La crisis
económica ha sido el detonante de los cambios legislativos tanto del primer
ciclo de la crisis de este siglo XXI (crisis financiera y de la deuda) como del
segundo (derrumbe de la actividad económica a partir de la irrupción de la
pandemia del Covid19). Y su reiteración en la crisis energética y de
suministros derivada de la invasión de Ucrania incide en la misma relación. La
reforma del marco institucional que regula el trabajo y el empleo se presenta
como una situación de excepcionalidad social que obliga a intervenir a los
poderes públicos urgentemente. No es una característica tan sólo española. Sayonara
Grillo y Jose Eymard Loguercio en el Seminario comparado de las
reformas laborales brasileña y española celebrado en Ciudad Real el 27 de enero
pasado, han calificado asimismo la reforma laboral del 2017 en Brasil como un
derecho de excepción generalizado, en donde se produce la institucionalización
de la excepción.
La gravedad de la crisis
económica sobre la economía nacional crea en efecto una situación de excepción
que puede plantearse como una suspensión de las reglas hasta el momento
vigentes para restaurar un estado de normalidad tras la excepción anormal
generada por la crisis. Este es el proceso que se ha seguido en la Unión
Europea ante la crisis generalizada derivada de la irrupción de la Covid-19,
suspendiendo el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y las reglas de la
gobernanza económica aplicadas durante la crisis financiera y de la deuda
soberana a la espera de una nueva situación de normalidad. ¿Significa eso que
ha de volverse al anterior estado de cosas, a las mismas reglas de la
gobernanza económica? La reforma del Pacto de Estabilidad – y no su suspensión
para que recobre luego su vigencia – está ya en el debate político de la Unión,
aunque son diferentes los enfoques sobre la necesidad de un cambio más radical
de sus líneas-guía sobre la base precisamente de la experiencia normativa que
ha amparado el programa Next Generation y el marco financiero plurianual
2021-2027.
Pero sucede que este propósito
restaurador de una situación anterior al estado de excepcionalidad que ha
originado la crisis no suele realizarse. Por el contrario, la “nueva
normalidad” que sigue al momento de excepción es justamente la legislación de
excepción instaurada. Es decir, que no hay una “nueva normalidad” a la que se
dirige la legislación de excepción, sino que ésta es precisamente la nueva
normalidad normativa propuesta.
Esta identidad de la
excepcionalidad normativa con la normalidad instaurada aparece claramente en el
análisis del primer ciclo de reformas en España que se desarrolla entre los años
2010 y 2013, con especial incidencia en la reforma laboral del 2012 bajo el
gobierno del Partido Popular. En él, la reposición de lo “normal” tras la
crisis se identifica con la recuperación de un nivel de empleo que se entiende
aceptable, el 15% de desempleo registrado. Alcanzar este objetivo a finales de
2018 en una lenta y desigual
recuperación es lo que hizo posible que el RDL 28/2018 derogara el contrato de
apoyo a los emprendedores y el período de prueba de un año durante el cual se
mantenía el despido libre, junto a una serie de bonificaciones y exenciones a
la seguridad social. Pero para obtener ese objetivo se tenían que seguir
manteniendo los elementos centrales de esa normativa de excepción en el triple
dominio de la flexibilidad interna unilateral, el desequilibrio de la
negociación colectiva y la degradación de las garantías del despido.
Es importante remarcar que en
este primer ciclo reformista, el estado de excepción social no fue formalmente
declarado, pese a que realmente se ejercitó como tal a través del uso continuo
del Decreto-Ley y el desplazamiento al gobierno de la capacidad legiferante. Lo
que sucede es que el mantenimiento de esta excepcionalidad social y económica
se apoyaba en las mayorías parlamentarias, que avalaban de manera no
problemática las modificaciones normativas. La ruptura con cualquier
manifestación de diálogo social revalorizaba este modelo de subalternidad
parlamentaria a la decisión del poder ejecutivo en el marco de un bipartidismo
muy acusado. La propia reforma de la Constitución para incorporar los
compromisos de equilibrio financiero y pago de la deuda es un ejemplo
manifiesto del peso de la indiferencia del sistema de partidos en el debate
sobre la ordenación concreta que debería tener el sistema de derechos
individuales y colectivos derivados del trabajo. Esta es la regla general, la
sumisión plena a las decisiones del Gobierno garantizadas por el dominio de la
mayoría parlamentaria al menos hasta las elecciones del 2015 y posteriormente,
ya en minoría, mediante el bloqueo de iniciativas legislativas a través de la
utilización extensiva de la facultad prevista en el art. 134.6 CE si se
entendían que suponían “aumento de los créditos o disminución de los ingresos
presupuestarios”, preservando así la “normalidad normativa” que provenía de la
normativa de excepción generada por la crisis. Procedimientos y procesos que
estaban legitimados democráticamente por la aprobación parlamentaria de las
decisiones excepcionales del gobierno legislador y que a fortiori resultaron
indemnes del reproche de inconstitucionalidad por un Tribunal Constitucional
fuertemente implicado en la validación de esta nueva legalidad excepcional que
llevaba a cabo la reforma laboral.
El segundo ciclo de cambio
legislativo que surge partir de la
irrupción de la pandemia en marzo del 2020, también se explica como una
situación de excepción, pero a diferencia del caso anterior, ésta se declara
formalmente como estado de alarma, y la legislación social se sigue percibiendo
como un elemento central en la regulación y ordenación de esta situación de
excepcionalidad social y económica originada por la pandemia. Con una
orientación muy diferente, desde luego. El objetivo de estas medidas es el de
recuperar un estado de normalidad, cifrado en un nivel de empleo, pero mediante
la construcción de un derecho al trabajo potente. Es decir, conectando
directamente las políticas de empleo del art. 40 CE con un contenido
indisociable del art. 35 CE que preserve las garantías reales del derecho al
trabajo. A través de un largo período de excepción – tres estados de alarma
discontinuos desde marzo de 2020 a mayo de 2022 – se mantuvieron y
desarrollaron las primeras normas para hacer frente al impacto económico y
social del Covid-19, a la vez que se iba instaurando paulatinamente una “nueva
normalidad” normativa más allá del puro dato de recuperación del empleo,
centrada en el reforzamiento de las facultades y poderes comprendidos en el
derecho al trabajo en una orientación democrática y garantista.
El mantenimiento de este estado
de excepción social y su desarrollo normativo se enfrentaba a un reparto de
fuerzas políticas representadas en el Parlamento que no garantizaba al gobierno
el apoyo permanente a su programa de reformas en el contexto multipartidista
dominante y ante la cada vez más agresiva oposición de las formaciones
políticas de la derecha, con un destacado protagonismo de la extrema derecha, que
acudía al Tribunal Constitucional como parte de una estrategia de
deslegitimación política del gobierno. Frente a ello, la legislación de
excepción se sostuvo por el diálogo social y la participación de los dos
sindicatos más representativos con el
asociacionismo empresarial, que acompañaron con sus acuerdos tanto los sucesivos
desarrollos de la legislación sobre la regulación temporal de empleo – los seis
Acuerdos Sociales de Defensa del Empleo – como los hitos más relevantes de
regulación del trabajo a distancia o la laboralidad de los riders. La
legitimidad social que otorga el acuerdo con los interlocutores sociales era
más importante conforme más se avanzaba en la instauración de la “nueva
normalidad” , tanto hacia el interior del estado-nación, como una forma de
asegurar el consenso colectivo y ciudadano ante las medidas adoptadas, como
hacia afuera de nuestras fronteras, como una manera de garantizar el modelo
democrático neolaborista que se estaba consolidando a través de la legislación
de excepción y que además en algún supuesto, como el de las personas
trabajadoras al servicio de las plataformas digitales, estaba incidiendo
positivamente en el patrón de regulación que orientaba el proyecto de directiva
europea. Finalmente, la negociación durante nueve meses de la reforma laboral
que culminó en el acuerdo que se traduciría a continuación en el RDL 32/2021, reiteró
la relevancia del diálogo social como forma de producción normativa y como
método de gobierno.
La importancia del soporte social
de la legislación reformista se habría de confrontar sin embargo con la
legitimidad política expresada a través de la decisión de convalidación de las
normas de excepción como normas de urgente necesidad. En el proceso de
confirmación parlamentaria de la norma eje de la reforma laboral, se
desencadenó el debate acerca de la superioridad de la legitimidad política derivada
del acuerdo parlamentario sobre la legitimidad social del acuerdo tripartito
logrado por sindicatos, asociaciones empresariales y gobierno. Ignorando la
existencia de un principio democrático fundamental que reconoce a las figuras
representativas de la empresa y del trabajo intervenir directamente en la
conformación del interés económico y social de la ciudadanía como una fórmula
de participación democrática, la discusión que enmarcó la peripecia de la
convalidación del RDL 32/2021 por un solo voto de diferencia quería establecer
una relación de jerarquía y subordinación de las decisiones de los partidos
presentes en el arco parlamentario sobre las que el gobierno y los agentes
sociales habían adoptado en este momento de excepción como soluciones concretas
ante la “nueva realidad” normativa y que se correspondía con el respaldo
obtenido por las autoridades europeas en el marco del Plan Nacional de
Recuperación y Resiliencia. Una cierta recuperación de un debate antiguo sobre
la subordinación del espacio sindical y económico-social al político,
representado por el partido, que no reconocía autonomía ni legitimidad
suficiente en el plano de lo político a la organización de estos intereses
colectivos a través del diálogo social.
El aval democrático a las reformas
laborales en una situación de excepcionalidad social no tiene por qué
identificarse necesariamente con una relación de jerarquización entre las
formas de representación partidista y las derivadas del acuerdo entre los
agentes sociales y económicos. El aval democrático de las mayorías
parlamentarias de la reforma laboral del 2012 y el refrendo de esta normativa
por el Tribunal Constitucional no debe encubrir la unilateralidad del gobierno
en su conformación y desarrollo, negado a cualquier participación de los
sujetos que constitucionalmente representan los intereses económicos y sociales
de la ciudadanía y a los que la Constitución encomienda una función decisiva en
su determinación colectiva e institucional. El aval democrático del diálogo
social de la reforma laboral del 2021 garantizaba de por si suficientemente un
método participativo de alcance general con autonomía suficiente como para ser
considerado un título de legitimación política que no tenía por qué ser
sustituida por el acuerdo entre partidos. Dos experiencias que permiten
comprender que la legitimidad democrática de los cambios legislativos en
materia laboral se conecta ante todo con
el contenido material de éstos y su propuesta regulativa de los intereses
económicos y sociales que se pretenden disciplinar.
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