Es muy difícil en este tiempo mirar más allá de lo que constituye el asunto
monotemático sobe el que giran noticias, intervenciones y opiniones en todos
los medios de comunicación públicos y privados, que asoma al paisaje urbano
mediante el parcheado de banderas que decora los edificios de nuestras ciudades
y que integra el contenido de la mayoría de las conversaciones: la “cuestión catalana”. Esta concentración
informativa obliga a mirar fuera de ella, ampliando el campo visual a otros
fenómenos que son decisivos para la consideración de los derechos derivados del
trabajo. Y en esa dirección, la referencia a Europa es obligada. Más aun cuando mañana, 17 de noviembre se celebra la Cumbre de gotenburgo en la que se debe aprobar el documento sobre el Pilar social Europeo.
Como se sabe, el derecho del trabajo de esta década del siglo se va
progresivamente homogeneizando sobre las bases de unas líneas directivas que
deterioran los fundamentos constitucionales que han dado forma asimismo a las
declaraciones de derechos que dan sentido al modelo social europeo. La
remercantilización del trabajo, su consideración como coste económico que debe
ser reducido como base para el despliegue de la libertad de empresa, y la
progresiva puesta en cuestión de la función representativa de los sindicatos,
son elementos comunes que se han ido plasmando sucesivamente en las reformas
laborales que se han implantado a partir del 2010 en varios países europeos, y que
siguen su curso, últimamente con la última reforma en Francia del gobierno
Macron. La llamada estabilidad presupuestaria y la regla del gasto público lo
hace derivar al pago de la deuda incluso, como se ha visto dramáticamente en el
caso del Ayuntamiento de Madrid intervenido por el ministro de economía, cuando
la buena gestión de las administraciones comunales produce superávit en las
cuentas públicas. La reforma del art. 135 de nuestra Constitución supone una
contracción del estado social que precisamente en tiempos de crisis debería
reforzar sus objetivos de garantizar la protección frente a situaciones de
necesidad y riesgo social de amplias capas de población y de los grupos
vulnerables de la misma, y es por el contrario utilizado por el poder público
como un elemento de desestabilización del sistema de seguridad social.
El despliegue de los mecanismos de estabilidad financiera y la estricta
condicionalidad política de éstos, imponiendo reformas estructurales de las
legislaciones laborales en ordenamientos caracterizados por un amplio
reconocimiento constitucional de los derechos sociales, ha producido una fuerte
deslegitimación de la idea europea, que lamentablemente no sólo ha generado
unos movimientos de contestación democrática de la gobernanza y sus políticas,
que han cuestionado la austeridad y propugnan como única salida reforzar el
componente democrático y social de Europa. Por desgracia estas posiciones
tienen escasa presencia institucional y no han permeado suficientemente a la
opinión pública europea, aunque sean convergentes con las posiciones sindicales
mayoritarias.
Por el contrario, las reacciones más significativas son las que entienden
que la política correcta tras la crisis es la de proteger el propio mercado
laboral frente a los “extranjeros” que presionan a la baja los salarios y
utilizan los servicios del estado social, incrementando su gasto y forzando la
reducción de sus prestaciones. Este es el argumento que alegan opciones
políticas antieuropeas que comparten capas importantes de trabajadoras y
trabajadores de diferentes países europeos, como ha puesto de manifiesto el Brexit
en Gran Bretaña o las políticas del grupo de Visegrado – Polonia, Hungría,
Republica Checa y Eslovaquia – para no aceptar refugiados e impulsar de manera
cada vez más fuerte decisiones nacionalistas que chocan con los principios
democráticos básicos de la comunidad de naciones de Europa.
Es en este contexto en el que se ha producido una débil reacción institucional
europea que se ha concretado en la elaboración de un documento que pone en
valor “el pilar social europeo” como una forma de reivindicar los “objetivos
sociales” de la Unión. Tras abrir un período de discusión pública en el que
participaron tanto actores sociales y económicos como profesionales de
diferentes países como las principales instituciones europeas, señaladamente el
Parlamento en una muy interesante resolución de 19 de enero de 2017, el
documento resultante se presentará para su aprobación para la cumbre de
Gotemburgo del 17 de noviembre del 2017, como se ha dicho al comienzo de esta entrada del blog.
El documento es sin embargo muy decepcionante. Consiste en una reafirmación
y ordenación de una parte de los derechos vigentes en la UE, pero su
presentación no pretende constituirse en un texto normativo, ni en un programa
de acción de la comisión. Por el contrario, se trata de una serie de principios
enunciados de manera muy genérica y dirigidos más bien a los respectivos
estados nacionales como una suerte de recordatorio de los elementos que deben
caracterizar las diferentes regulaciones laborales y de seguridad social en
cada uno de estos, con la suficiente genericidad como para permitir distintos
modelos de recepción de estos elementos. El Pilar social se estructura en tres
grandes apartados, el primero relativo a la igualdad de oportunidades y el acceso
al mercado de trabajo, en donde los elementos del sistema educativo y los
principios de igualdad de oportunidades son centrales, el segundo sobre las “condiciones
de trabajo justas”, que incluye recomendaciones sobre un “empleo seguro y
adaptable”, salarios y su fijación por la vía de negociación colectiva,
compatible con la institución de un salario mínimo, el diálogo social y la participación
en la empresa junto con la salud laboral y el equilibrio entre la vida
profesional y la privada. Por último, la tercera parte de este pilar social se
refiere a la protección y a la inclusión social, que incluye la protección
social las prestaciones por vejez y desempleo, la existencia de una renta
mínima, el derecho a la sanidad y a los cuidados de larga duración y la tutela
de las personas discapacitadas, al lado del derecho a la vivienda y la
asistencia a personas sin hogar y el acceso a los servicios esenciales de “alta
calidad”, como el agua, la energía, saneamiento, transporte, finanzas y
comunicaciones digitales.
Es evidente la escasa virtualidad que este texto puede alcanzar frente a la tupida
red de compromisos y de acciones que han ido segregándose en torno a la
gobernanza económica europea, con consecuencias muy negativas sobre el
contenido y la garantía de los derechos laborales, individuales y colectivos, en
la UE. Tampoco la Confederación Europea de Sindicatos ha considerado suficiente
esta iniciativa. La CES, en su reunión de 25 de octubre, enuncia
categóricamente que la UE vive una crisis fundamental y que la solidaridad
europea está en peligro. Aunque entiende que la presentación del documento de
la Comisión “debería constituir una oportunidad para girar la balanza en favor
de una Europa más social”, en esa dirección, la ejecutiva de la CES ha decidido
presentar ante la Cumbre de Gotemburgo del 17 de noviembre una propuesta muy
interesante sobre la adopción de un “Protocolo Social Europeo”. Éste consta de
tres puntos fundamentales, el primero afirma el reequilibrio de derechos
fundamentales y libertades económicas, que la jurisprudencia Viking y Laval
alteró de manera incorrecta. El Protocolo incorpora la reiterada petición de la
CES sobre la “cláusula social”, según la cual las libertades económicas no
pueden tener prioridad sobre los derechos fundamentales (en especial
negociación colectiva y huelga), lo que es funcional a una actuación sindical
libre en el espacio transnacional europeo. En segundo lugar, el texto pretende
redefinir las nociones de “progreso social” y “economía social de mercado” en
relación con los derechos fundamentales, de manera que cuando hablemos de economía
social de mercado nos estemos refiriendo a un crecimiento económico sostenible
con derechos laborales y sociales sólidos. Por último, la CES exige el establecimiento
de una cláusula de salvaguarda de la autonomía de los interlocutores sociales
que permita reforzar la posición de éstos para garantizar la trasposición y
aplicación efectiva de los acuerdos interprofesionales y los acuerdos
sectoriales europeos.
Porque la situación en Europa es, desde el punto de vista laboral, muy
preocupante. Como señala la Resolución del Parlamento Europeo, de 4 de julio de
2017, sobre las condiciones laborales y el empleo precario (2016/2221(INI)),
hay tres datos muy significativos en el actual panorama de las relaciones
laborales. El primero, la disminución progresiva de las formas típicas de
empleo – el contrato por tiempo indefinido y a jornada completa – y el avance
correlativo de las formas atípicas, temporales y a tiempo parcial. El
porcentaje actual se establece en torno al 60/40% en el total europeo, pero con
tendencia a la disminución del empleo estable. El segundo hace referencia a las
consecuencias negativas que el empleo “atípico” produce sobre la vida de las
personas en materia de reducción de renta, dificultad para compatibilizar la
vida personal y el trabajo, y, en fin, exclusión y degradación de la protección
de los sistemas de Seguridad social. El tercer punto es el de considerar que
las nuevas formas de empleo que están surgiendo, sobre todo en el marco de la
digitalización y las nuevas tecnologías, están desdibujando los límites entre
el empleo por cuenta ajena y el empleo autónomo, lo que puede ocasionar una
degradación de la calidad del empleo.
En general la segmentación laboral no solo conduce a la precariedad y a los
bajos salarios sino que genera la ruptura de la solidaridad entre los
trabajadores y a la estabilización de amplios espacios de desigualdad. En la
dimensión europea además – y como subraya el documento de la CES – esta situación
es alentada mediante los fenómenos de desplazamiento de trabajadores y de
prestación de servicios transnacionales
que promueven fenómenos de dumping social
sobre la base del diferencial salarial entre los distintos países que
conforman la UE y que hemos visto que son muy grandes, así como las consecuentes
deslocalizaciones amparadas por la libertad de establecimiento y de forma muy
intensa por la libertad de prestación de servicios, sin que el “núcleo duro” de
protección mínima que establece la Directiva 96/71 , fijada especialmente en la
cuantía mínima salarial, haya podido contrarrestar ese impulso a la
desigualdad.
La situación es por tanto grave, pero la Comisión parece paralizada y sin
capacidad política para impulsar un cambio realmente activo e importante en
esta materia. Los objetivos sociales de la Unión están, ciertamente, en
peligro. Lo que viene a significar que también lo está el propio proyecto
europeo.
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