El RDL
30/2020, la última norma hasta el momento que regula las medidas
extraordinarias frente a la crisis económica derivada de la pandemia, ha sido
aprobada en el Congreso prácticamente por unanimidad, consiguiendo así una
aprobación de las fuerzas políticas insólita en un tiempo en el que el
enfrentamiento encarnizado contra el Gobierno de la nación es la regla general
de las relaciones entre partidos llegando incluso a que el principal partido de
la oposición se dirige a la formación europea en la que se integra para impedir
que se transfieran fondos a España sobre la base del carácter “autoritario” e “ilegítimo”
del gobierno que rige, siempre según esta narrativa, un “Estado fallido”. Pero lo que se debe resaltar es que en esa ofensiva
deslegitimadora, la oposición no se confronta con la política social derivada
de la crisis del Covid-19, que incluso han avalado con el voto favorable a la
última norma de esta serie regulativa. Es por tanto interesante en este
contexto una reflexión sobre el significado que en ese proceso de regulación va
adoptando – y debe seguir adoptando – el derecho al trabajo como eje y guía de
la actuación normativa.
El art. 23 de la Declaración de
Derechos Humanos, que es el texto central y emblemático que sustenta la
universalidad de los derechos de la persona, afirma que “toda persona tiene
derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones
equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo”.
La noción de trabajo al que se tiene derecho se identifica fundamentalmente con
el trabajo asalariado, aunque en esa noción se quiere también encontrar en
algunos ordenamientos la posibilidad de incluir el trabajo por cuenta propia.
El trabajo se conceptúa como
empleo, y en esa condición se entiende que ingresa en el llamado mercado de
trabajo. Los datos que tenemos del empleo y del número de asalariados en el
mundo revelan que la tendencia creciente no se ha detenido ni con la crisis
económica del comienzo de la primera década del siglo ni con la gran
transformación tecnológica en curso. La repercusión que la pandemia tenga sobre
el mismo está todavía por analizar, aunque se sabe que va a ser muy negativa.
El Informe de la OIT sobre
Tendencias y Perspectivas del Empleo 2020 (que se puede consultar en https://www.ilo.org/wcmsp5/groups/public/---dgreports/---dcomm/---publ/documents/publication/wcms_757163.pdf
, explica que el crecimiento de las
personas que formalmente trabajan a cambio de un salario no han dejado de
crecer, de forma que se calcula que en 2019 la población mundial de 15 o más
años de edad (es decir, la población en edad de trabajar) alcanzaba los 5700
millones de personas, y de este total, 2300 millones (39 por ciento) no
formaban parte de la fuerza de trabajo, mientras que 3300 millones (57 por ciento)
tenían trabajo, aunque la subutilización total de la mano de obra
(desempleados, subempleados o fuerza de trabajo potencial) sumaba 477 millones.
Más de la mitad de las personas que trabajan a nivel mundial (un 53% en 2019),
percibían un salario o un sueldo, lo que “aumenta la probabilidad de acceso a
la protección social, a los derechos laborales y a la seguridad de los
ingresos”, pero esta probabilidad no está en absoluto garantizada, puesto que
nada menos que el 40 por ciento de los trabajadores que perciben un salario o
un sueldo tienen una relación de trabajo informal, y por tanto les es mucho más
difícil gozar de derechos laborales o de protección social. A ello se une que
puede decirse que aproximadamente 360 millones de trabajadores, en gran parte
mujeres, eran trabajadoras familiares auxiliares, lo cual significa que se les
considera informales por definición y carecen de acceso a la protección social
y a la seguridad de los ingresos.
Tener un empleo no significa por
tanto tener derechos. Por ello resulta pertinente preguntarse si resulta
posible vivir en un mundo en el que se pueda tener un trabajo sin derechos
derivados y relativos al propio hecho material de desempeñar un trabajo para
otro. Hay trabajos que no se han asociado ni a la titularidad ni al ejercicio
de ningún derecho. El trabajo de cuidados y el trabajo doméstico de
reproducción familiar ha sido clásicamente el ejemplo de esta afirmación. El
trabajo doméstico, esencialmente femenino, ha tenido el respaldo internacional
del convenio 189 de la OIT, pero sólo 30 países lo han ratificado, en Europa Alemania,
Bélgica, Finlandia, Irlanda, Italia, Portugal y Suecia, pero no España, aunque
en el programa del gobierno progresista se recoge la necesidad de su
ratificación.
Hay otros trabajos que se
efectúan fuera de las coordenadas institucionales que los pueden encuadrar
formalmente como trabajo asalariado, que ingresan en la “formalización” de una
relación bilateral entre empleador y trabajador que tiene una amplia serie de
consecuencias tanto contributivas y fiscales como fundamentalmente retributivas
y de estandarización de condiciones de trabajo. Pero a nivel universal, desde
1998, la OIT ha acuñado el término de trabajo decente como un concepto de
validez y vigencia fundamental que deben seguir y observar todos los estados
miembros de esta organización.
La enorme crisis que a nivel
global ha producido la pandemia del Covid-19 está produciendo en muchos países una
gran destrucción de empleo y por tanto de pérdida de derechos básicos de
ciudadanía y de inclusión social. La OIT preveía en abril pérdidas devastadoras
de empleo en todo el mundo y en el último observatorio sobre la Covid-19 y el
mundo del trabajo, publicado en septiembre de este año, hacía notar que el
cierre de lugares de trabajo sigue siendo notable, si bien varía en función de la
región de que se trate, y afecta adversamente a los mercados de trabajo de todo
el mundo, lo que redunda en una cantidad de horas de trabajo perdidas que se estima
que en el segundo trimestre de 2020 supone 495 millones de empleos equivalentes
a tiempo completo. Esta pérdida de empleo se concentra en los países de ingreso
mediano bajo, que registran una pérdida de horas de trabajo de alrededor del
23,3 por ciento (240 millones de empleos equivalentes a tiempo completo) en el segundo
trimestre de este año. La crisis se ceba en aquellos países que tienen menos
recursos, agravando de este modo la desigualdad estructural entre regiones del
mundo y dentro de ellas entre las clases subalternas y las élites financieras y
económicas que no resultan afectadas por la crisis y que incrementan la injusticia
y la distribución no equitativa de la riqueza.
En este sentido, mitigar los
efectos terribles de la crisis sobre el empleo es una prioridad no sólo
económica sino también social y política. En la Unión Europea, es la prioridad económica
la que ha urgido a la Comisión a adoptar las políticas que han culminado en el Mecanismo
de Recuperación y Resiliencia, de una parte, y en el Reglamento de Apoyo
Temporal para Atenuar los Riesgos del Desempleo en una Emergencia (SURE), de
otra, y que convergen en el nuevo Marco financiero plurianual (2021-2027), aun
en negociación con el Parlamento, como se sabe. Es un cambio de perspectiva que
resulta imprescindible para poder mantener el empleo y las empresas, pero esta
aproximación, aun siendo muy relevante, no es suficiente.
En efecto esta posición hay que
ponerla en relación con el valor fundamental del trabajo, reconocido universalmente,
también como es natural en las cartas de derechos europeas y en nuestra propia Constitución.
El derecho al trabajo se configura como un derecho político que integra la
condición de ciudadano de un país determinado en tanto se reconoce la
centralidad social, económica e ideológica del trabajo como elemento de
cohesión social y como factor de integración política de las clases subalternas
en las modernas democracias. El punto de partida de este reconocimiento del
derecho al trabajo es precisamente el entender que una sociedad avanzada tiene
que basarse en el trabajo y en el conocimiento como ejes del desarrollo de la
misma, lo que implica asignar un valor fundamental para la democracia a la
posición subordinada que ocupan las personas que trabajan para obtener un
salario que les permita mantener su existencia. El trabajo debe por tanto ser
la condición que posibilita la dignidad de las personas y el factor que impulse
un tratamiento tendencialmente igualitario en la sociedad cuyo desarrollo y
bienestar procura. Es a partir del trabajo como se pueden intentar remover las
desigualdades presentes en nuestras sociedades, por eso es también el
fundamento político de las opciones constitucionales por la democratización de
las relaciones de poder, público y privado, que están presentes en la misma y
que deben ser modificadas, niveladas, contrarrestadas colectiva e
individualmente.
No se puede por tanto desconectar
la legislación de la crisis del Covid-19 de esta apreciación política. La
legislación española que se ha ido generando como reacción a esta situación –
el denominado “escudo social” de la crisis – es muy relevante en términos de
sustentación de ingresos de las personas trabajadoras y el mantenimiento de las
empresas, en un país como el nuestro en el que el tejido industrial y la
estructura productiva gravita de forma muy importante en la precariedad laboral
y cualquier alteración de la actividad se desplaza al ajuste del empleo via la
extinción de los contratos. La utilización de formas de trabajo a distancia y
la regulación temporal de empleo son los ejes de este programa de mantenimiento
del empleo, consolidando una prohibición de despedir por causas derivadas de
fuerza mayor o económicas y organizativas, pero a su vez la extensión de la
cobertura de desempleo o de cese de actividad a las personas que carecerían de
ella y la institución de salario mínimo vital, constituyen también un claro
ejemplo de la tutela normativa de las situaciones en las que el mercado no
garantiza el acceso al trabajo como forma de sustentar la vida humana y lograr
unas condiciones dignas de existencia.
Por ello no cabe eludir la
proyección sustantiva del derecho al trabajo como eje del derecho de la crisis
, un derecho que se basa en la “solidaridad de la emergencia”, el término que
ha acuñado la Corte Constitucional italiana, y que por el momento es administrado
a través del instrumento del diálogo social por los sindicatos más
representativos y las asociaciones de empleadores. Recordemos que el derecho al
trabajo está indisolublemente ligado a la tutela legal y convencional del
trabajo, al reconocimiento de los derechos colectivos e individuales derivados
de la prestación de trabajo. Quiere decirse con ello que el derecho al trabajo
se compromete directamente con la existencia de un Derecho del trabajo que
garantiza unos derechos que están en la base de la condición de ciudadanía. Un
trabajo digno o un trabajo decente que supone seguridad y estabilidad en la
existencia y capacidad de autoconciencia individual y colectiva para la
progresiva consecución de mejoras en la calidad de vida y en la conformación de
una sociedad más justa y más igualitaria. El derecho al trabajo es la condición
de ejercicio de otros derechos fundamentales en los lugares de trabajo. El
derecho al trabajo requiere un trabajo de calidad, se opone materialmente a la
degradación del empleo a través de la instalación de la precariedad como forma
permanente y cotidiana de inserción de sujetos débiles y colectivos vulnerables.
Todo ello irá conformando un programa
de reformas en el inmediato futuro. Que necesariamente por tanto tiene que partir
de unas líneas fundamentales y una hermenéutica constitucional sustentada por
la garantía efectiva del derecho al trabajo, restringiendo y encauzando los
impulsos destructivos que sobre el empleo generan el funcionamiento no
constreñido del mercado y de la unilateralidad empresarial, como quedó
demostrado con la nefasta política legislativa seguida frente a la crisis del
2009-2013.
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