El convenio 87 (1948) de la OIT sobre libertad sindical
cumple 70 años. No es un tema de moda y los medios de comunicación no lo
recuerdan. Pero es esta una norma que integra los Principios y Derechos fundamentales
que la OIT proclamó en 1998 como derechos universales, que deben ser observados
en todos los países que forman parte de esta organización internacional con
independencia de que haya sido ratificado o no por los Estados nacionales. El
catedrático de la Universidad de la República de Uruguay, Hugo Barretto, viejo amigo del blog y autor él mismo de otro de
nombre bien sugerente, La realidad y el
resto de las cosas, montevideano ejemplar y amante de las letras y de las
buenas iniciativas colectivas, ha escrito un texto en ocasión de este evento que merece la pena
leer y conocer. Este blog amigo se honra con su publicación para los lectores
de este lado del Océano (y también del otro).
No se ha dicho todavía lo suficiente –casi nada– acerca de los 70 años de
la adopción del Convenio 87 sobre libertad sindical por la Organización
Internacional del Trabajo (OIT), un derecho fundamental tan invocado como
incomprendido, mirado con desconfianza y resistido. Si, como ha dicho Norberto
Bobbio, todos los derechos humanos nacen como respuesta al aumento del poder
del hombre que crea amenazas a la libertad del individuo, la libertad sindical
ha resultado ciertamente un antídoto eficaz contra el desborde del poder del
empleador en la relación de trabajo, pero esa misma característica la ha hecho
objeto de controversia circular, ya que poder y libertad conviven en equilibrio
inestable.
La razón de la omisión mencionada puede obedecer a diversos factores. Uno
de ellos radica seguramente en que la libertad sindical nos recuerda la
diferenciación social y económica entre las personas –esa es su génesis
indisimulable–, es decir, entre quienes son propietarios y quienes trabajan en
su beneficio, y esa particularidad resulta molesta de reconocer. Es menos
conflictivo y más aglutinante concebir únicamente la libertad de derechos
civiles y políticos, como ocurrió durante mucho tiempo, derechos que son
iguales para todos y que no se basan en condición material alguna, y por ello
reposan en un consenso tranquilizador.
Hablar de libertad sindical es hablar de la desigualdad de las personas, y
eso no está bien visto.
Los derechos sindicales nos dicen que no basta con la igualdad formal ante
la ley, propia del Estado liberal, sino que es necesario dotar a quienes están
subordinados económicamente de instrumentos de lucha por sus condiciones de
vida. El poeta Drummond de Andrade decía: “cómo es posible vencer el océano /
si es libre la navegación / pero está prohibido hacer barcos”.
No acaban aquí las sospechas acerca de cómo explicar el silencio en torno a
los 70 años del reconocimiento por el derecho internacional de la libertad
sindical. Hay otro costado del asunto, seguramente polémico, como es la
primacía cultural de los discursos referidos a los derechos individuales en
casi todos los órdenes, que ha recluido a los derechos colectivos como la
libertad sindical o a nociones como el interés general a una especie de
trinchera defensiva y autojustificativa permanente.
Hay quienes postulan asimismo que la libertad sindical ha devenido
rápidamente en obsoleta y propia del capitalismo de antaño, impropia ante las
nuevas formas de trabajar. O que se trata de un privilegio corporativo. Pero no
ha de olvidarse que los derechos colectivos se asientan en la diferenciación
social, y hasta el momento no hay modernidad que la haya clausurado.
Por otra parte, tratar a la libertad sindical en su sola dimensión de
derecho de las organizaciones de trabajadores es denotar una incomprensión
elemental acerca de su origen. Lo peculiar es que se trata de una síntesis de
derechos individuales y colectivos. Antes que otra cosa, configura un derecho
fundamental de las personas.
Sin embargo, su definición no es sencilla. La libertad sindical encierra
una serie de derechos que se encuentran potencialmente listados y prontos para
desplegarse como en un movimiento centrífugo: es el derecho a crear, afiliarse
y organizar un sindicato, fijar sus estatutos, administrarlo, asociarse a
federaciones nacionales e internacionales, no ser disuelto por decisión
administrativa, etcétera. Aparece así un común denominador que es el valor que
representa la autonomía en las organizaciones de trabajadores, en el sentido de
limitar la injerencia que el Estado puede tener; una especie de libertad
negativa que proteja a los sindicatos de toda pretensión de cooptación o
instrumentalización en favor de partidos, gobiernos o intereses económicos.
Si vamos al texto, el propio Convenio 87 tiene una llave maestra para
determinar la amplitud que presenta el concepto de libertad sindical: es la
libertad de tener “actividad sindical”, dice el artículo 3°. Nótese que el
término “actividad” es comprensivo de una panoplia inconmensurable de acciones,
propuestas, iniciativas, etcétera, entre las que se encuentra, qué duda cabe,
el derecho a la negociación colectiva y a la huelga.
La afirmación que dejamos caer en el párrafo anterior no es inocente, sino
que viene a cuento porque los empleadores han manifestado en la OIT que el
Convenio 87 no dice expresamente “huelga” y, por tanto, esta no está reconocida
en el margen de lo que ha de considerarse libertad sindical.
Es una trapisonda de picapleitos. Un sinsentido. Por ese camino, si todo lo
que no está dicho expresamente en la norma no es parte del derecho, casi
cualquier cosa que hagan los sindicatos (abrir una cuenta bancaria, alquilar
una sede, contar con una guardería o una biblioteca, dar un curso de formación,
etcétera) dejaría de entenderse como ejercicio del derecho a la libertad
sindical.
No hay un solo Uruguay
Quizá lo verdaderamente importante está en que la libertad sindical tiende
a promover, en última instancia, las capacidades de los individuos, la
ciudadanía social y el desarrollo democrático.
Si los partidos políticos son esenciales para la democracia, la libertad
sindical es igualmente esencial para completar la dimensión social y económica
del sistema, ya que contempla al ciudadano en su doble condición, no sólo de
elector, sino en su función de productor de riqueza.
El reconocimiento de esa doble calidad de la participación en la política
(por medio de los partidos y las elecciones) y en la producción (por medio de
los sindicatos y la negociación colectiva) no es apreciado como se merece. A
menudo, juzgamos muy severamente como faltos de prácticas democráticas a países
que no cuentan con suficientes garantías políticas (libertad de reunión, de
expresión del pensamiento, de elección, etcétera). Eso es muy compartible,
desde luego, pero no mensuramos con similar rigor cuando esos u otros países
incumplen o vulneran la negociación colectiva y la huelga, o no protegen al
ciudadano que ejerce la representación de su sindicato.
En un caso, se trata de regímenes dictatoriales que son justamente
señalados en los organismos internacionales; pero en el otro caso se omite toda
consideración y hasta se los felicita o se los pone como modelo de desarrollo
económico.
A veces se llega al extremo de no cumplir con las manifestaciones más
elementales del Estado de derecho. Un hecho reciente es revelador de cómo se
minusvalora la libertad sindical: un hervidero de usuarios invocando un derecho
al que, al parecer, estiman fundamental –el de cargar nafta– hostigó en una
estación de servicio de Santa Clara del Olimar a una pequeña organización
sindical que estaba ejerciendo medidas de acción gremial ante el despido de un
dirigente del sindicato. Como si no fuera suficiente, ahora el empresario elude
el reintegro del trabajador dispuesto por la Justicia, que determinó la
existencia de discriminación antisindical en su fallo. Todo el proceso cierra
de la peor manera.
A veces, la consigna “Un solo Uruguay”, que postula un grupo de productores
rurales, cobra un sentido inquietante.
Hugo Barretto Ghione es profesor titular de Derecho del Trabajo y la
Seguridad Social (Facultad de Derecho, Universidad de la República).
Muy buen artículo. Interesante lo que dice sobre "la libertad sindical es igualmente esencial para completar la dimensión social y económica del sistema, ya que contempla al ciudadano en su doble condición, no sólo de elector, sino en su función de productor de riqueza".
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