La
palabra terrorismo está hoy muy devaluada al menos si se atiende a los usos con
los que se emplea recientemente no solo en el discurso político, sino
especialmente en el saber experto de las decisiones judiciales. Parecería que
cualquier manifestación de disenso colectivo sobre las decisiones de organismos
públicos o de agentes privados, en la medida en que produzcan trastornos
importantes del orden público, entran dentro de esta categoría de actos
terroristas, y esta calificación se defiende y se expande en el espacio
mediático ya de por sí exasperado cotidianamente.
En el diccionario de la Real
Academia de la Lengua, hay tres acepciones de lo que significa terrorismo:
1. m. Dominación por el terror. (Y advierte que son
sinónimos terror, violencia, dominación)
2. m. Sucesión de actos de violencia ejecutados para
infundir terror.
3. m. Actuación criminal de bandas organizadas, que,
reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma
social con fines políticos.
Se podría pensar que las dos
primeras acepciones pueden ser utilizadas en clave esencialmente política, y
que por tanto pueden dar lugar a un uso preciso de la noción “terrorismo”. De
esta manera, se puede enunciar que estamos en presencia de un “estado
terrorista” en la medida que ha adoptado decisiones que han causado actos
de violencia extrema contra personas o cosas, tanto en el interior de sus
fronteras como sobre otras poblaciones vecinas. Pero también, desplazando el
concepto e invirtiendo los términos, cabe hablar de terrorismo de estado,
cuando se arbitran en el seno de un Estado nacional determinado medidas
gubernamentales en las que reiterada y sistemáticamente se efectúan
disposiciones represivas, criminales, en general medidas de tipo autoritario
que son dirigidas contra los conciudadanos que son considerados enemigos del
Estado. Ninguna de estas acepciones son las que entran en juego en el uso
actual del concepto “terrorismo”.
En un contexto diferente, se ha
empleado la expresión “terrorismo patronal” como el conjunto de acciones
que buscan conscientemente reducir y obstaculizar derechos laborales o privar
de empleo sin causa e ilegítimamente a
las personas trabajadoras. Es una expresión que la jurisprudencia ordinaria ha
entendido que no vulnera el derecho al honor ni a la imagen de la empresa a la
que se imputa la misma pese a que se haya reproducido en pancartas y
octavillas, así como en correos electrónicos dirigidos a clientes de la empresa
afectada, puesto que se produce en el marco de un conflicto laboral prolongado
y porque “la expresión “terrorismo patronal” se ha convertido en lugar común en
nuestra sociedad al utilizarse de manera habitual por sindicatos o incluso por
partidos políticos, lo que ha devaluado socialmente su significado,
convirtiéndose en una crítica dura, pero sin que ninguna persona razonable lo
asocie propiamente con el concepto de terrorismo” (STS 172/2017 de 28 de febrero de 2017
(JUR\2017\69885). Una conclusión que reitera la STS 28 de febrero de 2017 (R.
103/2016), insistiendo en la «necesidad de valorar las expresiones litigiosas
en un contexto de crítica y de contienda», pues «cuando la discusión alcanza
recíprocamente un nivel alto de tensión puede justificar la utilización de
expresiones ... que '[s]i bien ... pueden resultar hirientes y entrañar una
descalificación personal y profesional, este factor no es suficiente en el caso
examinado para desvirtuar su amparo en la libertad de expresión”. Es decir, que
se admite el uso retórico de la noción de terrorismo equiparado a la segunda
acepción del diccionario RAE que implica que “ninguna persona razonable” pueda
equiparar esta expresión con “el concepto” de terrorismo, además de precisar
que estos “excesos verbales” están protegidos por la libertad de expresión
colectiva, especialmente garantizada en un contexto de conflicto laboral
prolongado como era el caso sobre el que se decidieron las sentencias citadas.
La tercera acepción es la que
tiene un mayor interés actual, en la medida en que describe una conducta
criminal que tradicionalmente ha sido considerada como un grave delito. Y ello
siendo conscientes que “nuestra cultura jurídica carece de un significado
univoco y preciso y ello, seguramente, porque el terrorismo, además de hacer
referencia a un hecho delictivo, es un concepto histórico, con una fuerte carga
emotiva o política, que en cada momento y lugar ha sido aplicado a realidades
muy diversas que difícilmente pueden recibir un tratamiento unitario”, y la
evolución normativa se caracteriza por una fuerte ambigüedad y determinación.
Pero, pese a ello, “puede decirse que la noci6n de terrorismo que ofrece
nuestra legislaci6n vigente gira en torno a la existencia de dos elementos,
estructural y teleol6gico, que son la organización armada y el fin o resultado
político” (LAMARCA, C., “Sobre el concepto de terrorismo. (A propósito del caso
Amedo)”[1].
Es decir, que en nuestra cultura política, la noción de terrorismo está
ligada a la acción de organizaciones armadas que persiguen un resultado
político contrario al marco institucional vigente. Y esta concepción, ya
arraigada por razones evidentes desde las décadas de los 80 y 90 del siglo
pasado como una conducta ligada a la lucha armada, se ha visto confirmada ante
otro tipo de terrorismo de raíces diferentes, el llamado terrorismo yihadista,
cuya acción en Madrid el 11 de marzo de 2004 fue definitoria de su alcance. La
posterior concreción del Pacto antiyihadista del 2015 en una reforma del Código
Penal debe entenderse en todo caso inscrita en esta línea evolutiva. Un
análisis más técnico y detallado de la norma vigente la llevará a cabo en este
mismo blog el viernes Juan Terradillos, profesor emérito de la Universidad
de Cádiz y frecuente autor en las páginas electrónicas de este blog.
Pero, esperando a este análisis
sobre lo que se debe entender realmente por terrorismo desde el punto de vista
de la norma penal, no cabe ignorar el desbordamiento que se está haciendo de
esta noción, centrada en la tercera acepción del diccionario RAE, en el terreno
de la política. Terrorista ya es una cualidad delictiva de la que participan
multitud de agentes políticos y sociales. Se extendió su uso en las
elecciones generales con el estribillo “que te vote Txapote” con el que se
identificaba con el terrorismo a partidos que habían condenado desde siempre la
acción armada de ETA o que incluso habían sufrido atentados de este grupo
terrorista. La resurrección de ETA, desaparecida a partir del 2011, es decir
nada menos que hace doce años, era empleada como invectiva política por la
principal fuerza de la oposición, el Partido Popular, como forma de denostar a
sus adversarios políticos en el proceso electoral y en los debates consiguientes,
una imputación que se reiteró con más fuerza tras la formación de gobierno ya
en el otoño del 2023, al entender que se trataba de un gobierno apoyado en grupos
directamente conectados con su pasado terrorista, lo que se concentra en la
expresión “bilduetarra”. El tremendismo y la falsedad de este discurso no han
impedido al Partido Popular y a los medios que reproducen su argumentario
continuarlo y reiterarlo como una cláusula de estilo.
Pero en esta primera versión, la
noción de terrorismo se sigue asociando a la terrible experiencia histórica de
la lucha armada que ETA llevó a cabo en el País Vasco hasta el anuncio del cese
de a misma el 20 de octubre del 2011. Sin embargo, progresivamente este término
ha ido ampliándose en el discurso del Partido Popular a las movilizaciones
populares y los disturbios públicos efectuados en Cataluña y principalmente en
Barcelona, con ocasión tanto de la fracasada declaración unilateral de
independencia como en la posterior respuesta a las sentencias condenatorias del
Tribunal Supremo a través del llamado “tsunami democrático”. La orientación
política de esta nueva hipérbole en el discurso es clara, desprestigiar e
incriminar penalmente a los dirigentes de Junts per Catalunya, culpables de
haber propiciado la investidura del gobierno de coalición progresista, y de
esta manera situar el debate sobre una ley de amnistía en el centro del debate
que se quiere transmitir a la opinión pública añadiendo a la acusación de inconstitucionalidad
de esta medida, la de su imposible aplicación a “terroristas” como los
activistas independentistas que entran dentro del ámbito de aplicación de la
norma proyectada. Que este propósito haya estado acompañado – o quizá inducido –
por la actividad de un juez instructor de la Audiencia Nacional es, a estos
efectos, algo indiferente, porque lo relevante es la insistencia en que
cualquier alteración del orden público o producción de desórdenes se equipara a
una situación de violencia y de terror y por tanto es susceptible de ser
calificada como terrorismo.
Hay asi terrorismo catalán
independentista, que convive con el apoyo y la complicidad de los partidos del gobierno
con el terrorismo etarra a través del sostén que proporciona a sus decisiones un
grupo como Bildu, cualidad terrorista que se contagia a otros partidos
nacionalistas como BNG en las elecciones en marcha en la comunidad autónoma
gallega, pero también se llama terrorismo enfrentar a la policía y a los
agentes del juzgado en la oposición a un desahucio en Lavapiés, y reclamar el
cese de la masacre ciudadana y de los crímenes de guerra en Israel significa
apoyar el terrorismo de Hamas y el gobierno que lo viabiliza es “amigo de Hamas”,
él también por tanto cómplice del terrorismo de este grupo. Todos son
terroristas, todo es terrorismo para el Partido Popular. Demasiados
terrorismos, ciertamente.
No se trata solo, como con
acierto ha señalado Enric Juliana , que el uso táctico del término
terrorismo pueda crear un peligroso precedente (https://www.lavanguardia.com/politica/20240127/9506804/amnistia-terrorismo.html)
sino que esta retórica que hace recaer sobre fuerzas democráticas imputaciones
gravísimas de culpabilidad respecto de crímenes violentos causados por
organizaciones armadas, degrada hasta límites desconocidos el tejido pluralista
que conforma el marco constitucional en el que nos movemos. Es un episodio muy
negativo de banalización de una conducta criminal que ahora se aplica como
idea-tipo tanto a la acción de las fuerzas políticas democráticas como a la
definición de actos de confrontación y de conflicto que se despliegan en la
realidad social. Banaliza asimismo a las víctimas reales del terrorismo, que se
ven involucradas en el contexto de la ampulosidad falseada de un discurso de
deslegitimación de la actuación del gobierno y de la mayoría parlamentaria que
lo sostiene.
Dejemos al terrorismo dentro de los
límites en los que el lenguaje y el sentido común lo mantiene. Contengamos su
uso exorbitante y precisemos finalmente su significado técnico como conducta
criminal perseguida por el derecho penal.
ResponderEliminarHe esperado al fin de semana para leer el post con detenimiento y poder comentar humildemente y de manera sencilla lo que opino sobre la consideración que merecemos los disidentes, divergentes, disconformes y discrepantes. Ya sé que puedo parecer frívola y simplona, pero yo siempre valoro los calificativos en función del emisor.
A mi modo de ver, aquí hay un problema de analfabetismo funcional y carencias en la capacidad de raciocinio, ni más ni menos, e indagar o debatir sobre otros motivos es valorar en demasía a quienes, a pesar de saber leer y escribir, balbucean y se pronuncian sobre sus oponentes con palabras o chascarrillos tremendistas y alarmistas de los que se hacen eco sus secuaces. No hay más que fijarse en los representantes públicos del movimiento y sus acólitos. Por poner un ejemplo, son como ese crío que cuando llega una visita hace una gracieta y la repite machaconamente porque los papis le ríen la ocurrencia y la visita pone cara de circunstancia, que es exactamente lo que ha ocurrido con Xapote y su cantinela, que además es un pareado, de rima fácil, porque no les da la mente para un soneto.
El problema es que las devaluadas educación, cultura y alfabetización se extienden también entre quienes ejercen el poder, cualquier poder, y no hay más que leer algunas sentencias, cuya fundamentación jurídica me hace maldecir en muchas ocasiones lo que he estudiado, porque repugnan no solo al sentido y espíritu de las normas, sino a las más elementales muestras de sentido común. Pero hay que ir un poco más allá y adentrarse en el currículum y carrera profesional de quienes así se pronuncian a través de las resoluciones judiciales y sus querencias.
Pero esta estulticia promovida y generalizada se está rentabilizando y de qué manera.
En cualquier caso, ¿qué consideración me merece que una organización ilegalmente financiada, que ha tenido a un considerable número de ministros y altos cargos imputados, condenados, en prisión, que ha sido condenada como responsable civil y que se ha librado de otros delitos porque hay que tener amigos hasta en el infierno, cuyo expresidente implicó a todo el país, desoyendo a sus ciudadanos, en una guerra, que con su gestión incitó la comisión del atentado yihadista del 11-M, con una de sus principales representantes como responsable directa de la muerte de 7.291 ancianos durante la pandemia, con un presidente que es amigo de un narcotraficante, etc., estime que las personas como yo somos terroristas?
Lo dicho, hay que valorar las palabras en función del emisor.