jueves, 16 de noviembre de 2017

POR UN PROTOCOLO SOCIAL EUROPEO (ANTE LA CUMBRE DE GOTENBURGO Y EL PILAR SOCIAL EUROPEO)



Es muy difícil en este tiempo mirar más allá de lo que constituye el asunto monotemático sobe el que giran noticias, intervenciones y opiniones en todos los medios de comunicación públicos y privados, que asoma al paisaje urbano mediante el parcheado de banderas que decora los edificios de nuestras ciudades y que integra el contenido de la mayoría de las conversaciones:  la “cuestión catalana”. Esta concentración informativa obliga a mirar fuera de ella, ampliando el campo visual a otros fenómenos que son decisivos para la consideración de los derechos derivados del trabajo. Y en esa dirección, la referencia a Europa es obligada. Más aun cuando mañana, 17 de noviembre se celebra la Cumbre de gotenburgo en la que se debe aprobar el documento sobre el Pilar social Europeo.

Como se sabe, el derecho del trabajo de esta década del siglo se va progresivamente homogeneizando sobre las bases de unas líneas directivas que deterioran los fundamentos constitucionales que han dado forma asimismo a las declaraciones de derechos que dan sentido al modelo social europeo. La remercantilización del trabajo, su consideración como coste económico que debe ser reducido como base para el despliegue de la libertad de empresa, y la progresiva puesta en cuestión de la función representativa de los sindicatos, son elementos comunes que se han ido plasmando sucesivamente en las reformas laborales que se han implantado a partir del 2010 en varios países europeos, y que siguen su curso, últimamente con la última reforma en Francia del gobierno Macron. La llamada estabilidad presupuestaria y la regla del gasto público lo hace derivar al pago de la deuda incluso, como se ha visto dramáticamente en el caso del Ayuntamiento de Madrid intervenido por el ministro de economía, cuando la buena gestión de las administraciones comunales produce superávit en las cuentas públicas. La reforma del art. 135 de nuestra Constitución supone una contracción del estado social que precisamente en tiempos de crisis debería reforzar sus objetivos de garantizar la protección frente a situaciones de necesidad y riesgo social de amplias capas de población y de los grupos vulnerables de la misma, y es por el contrario utilizado por el poder público como un elemento de desestabilización del sistema de seguridad social.

El despliegue de los mecanismos de estabilidad financiera y la estricta condicionalidad política de éstos, imponiendo reformas estructurales de las legislaciones laborales en ordenamientos caracterizados por un amplio reconocimiento constitucional de los derechos sociales, ha producido una fuerte deslegitimación de la idea europea, que lamentablemente no sólo ha generado unos movimientos de contestación democrática de la gobernanza y sus políticas, que han cuestionado la austeridad y propugnan como única salida reforzar el componente democrático y social de Europa. Por desgracia estas posiciones tienen escasa presencia institucional y no han permeado suficientemente a la opinión pública europea, aunque sean convergentes con las posiciones sindicales mayoritarias.

Por el contrario, las reacciones más significativas son las que entienden que la política correcta tras la crisis es la de proteger el propio mercado laboral frente a los “extranjeros” que presionan a la baja los salarios y utilizan los servicios del estado social, incrementando su gasto y forzando la reducción de sus prestaciones. Este es el argumento que alegan opciones políticas antieuropeas que comparten capas importantes de trabajadoras y trabajadores de diferentes países europeos, como ha puesto de manifiesto el Brexit en Gran Bretaña o las políticas del grupo de Visegrado – Polonia, Hungría, Republica Checa y Eslovaquia – para no aceptar refugiados e impulsar de manera cada vez más fuerte decisiones nacionalistas que chocan con los principios democráticos básicos de la comunidad de naciones de Europa.

Es en este contexto en el que se ha producido una débil reacción institucional europea que se ha concretado en la elaboración de un documento que pone en valor “el pilar social europeo” como una forma de reivindicar los “objetivos sociales” de la Unión. Tras abrir un período de discusión pública en el que participaron tanto actores sociales y económicos como profesionales de diferentes países como las principales instituciones europeas, señaladamente el Parlamento en una muy interesante resolución de 19 de enero de 2017, el documento resultante se presentará para su aprobación para la cumbre de Gotemburgo del 17 de noviembre del 2017, como se ha dicho al comienzo de esta entrada del blog.

El documento es sin embargo muy decepcionante. Consiste en una reafirmación y ordenación de una parte de los derechos vigentes en la UE, pero su presentación no pretende constituirse en un texto normativo, ni en un programa de acción de la comisión. Por el contrario, se trata de una serie de principios enunciados de manera muy genérica y dirigidos más bien a los respectivos estados nacionales como una suerte de recordatorio de los elementos que deben caracterizar las diferentes regulaciones laborales y de seguridad social en cada uno de estos, con la suficiente genericidad como para permitir distintos modelos de recepción de estos elementos. El Pilar social se estructura en tres grandes apartados, el primero relativo a la igualdad de oportunidades y el acceso al mercado de trabajo, en donde los elementos del sistema educativo y los principios de igualdad de oportunidades son centrales, el segundo sobre las “condiciones de trabajo justas”, que incluye recomendaciones sobre un “empleo seguro y adaptable”, salarios y su fijación por la vía de negociación colectiva, compatible con la institución de un salario mínimo, el diálogo social y la participación en la empresa junto con la salud laboral y el equilibrio entre la vida profesional y la privada. Por último, la tercera parte de este pilar social se refiere a la protección y a la inclusión social, que incluye la protección social las prestaciones por vejez y desempleo, la existencia de una renta mínima, el derecho a la sanidad y a los cuidados de larga duración y la tutela de las personas discapacitadas, al lado del derecho a la vivienda y la asistencia a personas sin hogar y el acceso a los servicios esenciales de “alta calidad”, como el agua, la energía, saneamiento, transporte, finanzas y comunicaciones digitales.


Es evidente la escasa virtualidad que este texto puede alcanzar frente a la tupida red de compromisos y de acciones que han ido segregándose en torno a la gobernanza económica europea, con consecuencias muy negativas sobre el contenido y la garantía de los derechos laborales, individuales y colectivos, en la UE. Tampoco la Confederación Europea de Sindicatos ha considerado suficiente esta iniciativa. La CES, en su reunión de 25 de octubre, enuncia categóricamente que la UE vive una crisis fundamental y que la solidaridad europea está en peligro. Aunque entiende que la presentación del documento de la Comisión “debería constituir una oportunidad para girar la balanza en favor de una Europa más social”, en esa dirección, la ejecutiva de la CES ha decidido presentar ante la Cumbre de Gotemburgo del 17 de noviembre una propuesta muy interesante sobre la adopción de un “Protocolo Social Europeo”. Éste consta de tres puntos fundamentales, el primero afirma el reequilibrio de derechos fundamentales y libertades económicas, que la jurisprudencia Viking y Laval alteró de manera incorrecta. El Protocolo incorpora la reiterada petición de la CES sobre la “cláusula social”, según la cual las libertades económicas no pueden tener prioridad sobre los derechos fundamentales (en especial negociación colectiva y huelga), lo que es funcional a una actuación sindical libre en el espacio transnacional europeo. En segundo lugar, el texto pretende redefinir las nociones de “progreso social” y “economía social de mercado” en relación con los derechos fundamentales, de manera que cuando hablemos de economía social de mercado nos estemos refiriendo a un crecimiento económico sostenible con derechos laborales y sociales sólidos. Por último, la CES exige el establecimiento de una cláusula de salvaguarda de la autonomía de los interlocutores sociales que permita reforzar la posición de éstos para garantizar la trasposición y aplicación efectiva de los acuerdos interprofesionales y los acuerdos sectoriales europeos.

Porque la situación en Europa es, desde el punto de vista laboral, muy preocupante. Como señala la Resolución del Parlamento Europeo, de 4 de julio de 2017, sobre las condiciones laborales y el empleo precario (2016/2221(INI)), hay tres datos muy significativos en el actual panorama de las relaciones laborales. El primero, la disminución progresiva de las formas típicas de empleo – el contrato por tiempo indefinido y a jornada completa – y el avance correlativo de las formas atípicas, temporales y a tiempo parcial. El porcentaje actual se establece en torno al 60/40% en el total europeo, pero con tendencia a la disminución del empleo estable. El segundo hace referencia a las consecuencias negativas que el empleo “atípico” produce sobre la vida de las personas en materia de reducción de renta, dificultad para compatibilizar la vida personal y el trabajo, y, en fin, exclusión y degradación de la protección de los sistemas de Seguridad social. El tercer punto es el de considerar que las nuevas formas de empleo que están surgiendo, sobre todo en el marco de la digitalización y las nuevas tecnologías, están desdibujando los límites entre el empleo por cuenta ajena y el empleo autónomo, lo que puede ocasionar una degradación de la calidad del empleo.

En general la segmentación laboral no solo conduce a la precariedad y a los bajos salarios sino que genera la ruptura de la solidaridad entre los trabajadores y a la estabilización de amplios espacios de desigualdad. En la dimensión europea además – y como subraya el documento de la CES – esta situación es alentada mediante los fenómenos de desplazamiento de trabajadores y de prestación  de servicios transnacionales que promueven fenómenos de dumping social sobre la base del diferencial salarial entre los distintos países que conforman la UE y que hemos visto que son muy grandes, así como las consecuentes deslocalizaciones amparadas por la libertad de establecimiento y de forma muy intensa por la libertad de prestación de servicios, sin que el “núcleo duro” de protección mínima que establece la Directiva 96/71 , fijada especialmente en la cuantía mínima salarial, haya podido contrarrestar ese impulso a la desigualdad.

La situación es por tanto grave, pero la Comisión parece paralizada y sin capacidad política para impulsar un cambio realmente activo e importante en esta materia. Los objetivos sociales de la Unión están, ciertamente, en peligro. Lo que viene a significar que también lo está el propio proyecto europeo.

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