Esperando que les guste, esta entrada va dedicada principalmente
a las y los juristas del trabajo que emprenden la aventura de escribir un libro
“de derecho” queriendo transformarlo. Que no son multitud, pero que tampoco son
insignificantes.
Un libro publicado siempre tiene detrás siempre una historia que por regla
general no suele ser conocida ni valorada por sus lectores. Y sin embargo la
historia del libro explica una buena parte de sus contenidos y de sus
desarrollos, de sus éxitos y de su repercusión académica o científica o por el
contrario permite considerarlo dentro del universo de la literatura de
conveniencia en la que se mueve una buena parte de la producción universitaria.
Un libro puede ser también la cristalización en un momento histórico
concreto de la vicisitud personal de su autor, expresa sus preocupaciones y sus
intereses en medio de una línea de producción científica y de pensamiento que
por definición debe ser crítico, da cuenta de la forma concreta en la que
aborda el tema de investigación planteado, las influencias que ha recibido, sus
compromisos teóricos y sus ajustes de cuentas con el debate doctrinal sobre la
materia seleccionada, afirma su individualidad como obra personal, en los
tiempos presentes manifiesta la ansiada excelencia que le haga acreedor al
juicio positivo de una comisión de notables más inclinados sin embargo a
predicar esta característica de los artículos publicados en revistas de calidad
verificada y jerarquizada por un índice patrocinado por potentes grupos
editoriales globales.
A los libros, como a sus autores, se les nota la edad, van adquiriendo años
como una pátina al inicio imperceptible pero luego bien visible, al punto de
permanecer confinados en anaqueles cada vez más alejados de los del uso
bibliotecario frecuente, olvidados de todos como un juguete roto o conducidos a
la basura como preveía Von Kirchmann
ante las dos palabras rectificadoras del legislador, quizá vendidos al peso por
algún cartonero avispado. Pero frente a ese triste destino de los libros
jurídicos, con la edad a veces los libros se convierten en clásicos, y quedan
siempre allí, para ser consultados y citados casi de forma ritual en estudios y
artículos posteriores, y se les acuerda una especie de trato reverencial, que
denota más una actitud de distancia que de afinidad. Aunque se conoce la
fragilidad de estas liturgias, todo jurista que escribe un libro querría que su
obra, al pasar el tiempo, adquiriera esta cualidad.
Tras la lectura de un libro es lícito preguntarse por qué se escribió, con
qué finalidad, cuál fue el ánimo del autor o de la autora, si detrás de su escritura
latía un propósito de invertir el curso de las cosas, de establecer una nueva línea
de interpretación, de descubrir una contradicción en los argumentos
mayoritarios que podía ayudar a desembarazarse de ellos, a crear las condiciones
para que se pudiera reescribir la norma para encontrar espacios más amplios de
libertad colectiva e individual de la ciudadanía, o para justificar intervenciones
niveladoras y de progreso de los poderes públicos. Los libros que cuestionan el
orden establecido en el campo de lo jurídico son siempre los más interesantes,
porque su construcción teórica abre interrogantes y obliga a quien los lee a
interrogarse sobre sus propias certezas. En ocasiones sin embargo son muy pocas
las páginas que ayudan a repensar la realidad y la arquitectura de la norma o
las acciones que se cristalizan en las reglas colectivas, pero merecen la pena,
por ellas se salva un trabajo entero, son las que permanecen en la memoria cuando pasa el tiempo y el libro espera aún ser consultado una y otra vez en la
estantería de la librería propia de sus lectores.
Los tiempos de la acreditación y de la excelencia empujan hacia el artículo
medido y valorado no por su contenido sino por el lugar editorial en el que se
hace público, aunque también aquí la lectura del texto permite valorar su
pertinencia. Se abandona el libro porque se considera excesivo, porque su objetivo
se cubre mejor a través de menos páginas, más centradas, en el artículo de revista
científica. El libro jurídico es el libro de tesis, un esfuerzo desmesurado que
sin embargo se sabe obligatorio, una muestra pública de que quien lo ha escrito
sabe investigar y centrar un problema en un recorrido dinámico y transversal.
Los otros libros, las monografías, se van diluyendo en la práctica académica,
cada vez más volcadas en la explicación útil de lo que dicen los jueces sobre
lo que es el derecho, sobre lo que pasa después de la promulgación de la norma
en el espacio restringido de la preceptiva jurídica. Sobre la descripción no
cuestionada de una normatividad que se instala sobre una realidad desigual e
injusta, insoportable.
La historia que está detrás de los libros dignifica el género y explica su
composición concreta. Deberíamos acostumbrarnos a pedir a los autores que
aclararan al público la historia que lo sostiene, las relaciones con lo que ha
venido trabajando, el impulso que le llevó a escribir así y no de otra manera
los textos que conocemos. Detrás de un libro hay una historia que merece ser
contada, las pequeñas cosas que permiten conocernos y reconocernos en un
proyecto de transformación de la realidad a la que queremos contribuir con
nuestro trabajo teórico.
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