jurídica se
ha suscitado en Francia a partir de una Sentencia de la Corte de Casación de 20
de octubre de 2015 en la que se confirma la condena de 12 militantes del PCF a
los que se acusa de haber participado en una manifestación en el 2010 ante un
centro del grupo Carrefour cerca de Mulhouse en la que se solicitaba el boicot
a los productos israelíes producidos en las tierras colonizadas y ocupadas, con
violación del derecho internacional y las decisiones de Naciones Unidas. La
manifestación no impidió la entrada de clientes al centro comercial, ni
obstaculizó la venta de productos. La empresa no denunció los hechos, fue el gobierno
a partir del Ministerio Fiscal quien impulsó la acción penal.
La Corte de casación, por el
contrario, encuentra en el hecho de la manifestación una
« provocación a la discriminación,
al odio o a la violencia contra una persona o grupo de personas en razón de su
pertenencia a una etnia, una nación, una raza o una religión
determinada », es decir convierte la protesta en un acto antisemita que
busca excitar el odio racial.
La sentencia ha sido justamente
criticada, considerando que se trata de una presunción política que equipara a
un acto de discriminación racial odiosa la reivindicación de la aplicación del
derecho internacional a los territorios ocupados y por tanto criminaliza una
medida de acción colectiva que consiste precisamente en una llamada a la
ciudadanía a ejercer su libertad de elección en sus decisiones de consumo sobre
la base de una consideración ideológica o política, como se ha realizado en
otros momentos históricos respecto de la Sudáfrica del apartheid o contra la
junta militar birmana. En ese sentido, se subraya cómo una ley del Estado de
Israel aprobada por el parlamento en la que se castigaba a « toda persona
o entidad que convocara a un boicot económico, cultural o académico » a
las colonias israelíes en Cisjordania, fue suspendida por el Tribunal Supremo
de Tel Aviv al considerarla contraria a la libertad de expresión garantizada
constitucionalmente.
Peo más allá del caso concreto del
boicot a los productos comerciales que provienen de los territorios ocupados y
que fue apoyado por 171 organizaciones internacionales, es interesante
reflexionar sobre el sentido del boicot como acto de presión que actúa sobre la
libertad de mercado y su configuración jurídica.
Es decir, el boicot implica el
desplazamiento de la acción política de la protesta del espacio público - donde
la presencia en los espacios de la ciudad es el elemento que permite dar
visibilidad a la protesta – o del de la producción - mediante la huelga como forma de alterar la
normalidad de la misma – hacia el espacio del consumo, buscando alterar las
pautas de los ciudadanos en orden a la elección de productos para su compra.
Desde la perspectiva jurídica que se ha anotado, se trata esencialmente de una
manifestación específica de la libertad de expresión que se dirige a condicionar
la opción de compra y por tanto a orientar el consumo sobre la base de una
motivación ética o política. Carece de la fuerza coactiva que sin embargo
caracteriza a decisiones públicas que podrían tener un origen semejante, como
manejar las preferencias arancelarias en función del respeto a los derechos
humanos o en casos extremos, el bloqueo económico a un país por motivos
políticos, en donde parece que la libertad de comercio resulta directamente
afectada.
La ley Orgánica 4/2015, de Seguridad
ciudadana, restringe de forma intensa la libertad de reunión y manifestación,
sobre la base fundamentalmente del espacio público, al considerar ilícitas las “alteraciones
de la seguridad ciudadana” – que es una nueva forma de nombrar al viejo “orden
público” franquista – que se desarrollen frente a edificios públicos, como el
Parlamento, o en actos públicos, deportivos o religiosos a los que asistan
numerosas personas, o que se realicen sin autorización en “infraestructuras o
instalaciones en las que se presten servicios básicos para la comunidad o sus
alrededores”. Al margen de lo desproporcionado e inmotivado de estas reglas
represivas, por el momento no parece que la ley española integre en su esquema
de restricción la capacidad de actuar colectivamente sobre el consumo,
orientando la opción de compra de los consumidores, ni que considere un centro
comercial como un lugar especialmente sujeto a la obligación de pacificación y
anulación de la protesta, que siempre se relaciona con “espacios públicos”.
El boicot se ha asociado asimismo a
alguna medida de presión típicamente laboral, como ha sucedido recientemente
entre nosotros con el conflicto de Coca-Cola. Mientras ha durado este largo y
duro enfrentamiento con la multinacional provocado por un proyecto de
ingeniería jurídica aprovechando la reforma laboral, y que como se sabe fue
desbaratado en sede judicial mediante la declaración de la nulidad de los
despidos colectivos, han sido continuas las llamadas al boicot de los productos
de esta firma. En este sentido, la medida sobre el consumo se integraba en la
expresión de las facultades de información y extensión del derecho de huelga,
como una proyección de la eficacia de ésta.
Esta invocación del consumo como
campo donde se desenvuelve la protesta puede abrirse a el empleo de otras
medidas de presión que se sitúen precisamente en ese espacio de la distribución
comercial. Es el caso de las acciones colectivas que pueden organizarse como
medida de presión para la modificación de condiciones de trabajo de centros
comerciales caracterizados por la precariedad y la inestabilidad laboral donde
una huelga puede ser una opción extremadamente arriesgada para los trabajadores
y trabajadoras y donde a su vez resulte complicado conseguir acciones de
solidaridad de toros trabajadores que incidan sobre el resultado comercial de
la empresa. En estos supuestos, es factible acudir a acciones que alteran la
normalidad del intercambio mercantil expresado a través de la adquisición de
mercancías en un centro comercial mediante la organización de un grupo de
personas que entran en el centro comercial, cargan sus carros de mercancías,
hacen que éstas sean registradas en caja para luego anunciar que no lo pagan,
abandonando el local dejando la mercancía.
Esta acción concertada obstaculiza
directamente la normalidad del consumo e interrumpe por tanto la continuidad
del servicio que constituye la actividad productiva del centro comercial, y
puede considerarse una acción colectiva de solidaridad del sindicato con un
colectivo de trabajadores y trabajadoras que carecen en la práctica de las condiciones
para poder utilizar el instrumento de la huelga como acción directa para la
solución del conflicto que les enfrenta con la empresa.
En este supuesto no estamos ante una
manifestación de libertad de expresión con incidencia sobre las pautas de
consumo de la población como en el caso del boicot, sino que nos hallaríamos
ante una medida conectada directamente con las facultades de extensión del
derecho de huelga en relación con la solidaridad sindical, que en lugar de
desplegarse en el campo de la producción, se proyecta sobre el campo del
consumo para obtener mejor su objetivo de alterar la normalidad productiva de
la empresa como forma de regular y solventar el conflicto laboral. Como tales,
por tanto, deberían ser consideradas dentro del campo de acción del conflicto y
de la huelga con anclaje en el art. 28.2 de nuestra Constitución.
No hay comentarios:
Publicar un comentario