El modelo
especulativo del crecimiento español que da inicio a finales del siglo pasado,
con los dos gobiernos del PP bajo la presidencia de Aznar, se acompaña de
importantes fenómenos de corrupción y de estafa. Las privatizaciones se
extienden a los entes y servicios públicos, y la especulación inmobiliaria
alcanza cotas impresionantes. El modelo de desarrollo económico se viene a
denominar milagroso y la década que media entre 1997 y 2007 es calificada como
una década prodigiosa que nos coloca en los puestos de excelencia para las
inversiones financieras, sitúa a España en el centro de atención mediático
europeo – especialmente a partir de 2004, con la llegada de Rodriguez Zapatero y su política de
respeto de los derechos civiles – y en todas partes crece la percepción de
vivir una época de prosperidad sin precedentes, que contrastará de manera
traumática con el panorama que se delinea a partir de 2008, la quiebra de
Lehman Brothers y el gran crack financiero que situará a USA y a la Unión
Europea en una posición dramática.
Un mundo feliz que sin embargo es
recorrido por fuerzas subterráneas que instauran la corrupción como un habitus de una larga serie de entes
públicos, en especial ayuntamientos, pero también algunos gobiernos regionales,
que corre parejo con el boom
inmobiliario y que en algunas regiones como Valencia y Madrid, se plasma en una
arquitectura de cohechos, sobornos y malversaciones que permiten no solo el
aumento de fortunas privadas de responsables políticos y de empresarios “asistidos”,
sino la financiación constante e irregular del Partido Popular. Junto a ello,
un horizonte de dinero centuplicado, de revalorización de activos bursátiles,
de facilitación y lubrificación del crédito, captaba para el sistema financiero
los ahorros de una parte bien importante de la población, bien a través de
inversiones inmobiliarias y compras de pisos a precios desorbitantes, bien
mediante la captación de estas sumas de pequeños ahorradores en valores de
mercado mediante operaciones en las que se garantizaban intereses
verdaderamente suculentos. Muchas de estas operaciones desembocaron en fraudes
masivos y por tanto la desaparición de los ahorros de los pequeños e incautos
inversores. Es un rasgo de época que hoy se olvida, pero que debería integrarse
en el recuerdo actual de aquella década gloriosa de prosperidad, que debe por
tanto ser leída desde hoy como diez años de circulación de dinero, maniobras
especulativas, generalización de la corrupción y extensión de significativas
operaciones de fraude y estafa.
Viene esto a cuento de la
reciente sentencia que ha emitido la Audiencia Nacional sobre el Caso AFINSA.
Aunque ha sido comentada, como no podía ser menos, por los medios de
comunicación, se trata de un fraude impresionante que resulta
extraordinariamente llamativo por tratarse de un mecanismo piramidal situado
fuera de los controles del mercado de valores – lo que por cierto fue
explícitamente aprobado por una ley de 2003 – pero que fue secundado por miles
de personas con una expectativa entusiasta causada por la alta rentabilidad de
sus inversiones. Sin embargo, era un negocio verdaderamente inverosímil, que
cualquiera – no sólo quienes en alguna ocasión se hubieran acercado a la
filatelia – puede comprender que no podía generar el valor económico y
monetario del que se irrogaba. La creación de confianza y la expectativa de
ganancia – en un contexto, se insiste, de eclosión de prosperidad económica
exaltada y percibida como real por la gran mayoría de la población – movilizó hacia
esta gigantesca estafa a millares de personas. Todo un cuento moral.
La sentencia de la Audiencia
Nacional – Sentencia 22/2016, de 27 de julio-, de la que ha sido magistrado
ponente Ramón Sáez Valcárcel, ha
analizado este complejo caso a lo largo de sus 173 páginas, y en ella se explica claramente
en qué consistía el mecanismo mediante el cual se produjo esta inmensa estafa y
sus implicaciones económicas y sociales.
“Durante el periodo contemplado
en esta resolución, desde el inicio de 1998 a 9.5.2006, fecha de la
intervención judicial, Afinsa Bienes Tangibles SA desarrolló un negocio de
captación masiva de dinero procedente de pequeños ahorradores, actividad que
formalizaba en contratos tipo de compraventa o mediación de lotes de sellos,
que en su gran mayoría quedaban depositados en la compañía, con compromiso de
recompra a voluntad del cliente a cambio de la devolución del precio y de una
rentabilidad que era siempre superior a la del mercado financiero. La
publicidad de la compañía afirmaba que los sellos eran líquidos y que el beneficio
provenía de su constante revalorización, algo que lograba aparentar controlando
los catálogos filatélicos donde apreciaba los bienes con que traficaba. De esa
manera los administradores de Afinsa lograron levantar un espacio económico
cerrado con sus clientes, que denominaron mercado de valores filatélicos y que
funcionaba de modo separado del mercado del coleccionismo, con precios muy
superiores que fijaba la compañía. Los clientes eran atraídos por la alta
rentabilidad que ofrecían al dinero, una rentabilidad que era ajena a la
posible revalorización del sello, de ahí que siempre el inversor optara por
revender la filatelia y percibir el capital más el interés pactado, que se
abonaba periódica y anticipadamente. La falta de valor de los lotes de sellos
en el mercado exterior, único donde el bien puede ganar liquidez, hacía
ilusoria la idea de que soportaban económicamente la inversión del cliente. En
realidad, la filatelia que Afinsa acumuló en grandes masas tenía un ínfimo
valor en el mercado, muy inferior al precio de venta y recompra que figuraba en
los contratos. Las estampillas no volvían al mercado, de ahí que pudieran
circular sin parangón alguno de valor en el espacio Afinsa, marcadas con un
sobreprecio impresionante. No obstante, el negocio producía pérdidas
constantes, debido a los compromisos de recompra con los clientes. Solo las
aportaciones de nuevos inversores o la renovación de los contratos permitía
mantener la actividad empresarial, que tenía elevados costes de organización,
suministro de sellos y distribución y requería de mucha liquidez para atender a
las obligaciones de recompra y a la retribución de los intereses. Al tiempo,
los administradores no fueron capaces de invertir el capital sobrante de manera
que produjera beneficios. Todo ello fue incrementando de modo progresivo la
situación de insolvencia congénita de la compañía, ya que el activo no podía
hacer frente a las deudas.
La complejidad de la forma
jurídica llegó hasta el punto de dotar a esta operativa de una apariencia de
relaciones mercantiles masivas que tenían por objeto la compra y venta, la
comisión, la inversión y el depósito de sellos, con casi doscientos mil clientes
y un patrimonio de ciento cincuenta millones de bienes filatélicos. La magnitud
que alcanzó la compañía y la especial modalidad de “inversión dirigida en
bienes tangibles” permitió que, en el año 2003, una disposición adicional de la
Ley de Instituciones de inversión colectiva describiera su negocio y apuntara
un principio de regulación, al margen de los organismos de control del mercado
financiero. La relación con los clientes se articulaba en una secuencia
contractual a la que estos se adherían. Primero, se suscribía el acuerdo de
compraventa de un lote filatélico (la entidad decidía su objeto en atención al
valor que atribuía a los sellos, que adjudicaba a capricho como equivalencia o
contraprestación del dinero de la inversión); el segundo pacto era un depósito
opcional, por el que los sellos quedaban en poder de la compañía (el cliente no
poseía el producto que adquiría) y, tercero, un mandato de venta o compromiso
de recompra, que figuraba como opcional para el comprador y obligatorio para
Afinsa (el cliente ejercía siempre la opción solicitaba la devolución de su
capital después de haber percibido los intereses, nunca retenía la propiedad
del lote). Los inversores creían, pues así lo afirmaba la compañía, que su
dinero era equivalente al valor del lote de sellos y que las cantidades
abonadas en concepto de intereses procedían de su revalorización. Afinsa
lograba vincular a los clientes ofreciendo intereses superiores a los que
ofrecía la banca por productos similares; además, hasta la intervención siempre
había cumplido lo pactado. De tal manera que el 81% de los contratos de
inversión a corto plazo se renovaban a su vencimiento, después de que los
clientes cobrasen los intereses pactados en pagos periódicos anticipados,
mediante pagarés que le entregaban en el primer momento. Los sellos no valían
lo que se reflejaba en los contratos. En muchos casos, carecían de valor en el
mercado, pues eran falsos o estaban manipulados, o tenían un ínfimo valor
porque eran productos sin demanda (pruebas de imprenta, bocetos o propaganda).
Desde luego, no se revalorizaban constantemente, menos en la proporción en que
se retribuía al comprador”.
¿Cómo conseguir en esas
condiciones que amplias masas de personas se encaminaran hacia este negocio
ruinoso? La Sentencia lo explica de forma clara: “Para atraer a los clientes la
compañía publicaba folletos con información sobre los sellos que no se
correspondía con la realidad, ya que definían sus productos por la seguridad
(no estaban sujetos a las fluctuaciones que sufren otros valores de inversión),
la liquidez (eran líquidos en cualquier momento y lugar del mundo) y el
beneficio (siempre valores en alza). Afinsa disponía de una estructura en red
que comercializaba sus productos y conseguía clientes, con profesionales bien
pagados y adiestrados, vinculados por un contrato de agencia. Los agentes
comerciales estaban adscritos a 716 delegaciones de la compañía y debían acreditar
una producción mínima; el incumplimiento de los objetivos conllevaba la
adscripción a un nivel inferior y podía considerarse causa de extinción del
contrato. Junto a los agentes, había colaboradores esporádicos, además del
propio personal fijo que comercializaba productos y era retribuido con
comisiones. Entre 1998 y 2005 Afinsa pagó comisiones a sus asesores comerciales
por importe superior a los 245 millones de euros. También se sirvieron los
responsables de Afinsa de una importante presencia institucional y mediática.
Con esa finalidad, la compañía adquirió en 2002 un edificio en la calle Génova
26 de Madrid, que destinó a sede social, patrocinó programas de radio y de
televisión, acometió campañas en prensa sobre los sellos y la inversión en bienes
tangibles, intervino en congresos y ferias de promoción de la filatelia, editó
la revista Crónica Filatélica que regalaba a los clientes y creó en 2002 la
Asociación de Empresarios de coleccionismo e inversión (Aseci) que promocionaba
la inversión en sellos y divulgaba la idea de la revalorización constante de la
filatelia”.
El negocio era inviable – sigue
explicando la Sentencia 22/2016 - porque
carecía de sentido económico. “En las operaciones normales de su tráfico, las
relativas al Contrato de intermediación temporal que representaba las tres
cuartas partes del volumen, Afinsa compraba filatelia de escasa calidad y bajo
precio (al 8% de catálogo en la primera etapa y al 7,24% desde 2003), se
adjudicaba a los clientes al 100% de catálogo y se la recompraba, al vencimiento
del plazo, al precio de adjudicación mas el interés mínimo garantizado, que
siempre era superior a la supuesta revalorización de la filatelia (que
representaba algo mas del 107% del precio de catálogo). Si en el primer tramo
de la operación se obtenía un enorme beneficio, porque se sobrevaloraba de
manera impresionante el bien (el margen iba de 8 a 100), a partir del
vencimiento del plazo todo contrato generaba pérdidas, no solo por la
diferencia entre la rentabilidad garantizada y la supuesta revalorización de la
filatelia que recuperaba (107), sino esencialmente porque el sello no valía el
precio de adjudicación (100) y, muchas veces, ni siquiera se podría obtener el
de adquisición en el mercado (7 u 8), ya que Afinsa necesitaba bienes y
compraba a precios altos mercaderías que tenían escasa demanda”.
Es sin embargo llamativo que,
pese a lo ilusorio del negocio – o quizá justamente por ello - la Disposición
adicional cuarta de la Ley 35/2003 de Instituciones de inversión colectiva contempló
esta actividad compleja para excluirla de su marco normativo. La disposición se
titulaba “Protección de la clientela en relación con la comercialización de
determinados bienes”, y describía la actividad como aquella que llevara a cabo
“profesionalmente, cualquier persona física o jurídica, mediante mandatos de
compra y venta de bienes (sellos, obras de arte, antigüedades y bienes
susceptibles, decía, de ser objeto de dicha actividad) u otro contrato que
permita instrumentar una actividad análoga, percibiendo el precio de adquisición
de los mismos o una comisión y comprometiéndose a enajenarlos por cuenta del
cliente, entregando a éste, en varios o en un único pago, el importe de su
venta o una cantidad para el supuesto de que no halle un tercero adquirente de
los bienes en la fecha pactada”. De esta forma eran inversiones que quedaban
fuera del control público, lo que desde luego denota no sólo la influencia de
AFINSA sino también la irresponsabilidad del poder público al no considerar
este tipo de inversiones merecedoras de su vigilancia y encauzamiento.
El fondo de este asunto es también
muy interesante, porque reposa en la idea de valor económico, su carácter “líquido”,
su relación con la confianza y la creencia. Mientras que es evidente que “el
sello no tiene un valor intrínseco, solo adquiere valor económico en el proceso
de intercambio en el mercado”, es por tanto lógico pensar que “la acumulación
de bienes filatélicos tiene valor en la medida que encuentre demanda, de lo
contrario, carecerá de valor económico”. El problema del valor se plantea
frontalmente “cuando se detecta la distancia entre el valor real y el valor
ficticio de las cosas, de los bienes y de los servicios, porque siendo el
dinero una forma universal de expresión del valor surge, en determinados
momentos, la tensión irresoluble entre el valor y sus representaciones, no en
balde en una economía evolucionada la relación entre realidad y representación
ha sido problemática”. Y, en consecuencia, sigue explicando la Sentencia, “el
valor como representación del ser, de la realidad, para aquellos bienes sobre
cuya valoración descansa la economía, solo adquiere sentido en el proceso de
comparación y equivalencia de imágenes que se produce en el intercambio; el
valor se objetiva en el equilibrio mutuo entre dos cosas, cuando un objeto se
cambia por otro, momento en que cada uno expresa la reciprocidad de valor para
cada parte. Es así como el intercambio propone una medición objetiva de las
valoraciones subjetivas”. Pues bien, “el sello como todo bien adquiere valor
económico en el proceso de intercambio, porque la producción y el cambio -en
este ámbito del sello el cambio se erige en el criterio fundamental- son
creadores de valor. De ahí la relatividad del valor, que no es una cualidad
intrínseca del bien sino un proceso, una relación entre representaciones, según
enseña la teoría económica. Pero cuando los bienes se retiran de la
circulación, no pueden ser más objeto de intercambio, como ocurría en el
mercado interno, cerrado y ficticio de Afinsa –ficticio porque se aparentaba
que los agentes, la compañía y los clientes, mediaban, compraban y vendían
filatelia que en sí misma tenía un valor que se acrecentaba en el tiempo, como
si de un atributo de la materialidad de la cosa se tratase. Y sin intercambio
real no hay valor económico posible”.
En ese caso, “la filatelia era la
excusa del negocio, un imaginario sobre el que se construía la retórica de la
actividad económica de Afinsa, pero que en la realidad la calidad del sello no
importaba porque su valor no era realizable: la empresa recibía capitales que
devolvía con su correspondiente retribución, interés o rendimiento. La
mercancía del tráfico de Afinsa no eran solo los sellos, principalmente era el
dinero. Lo importante era mantener la apariencia de compraventa, mediación e
inversión en el bien tangible sello, y al servicio de esa estrategia acumularon
filatelia en cantidades suficientes para satisfacer la demanda de los clientes,
clientes que se adherían a las falsas nociones sobre el valor de la filatelia
divulgadas por la compañía”.
El mecanismo era por tanto el
siguiente. “La compañía se mantenía y cumplía sus compromisos creciendo,
mediante la incorporación de nuevos clientes y la fidelización de los
existentes mediante la novación de los contratos, que aportaban el capital que la
tesorería requería. La realidad así descrita es la de una organización piramidal,
que en nuestra legislación está contemplada como práctica engañosa y, por ello,
prohibida, entendiendo por tal aquella en que el consumidor o usuario realiza
una contraprestación a cambio de una compensación derivada fundamentalmente de
la entrada de otros consumidores o usuarios en el plan, y no de la venta o
suministro de bienes o servicios (art. 24 de la Ley de competencia desleal). En
el sistema piramidal, según la teoría económica, para cumplir con las
obligaciones de los acreedores es preciso que otras personas aporten dinero por
un producto que vale menos. Al final, todo sistema piramidal se viene abajo y
fracasa”. Más de 190.000 clientes fueron afectados por esta estafa.
La sentencia entiende que los
hechos constituyen un delito continuado, con notoria gravedad y perjuicio
causado a una generalidad de personas, de estafa cualificada por la especial
gravedad, atendido el valor de la defraudación, junto con otros delitos concurrentes,
delitos fiscales, blanqueo de capitales, etc. Las penas más altas se imponen al
expresidente de Afinsa, Juan Antonio Cano Cuevas (12 años y 10 meses) y a los
exdirectivos Albertino de Figueiredo (11 años), Carlos de Figueiredo (11 años y
11 meses). Vicente Martín Peña (11 años y 6 meses) y Emilio Ballester López (10
años y 3 meses). Estos 5, junto con José Joaquín Abajo Quintana, son condenados
a indemnizar en la cantidad de 2.574 millones de euros, de forma conjunta y
solidaria, a los 190.022 titulares de los 269.570 contratos reconocidos por la
administración concursal en el procedimiento del juzgado de lo mercantil nº 6
de Madrid.
Detrás queda la estela del
fraude, la confianza en un mercado interno de valores que generaría más y más
dinero y pondría los ahorros de los pequeños inversores en cantidades muy
superiores – más de dos mil quinientos millones de euros como perjuicio
patrimonial - acordes con los tiempos de prosperidad – de 1998 a 2006 – en los
que se perpetró la gran estafa.
Muy bien contextualizada y resumida. Un síntoma de época, como dices. Besos, R.
ResponderEliminarBuen artículo
ResponderEliminar