1.- Efectivamente los datos verifican que las políticas de ajuste y
recortes del gasto público son, además de injustas socialmente, económicamente ineficaces. Y cuando la ideología se
contradice tan clamorosamente con la realidad, deviene en fundamentalismo de la
peor y más peligrosa de las especies; porque abunda en el error para encubrir
la defensa de intereses minoritarios y porque agita el dogmatismo intransigente
de los que se proclaman portadores de la única política posible, con lo que se
dinamita el debate cabal de las diversas
ideas que han de convivir en toda sociedad democrática. En otras palabras, la hegemonía ideológica de
la derecha sólo se impone con más injusticia y menos democracia.
Pero además es
radicalmente falso que no exista alternativa. Tanto en el pasado, cuando se
superó la Gran Depresión de los años treinta con más inversión pública y un
nuevo reparto (es lo que realmente significó el New Deal) de la riqueza
mediante leyes democratizadoras en los ámbitos económico y social, como en el
presente si observamos las diferentes políticas desarrolladas por la
Administración Obama en EE.UU. y la que propugna Francoise Hollande desde
Francia, puede demostrarse empíricamente que sí hay una alternativa: reactivar
el crecimiento financiado con políticas fiscales que recompongan los niveles de
equidad perdidos en los decenios anteriores de sucesivas desfiscalizaciones de
las rentas de capital en perjuicio de las rentas del trabajo y con más
democracia para distribuir mejor los esfuerzos entre capital y trabajo,
reforzando entre otras la democracia industrial; es decir, también en este
terreno, justo lo contrario de lo que se
está haciendo.
2.- En realidad Berlín-Bruselas-Frankfurt
forman una especie de “Trinidad” (non sancta) que se resumen en una sola
persona: la banca alemana. Esta ha sido una inductora de primer orden de las
burbujas especulativas en el sector inmobiliario en España e Irlanda y difusora
principal en toda Europa de los “activos financieros tóxicos” ideados en el
entramado de Wall Street. Ahora, después de haberse beneficiado de tales
prácticas durante el período especulativo, no están dispuestos a asumir el más
mínimo quebranto con el estallido de las burbujas que llevaron hasta cimas sin
precedentes el endeudamiento privado y que paulatinamente han ido transformándose
en deuda pública. Lamentablemente, tanto el Banco Central
Europeo con sede en Frankfurt (pero a tiro de piedra del Bundesbank) como la
Comisión Europea en Bruselas, siguen a pies juntillas las mal llamadas
políticas de austeridad, que no son más que el ajuste y contracción continuadas
de las economías europeas circundantes para anteponer el pago de aquéllas
deudas, en origen privadas, aún acosta
de profundizar en la recesión, generalizar el desempleo y poner en riesgo la
existencia misma de la Unión Monetaria.
También el proyecto europeo requiere de una
dirección alternativa. Es imprescindible un presupuesto común, gobernado
democráticamente y dotado con al menos el 3% del PIB de la eurozona; orientado al
reequilibrio entre las muy dispares economías que conforman hoy el área y
cambiar los estatutos y competencias del Banco Central para que al estilo de la Reserva Federal norteamericana o del Banco de Japón rija su política
monetaria anteponiendo los objetivos de empleo y crecimiento al de mantener
constante la inflación en el 2% y que
erigido en prestamista de última instancia disponga de la capacidad necesaria
para atajar los ataques especulativos contra la divisa común. En suma, sin
completar la Unión Económica, el euro no dejará de ser una divisa fantasma, que
en realidad no es corolario de una economía real articulada en toda el área y
en consecuencia los temores sobre su pervivencia tampoco quedarán disipados
aunque circunstancialmente pueda sortear el atolladero actual.
Este bien podría
ser un resumen de lo que suele reclamarse como “más Europa” y que no siempre
significa mayor soberanía compartida, trenzando más políticas supranacionales
(desde las tecnológicas hasta las socio-laborales, pasando por las fiscales,
tanto de ingresos como de gasto, o las energéticas y medioambientales), lo que
daría sustantividad a una auténtica Unión Política, con instituciones más
representativas y democráticas.
3.- Para seguir siendo exigentes en la precisión
del lenguaje (también la demagogia es ideología trastocando datos y conceptos),
no estamos en presencia de reformas estructurales sino de destrozos
institucionales, involuciones legislativas de los derechos socio-laborales y enajenación de servicios públicos a favor
de intereses privados. Por otra parte, entrando en el debate político, es
deshonesto intelectual y políticamente imponer estas actuaciones y eludir su
escrutinio durante su aplicación práctica derivándolo a un futuro hipotético de
recuperación económica.
La devaluación interna, esto es, abaratar el
empleo precarizándolo en sus condiciones contractuales y fragilizando
simultáneamente sus derechos, lejos de ser una innovación reformista es una
recurrente vuelta al pasado. Porque al pasado corresponde la estrategia de
atesorar la competitividad vía precios y salarios, que fue un error adoptarla
al incorporarnos a la entonces Comunidad Europea (1.985) puesto que colocó a
nuestra economía en el segmento más marginal del mercado que basa su crecimiento
en ofertas intensivas en mano de obra
que no incorporan a penas valor añadido tecnológico en su bienes y servicios e induce demandas de escasa solvencia y comportamientos
pendulares bruscos al rebufo de los ciclos económicos.
Pero aún más equivocada es en el contexto de
la mundialización de los mercados donde cada vez con más rapidez irrumpen
economías emergentes con menores salarios y precios; por lo que las ganancias
de competitividad por esta vía son también cada vez más efímeras. Esto explica
que habiendo sido el mercado laboral el que más reformas lleva acumuladas, se
siga reiterando el viejo discurso sobre su rigidez a modo de coartada para
acometer sucesivas y en cada vez menos espacios de tiempo, perturbaciones de
sus instituciones colectivas y de los derechos individuales de los trabajadores.
En el fondo lo que se persigue es la recomposición del beneficio empresarial a costa
del trabajo, que ya casi nunca es sinónimo de competencia solvente. Aún cabe
añadir un gravante sobre la crudeza de las dos últimas reformas laborales
(acentuada brutalmente con la última del gobierno Rajoy) consistente en
propiciarse la financiación de las empresas y la amortización de sus
deudas través del despido más barato y
la reducción de los salarios; es decir detrayendo del empleo los recursos que
no facilita el sistema financiero, aún a pesar de haber recibido las mayores
inyecciones de dinero público con el
pretexto, precisamente, de revitalizar los créditos a particulares y empresas.
Por tanto, la
destrucción de tejido industrial junto a la intensa descapitalización en
recursos humanos y la cicatería bancaria, están determinando desde este mismo
momento que la recuperación de la economía española y la creación de empleo, que siempre han ido a remolque de
la de las economías centrales, aún se hará esperar más en esta ocasión también
por obra y gracia de la reforma laboral.
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