El libro Neruda, el
príncipe de los poetas, es una biografía escrita por Mario Amorós, que creo recordar que me regaló Carmelo Plaza en el 2016 después de una charla en las espléndidas
jornadas sobre Salud Laboral que se celebra anualmente en la USMR – CCOO. En
sus páginas se revive la historia de este inmenso personaje a través del
recuento de sus actividades y de sus obras desde la infancia hasta su muerte y
terrible sufrimiento tras el golpe militar de Pinochet con un epílogo sobre la denuncia que mantenía que
realmente fue asesinado el 23 de septiembre de 1973 por una inyección letal en
la clínica en la que estaba internado. Una sucesión de acontecimientos que hace
al lector caminar por los hechos más decisivos del siglo XX, en especial la
guerra y revolución en España y el compromiso comunista del poeta, hasta la
concesión del premio Nobel en 1971, lo que sin duda constituyó un espaldarazo
al gobierno de Unidad Popular de Allende
y el final abrupto de su vida en el contexto del criminal golpe militar
avalado por Estados Unidos y que obtuvo el inmediato reconocimiento de la
España franquista.
Más allá de su biografía, leer sobre Pablo
Neruda genera inmediatamente la evocación de Pablo Neruda, su presencia habitual en nuestra formación cultural y
política, formando parte de nuestro pasado como un personaje habitual del
mismo. Creo sin embargo que el Neruda que formó parte de nosotros es
fundamentalmente el de Veinte poemas de
amor y una canción desesperada, esa obra universal que todas y todos
conocemos y de las que llegaron a venderse dos millones de ejemplares. Esas
fueron las canciones que Paco Ibañez puso
música en un vinilo que compartía con el Cuarteto
Cedrón musicando los poemas de Raúl
González Tuñón y que tantos y tantas escuchamos en 1977 con verdadera
devoción. Con la que habíamos leído sus memorias, Confieso que he vivido, publicadas por Seix Barral en castellano en
1975, cuya forma de hacerlas dictándolas a su viejo amigo Homero Arce está descrita en la biografía de Arbós. El “otro” Neruda, el poeta comprometido con los ideales de
la emancipación colectiva y el socialismo, se limitaba prácticamente al de España en el corazón, y muy pocos, me
parece, habían abordado su inmenso Canto
General ni las fascinantes Odas
elementales. Mi primera mujer, que amaba tanto a Neruda que se hizo un
fotomontaje departiendo con su imagen, insistía en que se trataba de un poeta
desconocido pese a ser paradójicamente tan reconocido, especialmente a partir
de la obtención del premio Nobel de literatura. El film que escenifica la
novela de Skármeta, El cartero y Pablo Neruda, ya en 1994,
nos emocionó más por la figura frágil de Massimo
Troisi que por la bonhomía radiante que incorporaba a su personaje Philippe Noiret.
Y sin embargo, mi evocación de Pablo Neruda llega de más antiguo, de una
infancia en Arenas de San Pedro, al pie de la sierra de Gredos, donde mis
padres organizaban en la terraza de la casa en la que pasábamos – los niños y
las madres – los tres meses de veraneo, bajo un cerezo frondoso, unas veladas
inolvidables que yo contemplaba sólo al comienzo, porque se prolongaban hasta
la madrugada, y en donde se recitaban versos y se leían escenas teatrales, en
muchas ocasiones grabadas en un voluminoso magnetófono creo que de marca
Grundig. Allí Aurora Hermida, que
era todavía la novia del hermano de mi
madre, Manuel Grau (se casarían más
tarde, ya en 1962) y mi tío José Maria Rodero interpretaban
diálogos teatrales de los que recuerdo especialmente el de Angelina o el honor de un brigadier de Jardiel Poncela y declamaban versos de varios autores para deleite
del grupo de amigas y amigos allí reunidos. Aurora prefería a Juan Ramón Jiménez y a Tagore, Rodero el Cancionero gitano de García
Lorca, pero todavía recuerdo el inicio con la voz timbrada y sonora de éste
de un poema que luego siempre asocié a su autor Inclinado en la tarde tiro mis tristes redes a tus ojos oceánicos, el
poema número 7 de los 20 universales de Neruda.
Mis padres no gustaban de los “poetas comunistas” porque entendían que
comprometían la belleza de la creación artística, una manera de excluir
lecturas que era una forma de enmascarar su sectarismo político que más tarde
yo definiría como pequeño burgués, por eso no tenían prácticamente ningún libro
de Rafael Alberti, salvo un volumen
que creo recordar que se llamaba Oda a la
pintura, ni leían a Gabriel Celaya ni
a Blas de Otero y sin embargo adoraban a Federico
García Lorca, tanto su Cancionero como fundamentalmente su teatro, y conocían y
admiraban la sencillez directa de Gloria
Fuertes. Sin embargo, pude leer en la biblioteca de mis padres el bellísimo
Residencia en la tierra y, ya joven
preuniversitario, acudía a una librería de la calle Narváez de Madrid donde mi
padre se proveía de la gran mayoría de las obras de teatro publicadas en Buenos
Aires por la editorial Losada comprándolas en la trastienda a un precio
desmesurado por estar censuradas en España, para conseguir el Canto General. Cuando se normalizó la
posibilidad de comprar libros sin problemas de censura, pude hacerme con otras
obras siempre de Losada, marcadas con el pez en el astrolabio que marcaba la
autoría del poeta, de las que recuerdo especialmente Las piedras del cielo. Sé que en 1971 fui a ver Romeo y Julieta que protagonizaba Maria José Goyanes y producía Manuel Collado cuya versión en español
era la que había hecho Neruda, pero no creo haber acudido a la representación
de Fulgor y muerte de Joaquín Murrieta.
La evocación de Pablo Neruda también
funciona en otro sentido, porque toda una generación a la que pertenezco
llevamos a Chile en el corazón, una nación cuya convivencia civil y democrática
fue destruida en una orgía de sangre y de violencia en donde participaron
activamente no sólo las clases dirigentes del país, sino exponentes importantes
de un partido que se denominaba cristiano y democrático, apoyados y dirigidos
por la CIA y el gobierno de los Estados Unidos, y que fue el banco de pruebas
de un neoliberalismo salvaje que acabó con la organización de la clase
trabajadora generando un marco estable de desigualdad y de injusticia que aún
permanece. El golpe de Pinochet, un
ser traidor y despreciable que acabó sus días encerrado en su fortaleza acusado
de crímenes contra la humanidad, rompió además la posibilidad de que la
izquierda en un frente de partidos y organizaciones sociales, pudiera efectuar
reformas profundas en las estructuras económicas y sociales de un país por la
vía democrática, lo que había constituido un modelo para las estrategias de los
partidos comunistas y socialistas en América Latina, y que le había enfrentado
a la del “foquismo” preconizado por el castrismo en los años sesenta, una
confrontación de líneas políticas que el propio Neruda sufrió personalmente al
ser objeto de una crítica virulenta por parte de 147 intelectuales cubanos en
1966 que le reprochaban su viaje a Estados Unidos y su visita a Perú como forma
indirecta de afirmar el revisionismo del PC chileno. Aquel 11 de septiembre el
imperialismo brutal de Estados Unidos y las clases dirigentes chilenas
demostraron la imposibilidad para la izquierda social y política de llegar al
poder por medios democráticos y efectuar reformas reales en las estructuras de
poder presentes en la sociedad chilena.
El 11 de septiembre está por siempre ligado para mi generación a Chile y la
derrota de la democracia social, incompatible con un capitalismo agresivo y
homicida. Como en la película 11.9, esa fecha no la relacionamos con el colapso
de las torres gemelas - ni con la diada
de Catalunya – sino con el heroico sacrificio de Salvador Allende, la tortura y asesinato de Victor Jara y tantas y tantos otros militantes, el sufrimiento y la
muerte de Pablo Neruda, que conoció
y padeció todos estos hechos. Ese día la portada de ABC exaltaba exultante de
sangre y violencia el golpe de estado, y el gobierno de Franco fue el primero
en reconocer el régimen corrupto y sanguinario de Pinochet. Chile en el corazón que luego se materializaría en tantas
y tantos amigos de aquel país, al que Joaquín
Aparicio y yo llegamos en 1993, una vez que el régimen había perdido el
referéndum de 1988 y existía una cohabitación entre el gobierno y las fuerzas
armadas vigilantes, vivo siempre el general cada vez más reducido a un símbolo
del pasado. Son muchos los nombres de quienes son nuestros amigos y amigas, y
que surgen espontáneamente en la memoria relacionados con ese Chile democrático
que fue derrotado y humillado en 1973 y que sin embargo sigue luchando por la emancipación
de las clases subalternas y la construcción de mayores espacios de igualdad
social en aquel país. Ante todo Pedro
Guglielmetti, il nonno, que sigue
dirigiendo el grupo de especialistas en relaciones laborales que construyó con Umberto Romagnoli para hacer una
estancia de tres semanas en la OIT de Turin y en Bolonia, que luego se
extendería a la UCLM en Toledo, pero siempre Rafael Carvallo y Mónica
Vergara, Maria Ester Feres, Juan Gumucio, Diego Corvera, Rodrigo Morales, Pancho
Tapia y más tarde Daniela Marzi,
Paola Diaz, entre tantos otros nombres queridos y presentes. Otros
lamentablemente, se han ido, Malva
Espinoza, Loreto Miquel Feres. Todos ellos surgen de manera natural en la
evocación de Neruda. Que es la evocación de un tiempo de camaradería y de
amistad, de buen humor e ironía, de encuentros siempre fructíferos y
sugerentes. Un tiempo que se resiste a desaparecer como tantos quisieran. Por
el contrario, permanece y es bueno siempre recordarlo.
Preciosa y evocadora entrada, aunque me quede cursi.
ResponderEliminarAbrazos desde Frankfurt!