Las discusiones académicas no siempre se desarrollan en aulas y seminarios. En la foto se muestra un intercambio de opiniones muy interesantes entre dos juristas historiadores, Sebas Martin de la Universidad de Sevilla y Lorenzo Gaeta, de la Universidad de Siena. El fotógrafo, ausente en el encuadre, también participó en la misma.
Decía un historiador de la época victoriana relativamente poco conocido,
William S. Jevons (William S. Jevons, El Estado y los Trabajadores, colección
Politopías, Marcial Pons, Madrid, 2006, pp. 52-53) , que había que liberar la
mente de los estudiosos de la idea de que en materia social existieran
“principios absolutos, leyes irrevocables, reglas inalterables o cualquier cosa
de naturaleza eterna o inmutable”, porque se trataba de “una clase inferior de
relaciones” – las relaciones de trabajo – “que nada tienen que ver con las
preocupaciones más elevadas de la ciencia ética, la obligación moral, la
conciencia o la creencia religiosa”, en las cuales era lícito buscar “fundamentos
más sólidos”. Para él la legislación industrial no era sino un sistema de
“reglas arbitrarias” que se habían ido acumulando en una trayectoria histórica
determinada y que se resumían en un “sistema de transacciones mutuas” basadas
en la experiencia y en el aprendizaje. Se trata de una apreciación muy anclada
en la percepción doctrinaria de la época según la cual la regulación jurídica
de las relaciones de trabajo estaba demasiado lastrada por la fuerza de los
hechos, por la inevitable presencia de una realidad que confrontaba a
empresarios y trabajadores en un contexto de conflictividad permanente y que
dificultaba a su vez la incrustación de estas reglas – definidas como
“arbitrarias” – en las seguras obligaciones jurídicas y morales que el derecho de
la sociedad triunfante de la revolución industrial había codificado. De manera
más modesta, desde su perspectiva liberal, el sistema jurídico estatal debía
promover una cierta “civilización” de la sociedad en materia laboral
propulsando mejoras en los servicios educativos y culturales de la población
trabajadora y una cierta protección estatal de algunas condiciones de trabajo
muy específicas pero de alcance muy limitado, porque el progreso y la libertad
pasaba necesariamente por el reconocimiento del poder empresarial sobre la
organización de la producción, la intensificación del trabajo y el incremento
de la productividad obrera, en el entendimiento de que la libertad – de
empresa, de trabajo – era “el estado natural de las cosas”.
Esta perspectiva no resulta tan lejana como los tiempos de su formulación
podrían sugerir, a finales del siglo XIX, porque se sabe que la pervivencia de
esta matriz liberal en nuestros días está muy presente, y se manifiesta en
múltiples aspectos. El poder del empresario en la ejecución de los contenidos
del contrato de trabajo, determinado por la regulación que de él ha hecho la
norma estatal pero ante todo la negociación colectiva, sigue queriendo
preservarse de cualquier control y para ello se fuerza a la ley a que reconozca
en ese poder una capacidad de regulación general y concreta del trabajo que no
sea sólo reflejo de la radical disparidad de posiciones que permite el mercado
o la propiedad de los medios de producción entre clases dominantes y
subalternas, sino que se establezca como un atributo de los sujetos de la
relación jurídica laboral, de manera que integre un haz de facultades jurídicas
que consagren una completa asimetría en el seno de la relación laboral. La unilateralidad del poder del empresario en
la creación de reglas sobre la prestación de trabajo deriva por tanto de la
organización del proceso de producción de bienes y de servicios que él controla
y dirige, que resulta legitimado, sin que se cuestione su validez, por la
aceptación voluntaria de esta subordinación a través del contrato, que por
consiguiente resulta un elemento fundamental en la definición del conjunto
resultante. Pero la voluntariedad del consentimiento individual no convierte la
relación contractual en una transacción sobre intereses contrapuestos, porque
la autonomía individual ampara la realización unilateral del poder privado
sobre las personas que trabajan subordinadamente para él.
A partir de ahí, sin embargo, se despliega toda una tensión, clásica del
derecho del trabajo maduro, entre la progresiva construcción de una dimensión
colectiva que crea un sujeto sobre la base de la representación del trabajo
concreto en la empresa, en el oficio o en la rama de producción, que quiere
atraer hacia esa bilateralidad formal del contrato prevista en el plano
individual, la capacidad de regular las condiciones básicas del intercambio
entre tiempo de trabajo y salario, de tipo cuantitativo, a las que se une la
determinación cualitativa de la prestación que se corresponde con una
clasificación determinada del oficio o la profesión de la persona que trabaja.
Este proceso de especificación de la prestación de trabajo se desplaza de la
esfera individual a la colectiva y se cristaliza en el acuerdo o pacto que el
sindicato y el empresario o la asociación de empresarios realizan, lo que viene
a restringir la facultad de cada empresario individualmente considerado de disponer unilateralmente sobre estos temas. Por eso la delimitación colectiva
de los aspectos cuantitativos y cualitativos de la prestación de trabajo debe
leerse como un desarrollo de un programa de límites al poder privado del
empresario al que algunos ordenamientos jurídicos dotan de una especial solidez
y fortaleza a través de disposiciones que preservan la fuerza vinculante de los
productos de la negociación colectiva. En España este efecto se produce
mediante el convenio colectivo de eficacia normativa y general, que establece
el modelo legal de negociación colectiva recogido en el Título III del Estatuto
de los Trabajadores.
Este curso evolutivo se ve propulsado por la constitucionalización de los
derechos individuales y colectivos de los trabajadores que tiene lugar, con
diferentes tonalidades y matices, a partir de la segunda guerra mundial en
Europa y que caracterizan a los textos constitucionales de los sistemas
democráticos que se conquistan tras las diversas dictaduras civiles o militares
que fueron desgranando iniquidad y sufrimiento hasta finales de los años
setenta del siglo pasado. Nuestra Constitución de 1978 se inscribe en esta
lógica. En ese reconocimiento de la desigualdad sustancial que el sistema
económico y social imperante produce y que el derecho liberal ignora y esconde,
se encuentra la clave de una nueva clave de lectura de las instituciones
laborales que intensifica y refuerza el componente garantista del Estado social
sobre la base de un ligamen directo entre trabajo y ciudadanía. Y es
precisamente a través del tratamiento teórico del derecho al trabajo como se
desvela la tensión básica entre éste y la libertad de empresa y la necesaria
ponderación de los límites que ésta última debe padecer como condición
necesaria del compromiso político que las constituciones democráticas imponen
al Estado y a los sujetos sociales de ir avanzando en la nivelación social,
cultural y económica de la sociedad que éstas ordenan.
Esta línea de evolución tiene fuertes resistencias, que en los últimos
tiempos se han hecho más potentes. Una gran parte de las reformas laborales
recientes, sean éstas fruto de las llamadas políticas de austeridad frente a la
crisis en los países sobre endeudados del sur de Europa, o por el contrario
fruto de cambios políticos – productos unos de un golpe institucional, como en
Brasil, o de unos resultados electorales, como en Argentina – coinciden en
forzar una orientación de la norma estatal restrictiva – o en ocasiones virtualmente
anuladora - de esta dimensión colectiva
y bilateral de la regulación de las prestaciones de trabajo y en paralelo,
redimensionar y vigorizar el poder unilateral del empresario en la disposición
concreta de las mismas.
Son muchas las fórmulas que se están empleando, desde la recuperación del
espacio de la empresa y de los lugares de producción como un ámbito de poder
inmune a la regulación colectiva del sector o de la rama de actividad, hasta la
exceptuación de la fuerza vinculante del convenio colectivo en materias
centrales del intercambio salarial que pueda llevar a modificar las condiciones
de trabajo tal como estaban definidas en el instrumento colectivo, o,
finalmente, al intento en la reforma laboral española de reducir a un año el
tiempo de ultra actividad de los convenios colectivos pasado el cual las
disposiciones sobre el trabajo, a excepción de los mínimos legales, serían
determinadas unilateralmente por el empresario. La corrección de este precepto
que llevó a cabo el Tribunal Supremo mediante la incorporación de los
contenidos materiales del convenio extinguido a las condiciones contractuales
individuales de los trabajadores, limitó parcialmente este propósito
desregulador y anticolectivo, pero ello no impide constatar que la orientación
decididamente encaminada a dificultar y en ocasiones impedir la negociación
colectiva de las llamadas “reformas estructurales” fruto de las políticas de
austeridad es evidente.
Con carácter más general, la recuperación del unilateralismo empresarial
pasa por establecer un principio de flexibilidad denominada “interna” en
atención al cual la decisión del empresario sobre la determinación concreta de
las condiciones de trabajo debe constituir la regla general a la que se ajusten
las diversas prestaciones de trabajo que se desarrollan en una empresa, y este
principio no sólo se afirma en la norma estatal, disolviendo los límites
legales de los poderes de revisión del contrato y de alteración de sus
condiciones básicas, en especial en materia de tiempo de trabajo. También se
quiere introducir, como regla colectiva mediante su asunción en los convenios
colectivos. Es un debate antiguo que transforma los términos clásicos de la
discusión sobre la “flexibilidad contratada” en la negociación colectiva, que
mantenía la noción de bilateralidad y condicionaba las decisiones propuestas
por la empresa a una negociación y un acuerdo, por un compromiso voluntario de
reconocimiento colectivo de la unilateralidad empresarial. Lo que ahora se
pretende es la aceptación por la negociación colectiva de un principio general
de modificación unilateral por el empresario de las condiciones de trabajo
pactadas, en función de las circunstancias de la coyuntura del mercado,
amenazando, en caso de no aceptarlo, con efectuar el ajuste sobre la base del
empleo, es decir, a través de despidos. En el caso español, la reforma laboral
impuso este principio a partir de la ley en una buena parte de supuestos, como
fórmula de tensionar y dirigir la negociación colectiva en la crisis.
En última instancia, la tendencia general consistente en la utilización de
la norma estatal como instrumento de reducción de la capacidad contractual de
los sindicatos que a su vez fortifique la potencia unilateral de los
empresarios, debe ser interpretada como un intento de modificar directamente la
constitución material del trabajo que las constituciones democráticas han
establecido, una verdadera y propia destitución de los contenidos políticos que
afirmaban la nivelación progresiva igualitaria de las condiciones económicas,
culturales y sociales de una sociedad como la tarea fundamental de los poderes
públicos. En este sentido, los legisladores de la flexibilidad y de los
recortes consideran, como Jevons, que no hay fundamentos sólidos en la
regulación del trabajo, sino que la regulación de estas relaciones es el puro
fruto de la correlación de fuerzas, de transacciones que pueden ser revocadas
para construir un nuevo escenario en el que los límites al poder privado en la
ordenación de los procesos de producción de bienes y servicios para su
realización en un mercado se vayan disolviendo y minimizando. Quieren asimismo
reducir o incluso en ocasiones eliminar el espacio de regulación colectiva del
trabajo concreto que se establece mediante la negociación sindical, modificando
su carácter nivelador y transaccional para resituarlo como un instrumento de
adhesión voluntaria – esta vez colectiva – al proyecto regulativo de la
prestación laboral del conjunto de trabajadores de la empresa que pretenda en
cada momento concreto y en atención a las cambiantes circunstancias del
mercado, el empresario. Pero esta forma de conducirse reduce de forma drástica
la capacidad de legitimación del sistema, y por tanto abre espacios de
insubordinación y de resistencia cuyas consecuencias se podrán analizar en un
futuro más próximo de lo que es previsible.
Muy buen apunte, dando en la diana de la presente involución. Gracias por la ilustración (tanto la foto como los contenidos!). Como denunciaba Kelsen en 1934, los juristas tenían que combatir mediante su ciencia aquel "iusnaturalismo conservador" que atribuía al derecho "la forma" y a la economía (entiéndase, a las relaciones de poder existentes en el ámbito privado) el "contenido", afirmando que el derecho podía a su vez recoger otros contenidos, que no ratificasen en las normas la distribución del poder propia del capitalismo. Demasiados descendientes de Kelsen han olvidado toda la carga polémica de la doctrina de su maestro, y se limitan a parafrasear normas ocultando que no son más que el disfraz con el que se reproducen los poderes privados. Abrazos!
ResponderEliminarMuy buen apunte, dando en la diana de la presente involución. Gracias por la ilustración (tanto la foto como los contenidos!). Como denunciaba Kelsen en 1934, los juristas tenían que combatir mediante su ciencia aquel "iusnaturalismo conservador" que atribuía al derecho "la forma" y a la economía (entiéndase, a las relaciones de poder existentes en el ámbito privado) el "contenido", afirmando que el derecho podía a su vez recoger otros contenidos, que no ratificasen en las normas la distribución del poder propia del capitalismo. Demasiados descendientes de Kelsen han olvidado toda la carga polémica de la doctrina de su maestro, y se limitan a parafrasear normas ocultando que no son más que el disfraz con el que se reproducen los poderes privados. Abrazos!
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