Uno de los puntos de convergencia en Italia entre el Partido Democrático, el SEL de Nichi Véndola y Revolución Civil de Antonio Ingroia, es el tema de reforma de la regulación de trabajo. En concreto, la necesidad de proponer un proyecto de ley que regule la representación sindical, impidiendo la selección arbitraria de interlocutores sindicales por la empresa en la negociación colectiva y derogando asimismo el ominoso precepto según el cual el convenio de empresa se aplica en lo que estipule con preferencia al convenio colectivo sectorial y a la propia norma estatal. Un grupo de candidatos de los tres partidos han hecho público un comunicado en el que se comprometen, conjuntamente, a impulsar un proyecto legislativo en esta dirección. El contexto en el que se desenvuelven estas iniciativas es el de un reverdecer del autoritarismo de empresa y la decidida oposición al sindicato del metal de la CGIL - la combativa FIOM - para expulsarla de los centros de trabajo y de las mesas de negociación. En ese contexto, se presenta ahora la traducción de un texto de Umberto Romagnoli que aborda, en su línea de pensamiento clásica, la necesidad de replantear una norma que regule las dos ciudadanías en el trabajo. El texto se publicará en la Revista de Estudios de la Fundación 1 de Mayo, y se ofrece aquí en exclusiva para la blogosfera de Parapanda.
LA LEY SOBRE LAS DOS CIUDADANÍAS
Umberto
Romagnoli
Como tiene un pasado del que
gloriarse, es comprensible que al sindicato le acompañe una concepción
hagiográfica que hace de él el más democrático de todos los entes exponentes de
la sociedad civil. A medias entre la apología y la
ideología, la concepción resulta justificada por el papel asumido
históricamente por la institución nacional – popular que, en el Occidente
capitalista, ha hecho posible el viaje de los hombres con mono azul y manos
callosas del status de súbditos de un
Estado elitista al status de
ciudadanos de un estado democrático pluri-clase. Por si sola, sin embargo, no
es capaz de borrar un dato de la realidad: el sindicato es también y además, más
a menudo de cuanto se piensa, ante todo una autoridad respecto de los
trabajadores que pretende proteger. Ejercita el poder de co-determinación de
las condiciones de trabajo estipulando convenios colectivos aplicables no sólo
a los afiliados al mismo. Se da por supuesto que el nivel de democratización de
las formas de ejercicio del poder contractual colectivo depende de la
intensidad (entendida como continuidad y como incisividad) de la participación
en el proceso de decisiones asegurada a
los destinatarios de la normativa, los cuales, en una amplísima mayoría, son
extraños a la vida asociativa del sindicato.
Ahora bien, a quien denuncia su
insuficiencia, y posiblemente se duele que la izquierda no lo considere un
problema, no es ocioso recordarle que la cuestión no preocupó ni siquiera a los
padres constituyentes a quienes nadie puede reprochar que no hayan dado
respuestas convincentes a la petición de democracia que recorría el país. Y sin
embargo se daban cuenta que la generalización de la eficacia vinculante del convenio
colectivo acaba por acentuar el aspecto autoritario del agente que lo suscribe.
También ellos pensaban que la autoridad, donde quiera que se manifieste, no
puede tener por sí misma la virtud de la democraticidad; por regla general se
encuentra intrínsecamente desprovista de ella. Tanto es así que no compartieron
la idea de que el sindicato sea naturaliter
democrático. En efecto, valoraron la oportunidad de conectar la legitimación
del sindicato para negociar con eficacia erga
omnes a la confiabilidad democrática del mismo, exigiendo los indicios
concordantes con la misma de la comparación de su ordenamiento interno con un
presunto ideal-tipo de asociación. Este
es el test que impusieron para
superarlo a cualquier sindicato que, para cumplir plenamente su propia función,
estuviera interesado en transformarse en un legislador privado. Hicieron de ello
una condición necesaria, a diferencia de lo requerido para cualquier otra
asociación, incluidos los partidos políticos, que fueron exonerados. La condición
es necesaria y al mismo tiempo suficiente.
Es posible que se trate de una
manifestación de irenismo constitucional. Es sin embargo excusable. Era la primera vez en la historia de
Italia unida que se pretendía definir la relación entre Estado y sindicatos en
un régimen democrático.
El art. 39 de la Constitución
italiana privilegia, entre los innumerables perfiles que pueden definir al
sindicato, el que hace de él un centro privado de coproducción normativa –
coproducción porque no se hacen normas sin la colaboración consensual de la
contraparte – y, a la vez, reconoce al convenio colectivo (nacional, que es el
que en la época de la Constituyente dominaba) el rango de fuente regulativa
vinculante para la generalidad de sus destinatarios. Éste por tanto adquiere
una eficacia para-legislativa en presencia de presupuestos que la ley de
actuación habría debido establecer de conformidad con el enunciado
constitucional.
¿Sigue siendo correcto hablar de
contrato colectivo? No parece que los padres constituyentes se lo hayan planteado.
Con todo, sabemos que tiene de ello sólo la apariencia y que, sustancialmente,
es un hibridismo que finge la ley. ¿Se puede aún hablar de un contrato suscrito
por un representante? Si, se responde, pero a condición de no ocultar que es un
representante sui generis. Se parece
más a un tutor que a un mandatario. En consecuencia, también el representado es
sui generis. Es un sujeto con soberanía limitada, a mitad de camino entre el
capaz y el incapaz.
Por otra parte si, (como es
verdad) la bipolaridad del sindicato y la naturaleza dual de la negociación
colectiva se traducen en una anomalía irreducible a las categorías del
pensamiento jurídico estatalista que ha dado lugar entre nosotros a una
persistente situación de singular a-legalidad constitucional, hay que reconocer
que esta ha sido metabolizada por los autores del Estatuto de los Trabajadores.
El art. 19 del Estatuto premiaba
la mayor representatividad de los sindicatos porque la asimilaba a la capacidad
de organizar el contrapoder colectivo en los lugares de trabajo, pero no la
consideraba una expresión del consenso efectivo de los trabajadores de la
empresa. Por eso, en 1990 el Tribunal Constitucional se pronuncia por la
re-legitimación del concepto – un concepto que pertenece más a la historia que
a la ortodoxia constitucional – sobre la base de “reglas inspiradas en la
valorización del consenso efectivo como medida de la democracia también en el
ámbito de las relaciones entre trabajadores y sindicato”, y, en 1995 se
celebrará un referéndum que re-escribe el art. 19 declinando la
representatividad sindical en clave empresarial. En suma, la mayor
representatividad era un aditivo legal adquirible a diversos niveles de la
empresa y entre trabajadores diferentes de los que están empleados en ella, de
hecho se mide al nivel más alto posible de centralización burocrática, el nivel
confederal.
Además, es desde luego cierto que
corresponde a los trabajadores de una unidad productiva tomar la iniciativa
para constituir en ella la representación sindical, pero es también verdad que
– una vez constituida – ésta no está vinculada a ninguna comprobación de su
mandato representativo. Aunque se prevén instituciones de participación directa
como la asamblea y el referéndum, el Estatuto no impone a las representaciones
sindicales utilizarlas para responder a los representados.
Pese a ello el Estatuto no se
limitó a abrir, como se decía entonces, las verjas de la fábrica al sindicato.
Y ello porque el Estatuto era y es una ley sobre dos ciudadanías. La colectiva
y la individual. La del grupo organizado y la del trabajador individual en
cuanto tal. El Estatuto se plantea sanar la contradicción según la cual los
ciudadanos activos en el gobierno de la polis
retornan al estado de súbditos frente al gobierno de su propio trabajo.
Aunque no sea común en el léxico
de los juristas del trabajo, la definición tiene la ventaja de reclamar la
atención sobre las directrices de la experiencia aplicativa del Estatuto y de
incitar implícitamente a interrogarse sobre el funcionamiento de la cabina de
mando que dirige la evolución del derecho vivo. Basta poco tiempo para
comprender que el ámbito de las dos ciudadanías ha tenido un desarrollo
desigual. Es como si la exigencia de potenciar el rol institucional del sindicato-organización que representa lo
completo, lo total, lo general, hubiera dificultado la expectativa de reforzar
el rol de los representantes uti singuli.
Lo que no debe sorprender, porque frente a la dimensión individual el sindicato
se ha encontrado siempre perplejo y ha debido sacrificarla para afirmar el
valor de la solidaridad del que se considera un vehículo privilegiado. Toda la
historia sindical está atravesada por un conflicto latente en el que se realiza
el primado de lo colectivo sobre lo individual; un conflicto que ha dejado
abundantes trazas en el derecho positivo.
Se encuentra aquí la razón menos
controvertida del hecho que, más allá de las intenciones, la aplicación del
Estatuto ha sido desequilibrada por una autorreferencialidad del colectivo
organizado que ha tenido numerosas y no siempre edificantes manifestaciones.
Paradigmática y posiblemente la más productiva ha sido la anexión al territorio
en el que se aplica el Estatuto del vasto archipiélago de las administraciones
públicas, aunque el legislador no la hubiese ordenado y, quizá, ni siquiera
auspiciado, como testimonia la incertidumbre de la dicción literal del art. 37.
Por otra parte, no es solo por el
apoyo dado a la presencia del sindicato en los lugares de trabajo que el
Estatuto marcó un nuevo inicio.
“El derecho de ser informado,
consultado, habilitado para expresarse en la formación de las decisiones que
afectan a su trabajo” es desde luego reconducible a la nueva generación de
derechos cuya trama despliega la Città
del Lavoro de Bruno Trentin. Éstos retan a la empresa a abandonar la
autoridad–autoritaria y sustituirla por una autoridad basada, si no en el
consenso con los gobernados, sí en la relegitimación de sí misma mediante la
adecuación de sus principios de acción a los intereses extra-contractuales y
extra-patrimoniales no negociables ni monetarizables cuyo portador es el
ciudadano que trabaja. Sin embargo, su polivalencia es inmanente y su
multidireccionalidad estructural. Es decir que con estos predicados, implican
un desafío también dirigido al sindicato, que no puede obstaculizar la
exigibilidad de éstos respecto de si mismo.
Por tanto la verdad es que hemos
olvidado los inicios. “El proyecto de ley que mi ministerio está elaborando –
había anunciado el ministro Giacomo Brodolini – “se propone hacer del lugar de
trabajo la sede de la participación democrática a la vida asociativa sindical y
de la formación de canales democráticos entre el sindicato y la base”.
No insistiré entre la separación
existente entre el propósito declarado y la instrumentación efectivamente
realizada, porque ya lo ha hecho Massimo D’Antona en un ensayo de 1990: “El
título III del Estatuto es una ley sobre la ciudadanía del sindicato en la
empresa, que se preocupa de las garantías de los representantes frente al poder
de la empresa, pero no define la posición de los representados respecto de
estos últimos”. Ahora, para explicar qué ha pasado y por qué, me es útil
retomar una de las “reflexiones sobre toda una vida” que Vittorio Foa nos ha
regalado y que solo espera ser interpretada.
“Por mucho tiempo – se lee en una
de las páginas de Il cavallo e la torre
– hemos visto en el obrero sólo un obrero por defender en su relación con el
trabajo y por representar en sus intereses materiales, y no habíamos visto
otros aspectos de su vida”. Es decir, el sindicato ha seguido atribuyendo al
trabajo hegemónico de la sociedad industrial la propiedad de modelar sobre él
la noción de status que se obtiene de
un ordenamiento constitucional que había desplazado el centro de gravedad a la
figura del ciudadano-trabajador. El referente social ya no era màs el hombre educado con una
conciencia del fin nunca vista en la historia a los estilos de vida inducidos
por un modo de producción que se había convertido también en un modo de pensar.
Hoy se redibuja la antropología jurídica porque el sistema
jurídico-constitucional aflora la imagen del individuo con sus instancias de
autodeterminación frente a cualquier poder, por protector y benévolo que sea éste.
Quizá por ello “nos hemos asombrado cuando no ha escuchado nuestros discursos”.
Foa razona como ex dirigente
sindical, pero un jurista del trabajo podría atestiguar que también la cultura
jurídica ha tardado en darse cuenta, no obstante el profundo cambio del
escenario político-institucional, que la figura del ciudadano – trabajador con
acento más sobre el trabajador que sobre el ciudadano, estaba declinando.
En efecto, con la complicidad
involuntaria de la cultura jurídica del trabajo, el sindicato de después del
Estatuto no ha percibido que el reposicionamiento del trabajo en las zonas
alpinas del derecho constitucional hace pedazos una tradición de pensamiento
que se formó en la “primera modernidad”, cuando, como escribe Ulrich Beck, “dominaba
la figura del ciudadano– trabajador con el acento puesto no tanto sobre el
ciudadano cuanto en el de trabajador. Todo estaba ligado al puesto de trabajo
retribuido. El trabajo asalariado constituía el ojo de la aguja por el que
debían pasar todos para poder estar presentes en la sociedad como ciudadanos
con todos los títulos de tal. La condición de ciudadano derivaba de la de
trabajador”.
No es que el trabajo ya no sea el
pasaporte para la ciudadanía, muy al contrario; pero constituye una herejía
jurídica pensar que el estado ocupacional que se adquiere por contrato no
pueda no sacrificar el status de ciudadanía. Su derrota ha
comenzado justo con el Estatuto que, inspirándose en la Constitución donde
niega que la correlación biunívoca entre trabajo y ciudadanía pueda seguir
teniendo la característica inestabilidad de una barca que carga un elefante, ha
invertido la tendencia que hacía del
estado ocupacional el prius y
del status de ciudadanía el posterius.
Ahora, l’homme situé – como diría Alain Supiot – no puede ya sobrepasar al
citoyen ni robarle su espacio.
Lo que se ha dicho hasta ahora
implica que el impacto del Estatuto no se agota en la prohibición dirigida al
empresario de expropiar en los lugares de trabajo los derechos civiles y
políticos derivados del status de
ciudadanía. Presupone que se acoja una interpretación evolutiva y extensiva de
la prohibición estatutaria de forma que se considere la punta de un iceberg de un tamaño descomunal. En
efecto, eso no comporta solo la revisión de los criterios de racionalidad y de
eficiencia productiva, lo que ciertamente no es poco y por eso ha polarizado el
interés tanto de los operadores jurídicos como de los operadores sindicales y
ha molestado al management. Es
asimismo el input normativo
indispensable para ir más allá de la concepción de la disciplina de contrato de
trabajo como regulación de cuño privado-contractual y relación de mercado. Por
esto, la afortunada fórmula del “sindicato de los derechos” que sintetiza con
la sobriedad de un slogan el sentido
del legado cultural de Bruno Trentin, ha puesto al sindicato en el buen camino.
A condición que quede claro – es decir, que se sepa y se diga – que aquellos a
los que se alude no son tanto los derechos de los trabajadores cuanto más bien
los derechos de los ciudadanos que trabajan o que tienen derecho a trabajar.
Hay pues un modo de entender el
Estatuto que, aun exhortando a desarrollar todas las implicaciones referidas al
trabajador en cuanto ciudadano, no es inconciliable con lo que, hasta ahora
predominante en la cultura sindical, que promueve los intereses del ciudadano
en cuanto trabajador.
Es cierto que el Estatuto no hace
obligatoria la directiva hermenéutica que familiariza a interpretes y
operadores con una gramática y una sintaxis poco conocidas como las que
anteponen la figura del ciudadano-trabajador a la del trabajador–ciudadano.
Pero tampoco puede impedirla. En todo caso, “por estatuto de los derechos de
los trabajadores”, como anticipaba Giacomo Brodolini, hay que entender “un
complejo orgánico de iniciativas (…) encaminadas a facilitar el desarrollo de
la personalidad de los trabajadores”. Es decir, un Nuevo Mundo que espera aún a
su Colón.
En efecto, nada diferente de esto
tenía en mente quien escribe: dar luz a lo que el Estatuto de 1970
implícitamente, pero no oscuramente, señala. No sólo la necesidad de la ley
sobre la representación sindical que aun no existe, sino la prescripción en parte
de sus contenidos. Por ello, el relator de la ponencia legislativa al
Parlamento llamado a aprobarla deberá tener la humildad de confesar que se
trata sencillamente de reemprender un discurso interrumpido y de completar un
proyecto. Y, con el candor de Massimo Troisi, deberá también decir: Perdonad el
retraso.
Bellísimo texto del profesor Romagnoli!!! Qué alegría y reconforto poder leer esteste texto que resitúa las relaciones entre ciudadanía, trabajo y represnetación de los derechos del ciudadano-trabajador.
ResponderEliminarPor cierto, con una plasmación política concereta en las elecciones de finales de mes.
A ver si cunde el ejemplo más allá de los Alpes, si puede ser hacia el sur también.