Hace
demasiado tiempo, era muy frecuente encontrar libros o artículos en los que se
proponía un dilema espinoso: ¿Reforma o revolución? La respuesta correcta era evidente, aunque
lamentablemente el acceso a este estadio de compromiso social y político no se
produjera ni en el momento ni conforme a las prácticas recomendadas. Hoy que el
segundo término de esta contraposición ha desaparecido, salvo que se adjetive
de forma aceptable – revolución tecnológica, revolución digital, revolución
cosmética – parece que se plantea, a nivel doméstico, otra disyuntiva: reforma
laboral o derogación de la reforma laboral, o más bien modernización de la
legislación laboral. El texto que se incluye a continuación quiere suministrar
algunas pistas que permitan conocer mejor estas referencias.
Los cambios legislativos del año
2012 se efectuaron sin acuerdo social y en pleno enfrentamiento con sindicatos
y movimientos sociales, en un contexto de represión de las manifestaciones y la
persecución penal de los integrantes de los piquetes de huelga. La inmensa
pérdida de puestos de trabajo y los altísimos niveles de desempleo propiciaron
además situaciones muy duras en las que un gran número de personas perdieron su
vivienda o entraron en una situación de pobreza severa. La recuperación
económica que se inicia a partir del 2015 solo es evidente para los beneficios
de las entidades financieras y de las grandes empresas, mientras que el
hundimiento de los salarios y la permanencia de una extensa bolsa de paro y
precariedad en una rotación incesante acompañaba a esos primeros años en los
que la reforma laboral producía sus efectos.
Por eso tanto desde el
sindicalismo confederal como en los programas de los partidos políticos
progresistas se incorporó la palabra de orden de derogar la reforma laboral,
una consigna política de fácil comprensión que además intentaba evitar la
“naturalización” de los cambios legislativos del marco institucional laboral
que habían sido comprometidos en función de la crisis financiera y de la deuda
soberana, y que corrían el riesgo de presentarse como una nueva ordenación con
vocación de permanencia. Mantener como propuesta “derogar la reforma laboral”
significaba ante todo impugnar la continuidad de las líneas regulativas
fundamentales que sostenían esa legislación, cuestionar su subsistencia en el
momento en que se produjera un cambio político. No se trataba por tanto de una
vuelta a la situación normativa anterior, cuya datación por otra parte era muy
confusa ya que se había ido produciendo a partir del 2010 una lenta
sedimentación de cambios legislativos acelerados y radicalizados en el RDL
3/2012 y era difícil saber la referencia normativa a la que se podía retrotraer
el derecho vigente tras la derogación de las normas interpuestas en el tiempo.
En este planteamiento estaba claro que la “derogación” del régimen legal
vigente implicaba una nueva regulación del marco que disciplinaba las
relaciones laborales en nuestro país, y que ésta se definiría ante todo en
oposición a las líneas maestras que habían orientado la reforma del 2012.
Como el eje del relato político
era la refutación de las modificaciones impuestas en la reforma promovida por
el gobierno del Partido Popular, a la exigencia de derogación se sumó, en
positivo, la necesidad de efectuar una nueva regulación completa del ordenamiento
jurídico laboral desde una perspectiva enraizada en la profundización de la
democracia social y en consecuencia sobre la base de orientaciones plenamente
confrontadas con las que establan detrás de las medidas adoptadas en el 2012.
Por eso ya desde el 2015 se enunció la necesidad de realizar un “Nuevo Estatuto
de los Trabajadores del Siglo XXI”. Con ello, la propuesta política no ponía el
acento en cómo desprenderse de una intervención normativa que se estimaba
incorrecta y muy negativa en términos de respeto y garantía de derechos
fundamentales laborales, sino que se abría a una regulación en positivo que
además perseguía una suerte de totalidad, el abordaje de todas las materias que
el Estatuto de los Trabajadores incluía y su reforma para adecuarlo a un nuevo
tiempo y a nuevas realidades organizativas y productivas.
Esta doble dirección de las
reformas que se deberían ligar a la posibilidad de un cambio político conoció
su oportunidad en junio de 2018 con el éxito de la moción de censura al gobierno
de Mariano Rajoy, que inició un cambio de ciclo político en nuestro país hacia
gobiernos progresistas. En ese momento a su vez, la exigencia de “derogar la
reforma laboral” se desdobló en la reivindicación sindical de adelantar la
eliminación de las medidas “más lesivas”, que deberían anticiparse a la
regulación más amplia y profunda del cuadro normativo general y en concreto de
los aspectos que se habían modificado en el momento culminante de la crisis.
Con esta nominación de los aspectos “más lesivos” se procedió a una selección
entre estas materias dando preferencia por tanto a las que repercutían
directamente sobre la negociación colectiva y las prácticas empresariales de la
externalización productiva.
De esta manera, se terminó
asimilando la propuesta de derogación de la reforma laboral a una acción de
modificación legislativa inmediata sobre algunas cuestiones muy evidentes:
Restablecer la prórroga automática de los convenios cuando caducan y mientras
se negocia su renovación, la erradicación de la posibilidad de que los
convenios de empresa puedan fijar condiciones de trabajo y salarios peores que
los convenios sectoriales, el reforzamiento del momento contractual en la
modificación sustancial de las condiciones de trabajo y los “descuelgues” de convenios
junto con la sustitución de las comisiones “ad hoc” en los centros de trabajo
sin representación colectiva por representaciones sindicales, y, finalmente, la
revisión de la subcontratación para evitar las devaluaciones salariales,
aplicando a las empresas contratistas y subcontratistas el convenio del sector
de la actividad ejecutada en la contrata o subcontrata.
Este es el entendimiento que
asoma al Acuerdo del Gobierno de Progreso de diciembre del 2019 que dio lugar
al gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos, en el que por un lado se
vuelve a afirmar el compromiso de derogar la reforma laboral, con especial
énfasis en los “aspectos más lesivos” de los mismos ya señalados, a los que se
une ahora la derogación del despido por absentismo del art. 52 d) del Estatuto,
y simultáneamente se reproduce la propuesta de confeccionar un nuevo Estatuto
de los Trabajadores del siglo XXI.
Pero el elemento añadido que ha
alterado los términos en los que se planteaba la relación entre “derogación” y
“reforma” del sistema jurídico-laboral ha venido de la necesidad de someter a
la coordinación y control de la Comisión europea las medidas de reformas
estructurales que se deben acometer para poder afrontar con perspectivas de
éxito la fase de la recuperación tras la crisis provocada por la pandemia. De
alguna manera, de nuevo el impulso reformista viene asociado a la fijación de
objetivos ligados a la entrega de fondos económicos importantes que provienen
de la Unión Europea, si bien en este supuesto la aplicación de la cláusula de
excepción del mecanismo de estabilidad clave en la gobernanza económica europea
ha posibilitado un incremento del gasto público y del déficit y en consecuencia
puede dar pie a una política diferente. El Plan de Recuperación, Transformación
y Resiliencia del Reino de España incorpora a su contenido un amplio repertorio
de medidas que exigen la reforma de la legislación laboral vigente. Entre
ellas, destaca la de incorporar a los mecanismos actuales de ajuste de empleo
basados en el despido, un dispositivo de ajuste temporal sobre la base de la
experiencia habida con los ERTE en relación con un potente engranaje formativo
de la fuerza de trabajo, la reformulación de las políticas activas de empleo
con especial atención a la inserción laboral y formativa de los jóvenes, y, lo
que sin duda es la medida más importante de este proceso, la simplificación y
restructuración de la contratación temporal, verdadero lastre del mercado de
trabajo español, que requiere una visión completamente nueva en línea con
decisiones jurisprudenciales muy importantes tanto del Tribunal de Justicia
europeo como de la sala de lo social del Tribunal Supremo español que
garanticen la estabilidad en el empleo ante actividades permanentes de las
empresas.
Esta última fase de la reforma
laboral en la que nos hallamos es la que ha dado lugar a cierta confusión,
posiblemente porque se sitúa, como se ha visto, en una posición intermedia que
no encaja bien en las líneas que diseñaban hasta ahora las alternativas de
política del derecho que se habían venido utilizando en el discurso público. De
esta manera, la utilización del término “derogación”, equivale ahora a hacer
valer una propuesta de rechazo pleno de la orientación de la reforma laboral
del 2012 sin que por tanto el proceso de reformas legislativas emprendido
acepte las coordenadas fundamentales de ésta en materia de flexibilidad laboral
y de restricción de la negociación colectiva. Como de esta manera el concepto
se define desde la afirmación del rechazo a lo existente, junto a esta noción,
sea superponiéndose a la misma, sea sustituyéndola totalmente, se prefiere
hablar de “modernización” de la legislación laboral, posiblemente huyendo del
término “reforma” que está tan devaluado en su materialidad concreta, buscando
a su vez una palabra que pueda estar en sintonía con el vocabulario preferido
por la Unión Europea que no cuestione fuertemente sus políticas de austeridad
de hace diez años. Pero la simultaneidad de su uso puede inducir a confusión en
la medida en que se entienda que se anulan mutuamente o que son nociones
contrapuestas, lo que no es necesariamente así, como se ha visto. La
modernización puede incorporar un fuerte componente derogatorio en el sentido
de refutación de las líneas centrales de la reforma del 2012.
La inminencia de la reforma
laboral proyectada ha acelerado los tiempos para su adopción, y en esta última
fase también ha complicado el proceso para su aprobación. La diferencia
profunda de modelos de reforma entre las áreas de Trabajo y de Economía, que
estaba soterrada en los anteriores momentos normativos, aunque se había hecho
evidente con ocasión de la negociación del salario mínimo, se manifestó
públicamente como un problema de método. La reforma laboral era demasiado
importante como para dejarla en manos del área de Trabajo, por lo que se
decidió ampliar la presencia formal de representantes del área de Seguridad
Social, de Economía y de Hacienda en el proceso de negociación. Estas
modificaciones en la composición de la parte del Gobierno, posiblemente
indicadas asimismo como forma de restar protagonismo político a la fracción
minoritaria del mismo y a su dirigente más conocida, hacían explícita una doble
versión en el proyecto reformista, tanto en lo que respecta a los términos del
posible acuerdo como en lo relativo al alcance de la reforma pretendida.
La decisión del poder público no
resultaba acertada, no tanto por explicitar la profunda divergencia entre dos
áreas de gobierno bien conocida, que se plasma no sólo en posiciones políticas
diferentes sino en equipos de asesoramiento propios y confrontados
ideológicamente, sino por introducir fisuras en la interlocución entre los
sujetos participantes en el diálogo social, que conducían a una inseguridad en
los apoyos posibles y el desconocimiento de lo negociado. La introducción de un
documento no conocido y distinto del que se había ido estudiando, el llamado
“Mecanismo RED de Flexibilidad y Estabilización del Empleo” presentado por el
área económica y filtrado a la prensa incumpliendo una norma estrictamente cumplida
a lo largo del proceso de diálogo social durante el estado de alarma, cosechó
el rechazo tanto de los empresarios como los trabajadores, y puso en peligro la
conclusión en tiempo de la reforma comprometida.
En la opinión pública, estas
vicisitudes no son entendidas y se perciben de forma distorsionada a través de
mensajes muy simples que por tanto no son capaces de mostrar la relativa
complejidad del fondo del asunto. El saber experto que requiere explicar el
contenido de la reforma se comparte difícilmente en un marco informativo en el
que los medios de comunicación no hacen ningún esfuerzo por divulgar la
problematicidad que revisten las opciones regulativas en juego. A ello se une
una profunda divergencia entre los propios saberes que se divulgan, de forma
que lo que para el pensamiento hegemónico en economía implica una decisión
equivocada, sobre la base de muchos de los postulados que vulgarizan el
pensamiento neoliberal frente a otras corrientes críticas del mismo, para la
cultura de los juristas del trabajo son exigencias derivadas de la cohesión
social y del compromiso por la igualdad material presente en nuestra
constitución, como de la necesaria promoción de los derechos colectivos a que
está obligado el poder público. Ambas perspectivas se confrontan en la
propuesta de reforma dentro de la posición que representa el poder público, y
se replica en las posiciones de los interlocutores sociales a lo largo del
proceso de diálogo social. A la hora de escribir esta entrada, el Gobierno ha
cerrado un acuerdo importante en materia de pensiones con los sindicatos
confederales, sin la participación de la CEOE, y se afana en acelerar la
negociación sobre la reforma laboral en la que se sigue afirmando la
conveniencia de llegar a un acuerdo tripartito, aunque todavía, como es lógico,
no se tenga ninguna seguridad sobre este asunto y tampoco se conozca el
desenlace del mismo.
En cualquier caso es tiempo de
reformas. Que deben dar resultados satisfactorios, alejando el espectro de una
legislación sobre el trabajo que degrada los derechos individuales y colectivos
de las personas. Estaremos atentos a la conclusión de este proceso de
negociación de gran importancia para el inmediato futuro de nuestras relaciones
laborales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario