sábado, 27 de agosto de 2016

LA UNIDAD SINDICAL HACE CUARENTA AÑOS



2016 es un año en el que se está festejando la memoria antifranquista de CCOO. Ya ha habido importantes actos de celebración, que se prolongarán en el otoño y que acompañarán el proceso paralelo de reflexión sindical que la confederación está llevando a cabo bajo el título “repensar el sindicato”. En esta nota se hace referencia a un elemento casi tangencial de los debates y reflexiones que caracterizan este proceso. Pero al fin y al cabo, el tiempo del verano permite estas disgresiones.

Dentro de la evocación histórica de CCOO, se insiste en las características del “sindicalismo de nuevo tipo” que ésta forma sindical quería llevar a cabo, y entre ellos siempre se menciona el calificativo “unitario” y “de clase”. En ese sentido, se recuerda el viejo objetivo de un congreso sindical constituyente que debería desarrollarse en libertad para concluir en un sindicato unitario de todos los trabajadores y trabajadoras del país – de la clase obrera en su conjunto – que tuviera la soberanía plena a la hora de determinar la estructura del sindicato resultante. Soberanía de los trabajadores y preponderancia del mecanismo de la elección en lo que se definía como “un proceso dinámico, desde la base, con garantías para que la voluntad de ésta sea respetada”. Era por tanto la voluntad mayoritaria de los trabajadores y trabajadoras del país los que deberían conformar el sindicato donde todos ellos se debían reflejar, aunque naturalmente sobre la base de un acuerdo de las organizaciones sindicales ya existentes. El Congreso sindical constituyente se planteaba así como una confluencia entre el proceso democrático de base y el pacto con las “organizaciones de oposición sindical”.

Pero ante todo – y esto es difícil hoy representárselo – el proceso  de desarrollo constituyente de la unidad sindical se concebía como una fiesta, como la explosión de júbilo de las trabajadoras y trabajadores de un país que habían vencido a la dictadura y que conformaban un marco de relaciones colectivas y solidarias en las que el sindicato general adquiriría un papel protagonista no sólo en la afirmación de los derechos individuales y colectivos derivados del trabajo, sino en la propia construcción de un espacio público democrático. Este carácter irruptivo en el que lo colectivo es expresión del logro de las libertades democráticas, y por tanto, motivo de alegría y de contento, es (era) una convicción segura para los elementos conscientes que trabajaban política y socialmente en lo que en la época se llamaba el “mundo obrero”, y es una sensación que merece ser recordada y valorada hoy, cuarenta años después.

Lo describía perfectamente Nicolás Sartorius en el libro Qué son las Comisiones Obreras, publicado por La Gaya Ciencia, en Barcelona en 1976, dentro de su colección “manuales de educación política”. Decía así:

“Al lado de este esquema de posible desarrollo constituyente – deducido de los textos de Comisiones y de la práctica actual de los trabajadores – nos parece conveniente decir algo sobre el ‘ambiente’ que previsiblemente rodeará ese momento concreto, tan decisivo cara al futuro: el momento de la libertad. No es necesario que nosotros pensemos en Portugal, por ejemplo, para saber del entusiasmo popular que ha rodeado invariablemente toda revolución política, toda conquista de la libertad. Nuestro país ha conocido unas cuantas. Ahí están sin ir más lejos las escenas madrileñas y españolas de la proclamación de la II República. Pero como la historia del hombre es también la historia de su libertad, es lógico que a medida que pasa el tiempo, ese estallido de alegría y felicidad desbordada, esa inmensa fiesta popular en que se convierte la revolución triunfante, sea cada vez más intenso, mas incontenible. Nos parece, pues, inútil resaltar la singular trascendencia de este generalmente corto período constituyente; corto, si, en el tiempo, pero amplísimo en riqueza y complejidad , en el que la energía madura de las masas alcanza sus cotas más altas; en el que toda la sociedad baila a un ritmo trepidante en busca afanosa de un nuevo equilibrio de fuerzas e intereses; período en fin en el que con bastante probabilidad se decida la dirección por la que vaya a encaminarse la nación durante un largo período de su historia. El hierro hay que forjarlo cuando está al rojo, según reza el adagio popular, y ese será el momento de la audacia, de la inteligencia, de la capacidad unitaria de la clase obrera. Hay que tener, pues, confianza en la voluntad creadora y unitaria de los trabajadores en un clima de libertad. No es difícil imaginar el ambiente que reinará en esas asambleas de obreros, de delegados de las fábricas, de los locales sindicales recién ocupados o en las naves de las factorías, cuando por primera vez, después de cuarenta años, todos puedan expresar libremente todo lo que cada cual lleva dentro: aspiraciones, ideas e intereses. No pensamos que le sea fácil a nadie lanzar, entonces, planteamientos de división sindical que herirían en lo más profundo los sentimientos que anidan en las masas. Se deberá extremar la atención, eso sí, para que todas las corrientes obreras puedan manifestar sus puntos de vista, para que nadie se sienta coartado al expresar su opinión, para que en el libre juego democrático ninguno pueda imponer su prepotencia y todos tengan oportunidad de hacer valer sus aportaciones positivas y ver reflejado en los órganos de coordinación y dirección su fuerza real en la base. Pero habrá que combatir con igual energía cualquier proclividad a dividir, de una u otra forma, a los trabajadores”.

Hoy sabemos que esta proyección no se hizo realidad, que el sueño unitario de 1976 era una ilusión dado el contexto político europeo, la reacción frente a la revolución portuguesa de 1974, que no podía permitir su reiteración en España y la potencia de las fuerzas reformistas y su ambivalencia frente a la acción decididamente represiva de las fuerzas armadas y policía junto con el aparato judicial.  Pero la percepción del futuro inmediato como un espacio de alegría no contenida, un proceso constituyente – en donde el congreso sindical unitario transformaba realmente en unidad de los trabajadores la resistencia colectiva y de clase al franquismo – que se acompañaba del triunfo de un sistema plenamente democrático como salida “natural” de la lucha antifranquista, es un elemento que no se suele recordar en los análisis actuales de la “transición política”, de los que se desprende un relato en el que las élites políticas y sindicales del momento compartieron un proyecto de democracia de baja intensidad.

El entusiasmo de este párrafo de Sartorius en 1976 hay que ponerlo en relación con el avance del conflicto social en ese año que provocó la caída del gobierno Arias Navarro y la llegada al poder del reformismo post-franquista que trabó un amplio cuadro de convergencia con el centro y el centro izquierda político dejando en el margen al PCE y a otras fuerzas minoritarias de la izquierda, junto con el recrudecimiento de la represión y de las actividades de los grupos de extrema derecha que culminó con la matanza de los abogados de Atocha. La unidad sindical preconizada por CCOO – y que todavía estaba presente en la dubitativa resolución de la Asamblea de Barcelona, como ha recordado recientemente Juan Moreno con ocasión del acto de conmemoración de su cuarenta aniversario – se disolvió en una libertad sindical plasmada en pluralidad sindical en la que además la unidad de acción fraguada en torno a la COS habría de durar muy poco, convirtiéndose en su contrario, la división sindical entre CCOO y UGT, que era – por utilizar la expresión de la época – “un auténtico suicidio de clase”.

Han pasado cuarenta años. Pero rememorando hoy esas propuestas, la iniciación de un proceso constituyente sindical como expresión de las voluntades y de las aspiraciones de cada trabajadora y cada trabajador que se adueñaba de su libertad política y quería por tanto afirmarla también en el seno de la relación de trabajo, y en consecuencia la consideración d ese momento como un tiempo de contento, de fiesta, seguramente a muchos lectores y lectoras les vendrá a la mente los análisis y las propuestas del 2013 y 2014, cuando se hablaba de la inminencia de un proceso constituyente que devolviera a la democracia su carácter sustancial, y las calles se llenaban de manifestantes que lo exigían. Aquí también la reorganización de las fuerzas políticas en una cierta convergencia bipartidista orientada por las políticas europeas de respuesta a la crisis en los países del sur de Europa, la emergencia de nuevos actores políticos que enarbolaban desde el “orden” la consigna de la regeneración democrática, junto con la dificultad de mantener la tensión entre la movilización social, la reivindicación sindical y la traducción electoral de estos planteamientos políticos – por lo demás con lógicas expresiones de división en el campo de los partidarios del cambio democrático – ha complicado el panorama y ha deprimido el “ambiente”, por emplear la expresión del documento transcrito.


En ambos casos, sin embargo, lo importante es encontrar una nueva posición que permita avanzar – no retroceder – sobre los logros conseguidos, la calidad y el objetivo de las luchas, la necesidad de recuperar los derechos perdidos. En ello estamos, amables lectores, y ustedes forman parte de ese mismo cuento. 

(Hace 9 años del fallecimiento de Bruno Trentin. En el blog hermano Metiendo Bulla se ha publicado un texto de Antonio Lettieri recordando su faceta europeista. Bruno Trentin y el sindicalismo europeo. Como resumía Trentin, "se trataba para mi de luchar contra la injusticia social, y el terreno esencial de esta acción era el sindicalismo…es el lugar en el que me encuentro más  a gusto…el sindicalismo es mi vida, si hubiera podido no habría hecho más que eso”. )

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