Se ha presentado el miércoles 16 de mayo, en la Fundación
Giner de los Ríos de Madrid, el libro colectivo, coordinado por Manuel de Puelles y Manuel Menor, en un
acto en el que han intervenido los editores de la obra en diálogo con Carmen Perona, Manuel de Puelles y
Alejandro Tiana como autores de la misma. El libro, publicado por ediciones
Morata, se titula “El artículo 27 de la Constitución. Cuaderno de quejas”, y
por tanto agrupa una serie de reflexiones que convergen en un muy peculiar cahier de doléances sobre las
insuficiencias, las amnesias y los retrocesos que el pacto constituyente sobre
el derecho a la educación ha tenido. Para ello, como señala Manuel Menor en la introducción a la
obra, el “peso de la historia” – de una historia terrible que confronta la
confesionalidad religiosa y el laicismo de la escuela como un leit motiv de los vaivenes políticos de
los siglos XIX y XX en España – es formidable y explica que los “cuadernos de
quejas” sobre el incumplimiento de lo que podía significar el artículo 27 de la
Constitución cuestionen las resistencias a los cambios inclusivos en el sistema
educativo que continúan cada vez más presentes, como puede atestiguar la
reciente sentencia de abril de este año del Tribunal Constitucional sobre la
educación segregada por sexos como “opción pedagógica” no discriminatoria.
El libro consta de dos partes bien diferenciadas, en la primera se procede
a un análisis historiográfico sobre estas visiones enfrentadas en torno a la
educación y la enseñanza en España (con textos de Viñao, Castillejo, Baylos, Tiana y Bedera), para en una segunda
parte desgranar las quejas específicas y las decepciones de los distintos
sectores de la comunidad educativa, estudiantes, familias y profesorado (con
textos de Delgado, Pazos, Perez-Ugena y
Perona). Los dos coordinadores se encargan, uno de la introducción y otro
del epílogo, un texto de De Puelles
que busca precisamente como “superar el peso de la historia” en ese debate
entre posiciones enfrentadas.
La construcción histórica del pacto constituyente sobre el derecho a la
educación es importante a la hora de calibrar justamente su desarrollo y sus
involuciones. A ese fin sirve la explicación que sigue a continuación, que
pertenece a algunas partes del capítulo 3 del libro. Se trata de resaltar algo que frecuentemente
queda en un cono de sombra, y es el cruce de líneas de acción: los derechos de
los trabajadores de la enseñanza y el derecho a la educación.
Durante la transición y, de forma más evidente, en el debate sobre el texto
constitucional, la determinación del contenido del derecho a la educación tenía
necesariamente que volver a incidir en los grandes ejes que secularmente habían
construido el debate sobre el mismo, aunque con las cautelas que en ese período
histórico se tenían respecto a reivindicar el pensamiento republicano como un
elemento decisivo en las argumentaciones que se reclamaban del laicismo.
Tradicionalmente por tanto se explica este momento histórico como una
confrontación real entre dos formas de entender el derecho a la educación
herederas de un debate antiguo que se resuelve en un texto aceptable desde
ambos discursos. La cuestión entonces es la de analizar si esta fórmula
transaccional incorpora en sí elementos más proclives a una u a otra postura, o
si el desarrollo infralegislativo del texto constitucional será el que a la
postre realmente definirá las condiciones institucionales que determinan en lo
concreto el alcance real de ese derecho, más allá del modelo posible que se
desprendía de la Constitución, en lo que normalmente se viene a contraponer
como “modelo” -constitucional o legal- del derecho fundamental reconocido.
Es decir, que la forma de abordar esta fase histórica se centra,
correctamente, en la dimensión político-ideológica que la recorre, juzgando por
tal las diferentes formas de entender la relación entre lo público y lo privado
en la escuela como “libertad de enseñanza” más que como “derecho a la
educación”, y las consecuencias que de esta contraposición se pueden obtener,
de manera tal que el campo abierto a la incidencia de estos discursos
enfrentados se puede resumir en dos grandes líneas, la que podría representar
en aquel momento la Unión de Centro Democrático (UCD) en el Gobierno y la que
defendía el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), sin que en definitiva los
otros sujetos políticos aportaran iniciativas especialmente relevantes sobre
las que aquellos defendían. “El debate de aquellos años es fundamentalmente un
debate entre socialistas y democristianos” diría GARCIA SANTESMASES en el 2003,
y en este debate estaba en juego el rol del Estado y el fomento de la escuela
pública como eje del derecho a la educación de todos los españoles, frente a la
apertura de un sistema de libertad de enseñanza que diera protagonismo a la
escuela privada financiada por el Estado y controlada ideológicamente por sus
propietarios. Un debate que plantea por consiguiente una confrontación de
modelos ideológicos planteados fundamentalmente, como se ha señalado, en el
campo de los sujetos políticos, es decir en el campo determinado por el
resultado electoral que se produjo en las elecciones de 1977 y que habría luego
de prolongarse en las de 1979. Es decir, la concentración del voto político en
el centro derecha y en el centro izquierda (UCD y PSOE), y la presencia
subsidiaria de la derecha franquista (AP) y de la izquierda comunista (PCE).
Los términos con arreglo a los cuales se reconoce hoy este enfrentamiento
ignoran otro vector poco resaltado que posiblemente debería ser considerado
como un elemento adicional de importancia, porque a esta dimensión
político-electoral del debate se debería añadir la actuación de los sujetos
sociales en el sector de la enseñanza. Se trata de la incidencia de los
planteamientos sobre la democratización de la escuela como institución
ideológica sometida durante demasiado tiempo a un principio autoritario;
enfoques que eran propios del movimiento de profesores que se había ido
gestando durante los años 70 con la masificación de la enseñanza, y que habían
formado un sujeto colectivo excepcionalmente activo tanto en la enseñanza
universitaria como en la escolar. Para estos, la cuestión fundamental en la
enseñanza no era sólo considerar la escuela, el instituto o la facultad como un
servicio público que debía ser gratuito en la enseñanza obligatoria y de tasas
muy reducidas en la Universidad, sino entender que estos espacios estaban
gobernados de manera autoritaria sin la participación de quienes realmente
hacían posible la transmisión del saber y la cultura, dejando además de lado a
los estudiantes como un componente plenamente pasivo y sometido. La participación
democrática era, por tanto, el eje en torno al cual se articulaba una
determinada idea de la enseñanza, donde los trabajadores de la misma, tanto
docentes como administrativos, junto con las familias y los estudiantes, tenían
que intervenir fuertemente en el control de este servicio público.
Esta aproximación a la educación desde la demanda social de gobierno
efectivo de las instituciones, que se traducía en la participación democrática
en la gestión de la escuela, del instituto o la universidad, se gestaba en un
momento histórico en el que todavía el Estado español no reconocía los derechos
políticos y sociales básicos de un sistema democrático e impedía y reprimía su
ejercicio. De esta manera, la exigencia de democratizar la enseñanza, que se
enraizaba con el discurso generalizado de la contestación estudiantil y social
de 1968 en toda Europa -con especial trascendencia para nuestro país respecto
de los sucesos más cercanos de Francia y de Italia-, y la propia efervescencia
del movimiento estudiantil especialmente bajo la universidad franquista, era el
elemento aglutinador de las reivindicaciones de los “estamentos” más activos de
la enseñanza, profesores y estudiantes. Se trataba de una reivindicación
directamente política y por consiguiente requería un cambio de régimen según
los esquemas de la ruptura democrática que en la época eran determinantes, y
que conectaba este elemento con la necesidad del reconocimiento de los derechos
fundamentales, no sólo ciudadanos sino muy especialmente laborales, que
garantizasen un estatus de estabilidad y de dignidad profesional al
profesorado.
Por un lado, por tanto, la exigencia de gobierno democrático de las
instituciones educativas se relacionaba con la reivindicación de derechos
colectivos e individuales en el trabajo, y la propia consideración del
“servicio” como relación de trabajo que debería ser estable y dotada de
derechos eficaces, con independencia de si se calificara como relación laboral
o como relación de servicio. Los profesores universitarios hicieron del
contrato laboral una exigencia colectiva fundamental en torno a la cual
nuclearon su estrategia de intervención como una opción política de un modelo
alternativo al vigente en la educación superior , pero en las enseñanzas medias
la reivindicación pasaba por la estabilidad y el reconocimiento de la libertad
sindical y la negociación colectiva, cuestión que por cierto se exigía tanto
para la enseñanza privada -donde había una fuerte implantación del movimiento
en aquel momento- como para la pública, tanto para las categorías de eventuales
e interinos como para los funcionarios. Por tanto, a través de esta conexión
inmediata, la exigencia de participación democrática implicaba el
reconocimiento de derechos sindicales y colectivos.
El otro punto que se relacionaba con esta pulsión democratizadora se
refería más directamente al profesorado como sujeto fundamental en la mediación
cultural e ideológica que se produce en la transmisión de conocimientos a
través de la enseñanza. Se trataba de la demanda de autonomía de los docentes
tanto en el plano metodológico y didáctico como en el de la innovación de las
estructuras existentes. Esta reivindicación de una libertad cultural fuerte no
se contemplaba desde la perspectiva individual -lo que posteriormente se
identificaría con la “libertad de cátedra” o la “libertad creativa”- sino desde
una dimensión colectiva, que situaba al profesorado en el centro del cambio
tanto en las formas de enseñar como en los contenidos de la misma, cuestionando
por tanto el modo dominante de un aprendizaje memorístico, repetitivo y
despolitizado, que negaba la autonomía docente e investigadora del profesorado
en la construcción de las relaciones educativas con el colectivo estudiantil,
más allá de la concreta y jerarquizada malla institucional que las contenía.
De todas estas líneas convergentes en el impulso democratizador,
posiblemente la que tiene mayor desarrollo es la relativa a los derechos
laborales individuales y colectivos como condición de ejercicio del derecho a
la educación, limitando en consecuencia desde ese punto de vista interno la
libertad de enseñanza. Eso hace que la problemática sindical cobre una
importancia decisiva en la determinación del concepto del derecho a la
educación y de la libertad de enseñanza en el tardofranquismo y en la
transición, teniendo en cuenta lo que en ese momento histórico era el
pensamiento social dominante en el antifranquismo.
Esta forma de aproximarse al tema permite distinguir el tratamiento de un
derecho a la educación diferente del que se debería dar a la libertad de
enseñanza. Para los sujetos colectivos, el movimiento estudiantil y el
profesorado como movimiento socio-político -luego organizados en torno a
diferentes siglas sindicales-, lo prioritario era marcar las condiciones del
derecho a la educación poniendo el acento en su carácter público y obligatorio,
en la autonomía didáctica y en la libertad cultural del docente, resaltando de
manera especial que el derecho a la educación tenía que estar imbricado en la
estructura democrática de un país y, por tanto, debía romper con las formas
jerárquicas y autoritarias de gobierno de la escuela dando participación real a
todos los estamentos que la componen. De esta forma, permanecía en segundo
plano la libertad de enseñanza, entendiendo por tal la de creación de centros
privados en una red que siempre sería supletoria de los centros públicos y que
expresaría más las opciones de mercado que las respectivas características
ideológicas privativas. La libertad de enseñanza se asemejaba, por tanto, a la
libertad de empresa y en consecuencia se relacionaba con las oportunidades del
mercado y de la iniciativa privada, en una especie de nivel complementario de
lo público en aquello que este no cubriera o en aspectos en los que se
sobrepusiera como opción familiar o personal. Sin embargo, la posibilidad de
crear al amparo del poder público una red de instituciones privadas para que
cumplieran las funciones de las escuelas públicas era una perspectiva que no se
concebía -en vísperas de 1978- como elemento del proyecto de regulación
democrática de la enseñanza. Este sería, sin embargo, uno de los objetivos
centrales del consenso político UCD-PSOE en el art. 27 de la Constitución.
Recordar estos elementos seminales en el pacto constituyente de hace
cuarenta años es importante, y lo es más en la medida en que de esa
aproximación se puedan obtener algunas indicaciones que se recuperen hoy en la
acción colectiva de los sujetos sindicales en la enseñanza pública. Lo que
sería de desear, ciertamente.
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