domingo, 17 de diciembre de 2017

BILATERALIDAD Y UNILATERALIDAD EN LOS PODERES EMPRESARIALES


Las discusiones académicas no siempre se desarrollan en aulas y seminarios. En la foto se muestra un intercambio de opiniones muy interesantes entre dos juristas historiadores, Sebas Martin de la Universidad de Sevilla y Lorenzo Gaeta, de la Universidad de Siena. El fotógrafo, ausente en el encuadre, también participó en la misma. 

Decía un historiador de la época victoriana relativamente poco conocido, William S. Jevons (William S. Jevons, El Estado y los Trabajadores, colección Politopías, Marcial Pons, Madrid, 2006, pp. 52-53) , que había que liberar la mente de los estudiosos de la idea de que en materia social existieran “principios absolutos, leyes irrevocables, reglas inalterables o cualquier cosa de naturaleza eterna o inmutable”, porque se trataba de “una clase inferior de relaciones” – las relaciones de trabajo – “que nada tienen que ver con las preocupaciones más elevadas de la ciencia ética, la obligación moral, la conciencia o la creencia religiosa”, en las cuales era lícito buscar “fundamentos más sólidos”. Para él la legislación industrial no era sino un sistema de “reglas arbitrarias” que se habían ido acumulando en una trayectoria histórica determinada y que se resumían en un “sistema de transacciones mutuas” basadas en la experiencia y en el aprendizaje. Se trata de una apreciación muy anclada en la percepción doctrinaria de la época según la cual la regulación jurídica de las relaciones de trabajo estaba demasiado lastrada por la fuerza de los hechos, por la inevitable presencia de una realidad que confrontaba a empresarios y trabajadores en un contexto de conflictividad permanente y que dificultaba a su vez la incrustación de estas reglas – definidas como “arbitrarias” – en las seguras obligaciones jurídicas y morales que el derecho de la sociedad triunfante de la revolución industrial había codificado. De manera más modesta, desde su perspectiva liberal, el sistema jurídico estatal debía promover una cierta “civilización” de la sociedad en materia laboral propulsando mejoras en los servicios educativos y culturales de la población trabajadora y una cierta protección estatal de algunas condiciones de trabajo muy específicas pero de alcance muy limitado, porque el progreso y la libertad pasaba necesariamente por el reconocimiento del poder empresarial sobre la organización de la producción, la intensificación del trabajo y el incremento de la productividad obrera, en el entendimiento de que la libertad – de empresa, de trabajo – era “el estado natural de las cosas”.

Esta perspectiva no resulta tan lejana como los tiempos de su formulación podrían sugerir, a finales del siglo XIX, porque se sabe que la pervivencia de esta matriz liberal en nuestros días está muy presente, y se manifiesta en múltiples aspectos. El poder del empresario en la ejecución de los contenidos del contrato de trabajo, determinado por la regulación que de él ha hecho la norma estatal pero ante todo la negociación colectiva, sigue queriendo preservarse de cualquier control y para ello se fuerza a la ley a que reconozca en ese poder una capacidad de regulación general y concreta del trabajo que no sea sólo reflejo de la radical disparidad de posiciones que permite el mercado o la propiedad de los medios de producción entre clases dominantes y subalternas, sino que se establezca como un atributo de los sujetos de la relación jurídica laboral, de manera que integre un haz de facultades jurídicas que consagren una completa asimetría en el seno de la relación laboral.  La unilateralidad del poder del empresario en la creación de reglas sobre la prestación de trabajo deriva por tanto de la organización del proceso de producción de bienes y de servicios que él controla y dirige, que resulta legitimado, sin que se cuestione su validez, por la aceptación voluntaria de esta subordinación a través del contrato, que por consiguiente resulta un elemento fundamental en la definición del conjunto resultante. Pero la voluntariedad del consentimiento individual no convierte la relación contractual en una transacción sobre intereses contrapuestos, porque la autonomía individual ampara la realización unilateral del poder privado sobre las personas que trabajan subordinadamente para él.

A partir de ahí, sin embargo, se despliega toda una tensión, clásica del derecho del trabajo maduro, entre la progresiva construcción de una dimensión colectiva que crea un sujeto sobre la base de la representación del trabajo concreto en la empresa, en el oficio o en la rama de producción, que quiere atraer hacia esa bilateralidad formal del contrato prevista en el plano individual, la capacidad de regular las condiciones básicas del intercambio entre tiempo de trabajo y salario, de tipo cuantitativo, a las que se une la determinación cualitativa de la prestación que se corresponde con una clasificación determinada del oficio o la profesión de la persona que trabaja. Este proceso de especificación de la prestación de trabajo se desplaza de la esfera individual a la colectiva y se cristaliza en el acuerdo o pacto que el sindicato y el empresario o la asociación de empresarios realizan, lo que viene a restringir la facultad de cada empresario individualmente considerado de disponer unilateralmente sobre estos temas. Por eso la delimitación colectiva de los aspectos cuantitativos y cualitativos de la prestación de trabajo debe leerse como un desarrollo de un programa de límites al poder privado del empresario al que algunos ordenamientos jurídicos dotan de una especial solidez y fortaleza a través de disposiciones que preservan la fuerza vinculante de los productos de la negociación colectiva. En España este efecto se produce mediante el convenio colectivo de eficacia normativa y general, que establece el modelo legal de negociación colectiva recogido en el Título III del Estatuto de los Trabajadores.

Este curso evolutivo se ve propulsado por la constitucionalización de los derechos individuales y colectivos de los trabajadores que tiene lugar, con diferentes tonalidades y matices, a partir de la segunda guerra mundial en Europa y que caracterizan a los textos constitucionales de los sistemas democráticos que se conquistan tras las diversas dictaduras civiles o militares que fueron desgranando iniquidad y sufrimiento hasta finales de los años setenta del siglo pasado. Nuestra Constitución de 1978 se inscribe en esta lógica. En ese reconocimiento de la desigualdad sustancial que el sistema económico y social imperante produce y que el derecho liberal ignora y esconde, se encuentra la clave de una nueva clave de lectura de las instituciones laborales que intensifica y refuerza el componente garantista del Estado social sobre la base de un ligamen directo entre trabajo y ciudadanía. Y es precisamente a través del tratamiento teórico del derecho al trabajo como se desvela la tensión básica entre éste y la libertad de empresa y la necesaria ponderación de los límites que ésta última debe padecer como condición necesaria del compromiso político que las constituciones democráticas imponen al Estado y a los sujetos sociales de ir avanzando en la nivelación social, cultural y económica de la sociedad que éstas ordenan.

Esta línea de evolución tiene fuertes resistencias, que en los últimos tiempos se han hecho más potentes. Una gran parte de las reformas laborales recientes, sean éstas fruto de las llamadas políticas de austeridad frente a la crisis en los países sobre endeudados del sur de Europa, o por el contrario fruto de cambios políticos – productos unos de un golpe institucional, como en Brasil, o de unos resultados electorales, como en Argentina – coinciden en forzar una orientación de la norma estatal restrictiva – o en ocasiones virtualmente anuladora -  de esta dimensión colectiva y bilateral de la regulación de las prestaciones de trabajo y en paralelo, redimensionar y vigorizar el poder unilateral del empresario en la disposición concreta de las mismas.

Son muchas las fórmulas que se están empleando, desde la recuperación del espacio de la empresa y de los lugares de producción como un ámbito de poder inmune a la regulación colectiva del sector o de la rama de actividad, hasta la exceptuación de la fuerza vinculante del convenio colectivo en materias centrales del intercambio salarial que pueda llevar a modificar las condiciones de trabajo tal como estaban definidas en el instrumento colectivo, o, finalmente, al intento en la reforma laboral española de reducir a un año el tiempo de ultra actividad de los convenios colectivos pasado el cual las disposiciones sobre el trabajo, a excepción de los mínimos legales, serían determinadas unilateralmente por el empresario. La corrección de este precepto que llevó a cabo el Tribunal Supremo mediante la incorporación de los contenidos materiales del convenio extinguido a las condiciones contractuales individuales de los trabajadores, limitó parcialmente este propósito desregulador y anticolectivo, pero ello no impide constatar que la orientación decididamente encaminada a dificultar y en ocasiones impedir la negociación colectiva de las llamadas “reformas estructurales” fruto de las políticas de austeridad es evidente.

Con carácter más general, la recuperación del unilateralismo empresarial pasa por establecer un principio de flexibilidad denominada “interna” en atención al cual la decisión del empresario sobre la determinación concreta de las condiciones de trabajo debe constituir la regla general a la que se ajusten las diversas prestaciones de trabajo que se desarrollan en una empresa, y este principio no sólo se afirma en la norma estatal, disolviendo los límites legales de los poderes de revisión del contrato y de alteración de sus condiciones básicas, en especial en materia de tiempo de trabajo. También se quiere introducir, como regla colectiva mediante su asunción en los convenios colectivos. Es un debate antiguo que transforma los términos clásicos de la discusión sobre la “flexibilidad contratada” en la negociación colectiva, que mantenía la noción de bilateralidad y condicionaba las decisiones propuestas por la empresa a una negociación y un acuerdo, por un compromiso voluntario de reconocimiento colectivo de la unilateralidad empresarial. Lo que ahora se pretende es la aceptación por la negociación colectiva de un principio general de modificación unilateral por el empresario de las condiciones de trabajo pactadas, en función de las circunstancias de la coyuntura del mercado, amenazando, en caso de no aceptarlo, con efectuar el ajuste sobre la base del empleo, es decir, a través de despidos. En el caso español, la reforma laboral impuso este principio a partir de la ley en una buena parte de supuestos, como fórmula de tensionar y dirigir la negociación colectiva en la crisis.

En última instancia, la tendencia general consistente en la utilización de la norma estatal como instrumento de reducción de la capacidad contractual de los sindicatos que a su vez fortifique la potencia unilateral de los empresarios, debe ser interpretada como un intento de modificar directamente la constitución material del trabajo que las constituciones democráticas han establecido, una verdadera y propia destitución de los contenidos políticos que afirmaban la nivelación progresiva igualitaria de las condiciones económicas, culturales y sociales de una sociedad como la tarea fundamental de los poderes públicos. En este sentido, los legisladores de la flexibilidad y de los recortes consideran, como Jevons, que no hay fundamentos sólidos en la regulación del trabajo, sino que la regulación de estas relaciones es el puro fruto de la correlación de fuerzas, de transacciones que pueden ser revocadas para construir un nuevo escenario en el que los límites al poder privado en la ordenación de los procesos de producción de bienes y servicios para su realización en un mercado se vayan disolviendo y minimizando. Quieren asimismo reducir o incluso en ocasiones eliminar el espacio de regulación colectiva del trabajo concreto que se establece mediante la negociación sindical, modificando su carácter nivelador y transaccional para resituarlo como un instrumento de adhesión voluntaria – esta vez colectiva – al proyecto regulativo de la prestación laboral del conjunto de trabajadores de la empresa que pretenda en cada momento concreto y en atención a las cambiantes circunstancias del mercado, el empresario. Pero esta forma de conducirse reduce de forma drástica la capacidad de legitimación del sistema, y por tanto abre espacios de insubordinación y de resistencia cuyas consecuencias se podrán analizar en un futuro más próximo de lo que es previsible.

2 comentarios:

  1. Muy buen apunte, dando en la diana de la presente involución. Gracias por la ilustración (tanto la foto como los contenidos!). Como denunciaba Kelsen en 1934, los juristas tenían que combatir mediante su ciencia aquel "iusnaturalismo conservador" que atribuía al derecho "la forma" y a la economía (entiéndase, a las relaciones de poder existentes en el ámbito privado) el "contenido", afirmando que el derecho podía a su vez recoger otros contenidos, que no ratificasen en las normas la distribución del poder propia del capitalismo. Demasiados descendientes de Kelsen han olvidado toda la carga polémica de la doctrina de su maestro, y se limitan a parafrasear normas ocultando que no son más que el disfraz con el que se reproducen los poderes privados. Abrazos!

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  2. Muy buen apunte, dando en la diana de la presente involución. Gracias por la ilustración (tanto la foto como los contenidos!). Como denunciaba Kelsen en 1934, los juristas tenían que combatir mediante su ciencia aquel "iusnaturalismo conservador" que atribuía al derecho "la forma" y a la economía (entiéndase, a las relaciones de poder existentes en el ámbito privado) el "contenido", afirmando que el derecho podía a su vez recoger otros contenidos, que no ratificasen en las normas la distribución del poder propia del capitalismo. Demasiados descendientes de Kelsen han olvidado toda la carga polémica de la doctrina de su maestro, y se limitan a parafrasear normas ocultando que no son más que el disfraz con el que se reproducen los poderes privados. Abrazos!

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