viernes, 31 de mayo de 2013

LA DIFICIL PRESERVACION DEL PRINCIPIO DE NEGOCIACIÓN EN EL EMPLEO PÚBLICO






Las tropelías cometidas por el Gobierno del PP en los servicios públicos de sanidad y educación se acompañan de una devaluación salarial intensa para los trabajadores y empleados públicos, que se reiteran progresivamente. El "adelgazamiento" del sector público implica despidos - y jubilaciones forzosas - de los empleados públicos y trabajadores al servicio de la administración, reducción salarial y empeoramiento de las condiciones de empleo y trabajo. En este catálogo de males, se olvida mencionar frecuentemente la desaparición del principio de negociación colectiva en el empleo público, lo que significa la anulación de la libertad sindical colectiva reconocida constitucionalmente. Tal omisión tiene bases antiguas y modernas, y se sustenta en planteamientos ideológicos muy autoritarios, tanto de tipo estatalista - jerárquico como de origen anti-estatista neoliberal. (En la imagen, dos empleados públicos críticos contra la ablación de la libertad sindical producida por las políticas de austeridad, discuten las medidas de resistencia contra la autoridad autoritaria del gobierno)




Es una tendencia antigua la pretensión de preservar al Estado y al aparato público de su administración del ejercicio de derechos colectivos de quienes trabajan a su servicio. Los empleados públicos, que desempeñan una función pública en el seno de los organismos administrativos estatales, se representan como puras posiciones individuales que no alcanzan una situación de alteridad con el servicio que desempeñan o el interés público que realizan en su actividad profesional. Separados de la sociedad democrática en la misma medida que son servidores fieles de la misma, no se les reconoce los derechos colectivos que dan sentido a una ciudadanía social activa y se confía al poder público y al principio de jerarquía la capacidad de regular en lo concreto su profesionalidad y su prestación de trabajo. Esta tendencia al aislamiento de los funcionarios públicos – aunque en este texto se utilizará de forma predominante la expresión de “empleados públicos” que es la que recoge la normativa española – de la subjetividad colectiva y sindical como un territorio vedado a la acción de la misma o, en su caso, como un espacio en donde se restringen de forma importante la autonomía colectiva y la capacidad de regular las condiciones de trabajo y de empleo en el plano colectivo, ha estado muy extendida durante el siglo XX en muchos ordenamientos jurídicos, y puede decirse que es una pauta general para algunas categorías específicas de estos funcionarios: los militares, los policías, los jueces y magistrados. Y también de una manera más débil, se ha proyectado en tantos ordenamientos jurídicos que hacen deducir de la “fidelidad”, el “servicio a la corona” o la “autoridad” una excepción al ejercicio del derecho de libertad sindical colectiva del que gozan el resto de los trabajadores.


El principio de unilateralidad como eje vertebrador de la relación de empleo público tiene por tanto una larga historia y se ha ido encarnando en la cultura de las administraciones como un residuo atávico difícil de remover. Se juega con todo un proceso de simbolización según el cual lo público se corresponde con el interés general o común, definido estrictamente desde el proyecto de gobierno que se determina mediante las elecciones generales y las mayorías resultantes, de forma que lo colectivo aparece como un elemento que distorsiona este proceso lineal y unilateral, porque introduce un elemento “privado”, “particular” o “corporativo”, en un espacio que debe reservarse al interés “general”, precisado como interés absoluto por la autoridad de gobierno. En este fenómeno simbólico encuentran su inserción las nociones de fidelidad y jerarquía de los empleados públicos, subsumidos formal y materialmente en el propósito e intención fijado siempre unilateralmente. 


A partir de este cierto fetichismo de lo público concebido como un interés absoluto definido desde el vértice de una relación jerárquica y depurado de adherencias “particularistas” o “parciales”, se han ido desarrollando toda una serie de modelos de regulación de la relación de servicio de los empleados públicos que oscilan entre la negación de la libertad sindical hasta su modalización en términos restrictivos, en especial en lo referido a los derechos de huelga y de negociación colectiva. Son minoría los sistemas jurídicos que, frente a ello, toman partido por un paradigma contrario, la plena aplicación de las figuras colectivas de la representación de los trabajadores en el ámbito del empleo público.


Sin embargo, esta última aproximación es, ciertamente, la más apropiada a un sistema que se concibe a si mismo en términos democráticos y que por tanto no puede situar el espacio de la administración en general fuera de la vigencia de los derechos fundamentales.


En la actualidad, se practica desde otro enfoque la negación de la libertad sindical colectiva en el empleo público. En efecto,  lo que está realizándose en estos tiempos en los países periféricos de Europa, con especial incidencia en Bulgaria, Rumania, Grecia y Portugal, y también obviamente en España y, de forma más débil en Italia, es la aplicación de unas políticas de austeridad o de rigor plasmadas en un mecanismo de equilibrio presupuestario de terribles consecuencias tanto sobre el gasto social y las prestaciones sociales que éste genera, como sobre los derechos de los empleados públicos y sus condiciones de empleo y de trabajo, demostrando por otra parte el ligamen indisoluble que existe entre estas dos categorías. Esta situación está generando tensiones muy fuertes en el interior de los países sobre los que se ejercita esta presión a la baja sobre el contenido del Estado Social y sobre la reducción de los derechos individuales y colectivos derivados de la relación de trabajo, y en especial respecto de los empleados públicos, a los que se les ha negado el principio de negociación colectiva. La movilización social continuada, en el caso de España acrecentada durante todo el año 2012 y lo que llevamos del 2013 tras la llegada al poder de la derecha política (PP) y su programa radical de derogación de derechos sociales y laborales, es bien sintomática de este estado de cosas.


No es desde luego la crisis económica la que obliga a negar la libertad sindical. Se trata también esta vez  de un proceso de simbolización que opone el Mercado (con mayúsculas) al Estado y que ve en el ámbito de actuación del Estado social no solo el peligro de la desmercantilización de las necesidades sociales que deben ser devueltas a la violencia de la moneda y a la lógica acrecentada de la explotación, sino un elemento disfuncional a la acumulación de riqueza en un capitalismo global financiarizado. Las consecuencias son el desmoronamiento de los servicios públicos esenciales de la sanidad y de la educación, con un incremento exponencial del paro correspondiente a una fuerte desaceleración económica. Las tasas de desempleo en Grecia, en España o en Portugal, son reveladoras de esta imposición desequilibrada a los países del sur que generan el sufrimiento de una gran parte de su población, la desprotección frente a los estados de necesidad, el crecimiento de las situaciones de desigualdad y de injusticia.


Desde este proceso que invierte la realidad de las cosas utilizando una retórica cada vez menos atendible, los recortes de las prestaciones sociales se acompañan de la devaluación de las condiciones de trabajo de los empleados públicos y la erradicación en la práctica del principio de negociación colectiva en este ámbito, incluidos los trabajadores por cuenta ajena que dependen de las administraciones públicas. Se trata de medidas seguidas de forma general en los países europeos con dificultades para la refinanciación de su deuda soberana con mayor o menor vehemencia, y que inciden en un campo de ilegitimidad, tanto constitucional – como ha señalado el Tribunal constitucional portugués – como internacional – como ha señalado la OIT respecto del caso de Grecia. Los sindicatos españoles han llevado ante la OIT la vulneración por el Estado español de los Convenios 98 y 151 de la OIT precisamente ante la negación del principio de negociación colectiva en el empleo público. La cuestión está aún sin decidir.


El problema se debe enfocar por consiguiente en términos de ciudadanía, lo que quiere decir en términos de libertad colectiva, igualdad y democracia. Este es el único planteamiento posible. Lo que implica el reconocimiento del principio de negociación y en lo concreto la derogación de la legislación de “emergencia” que lo ha expulsado ilegítimamente de nuestro ordenamiento.

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