martes, 15 de septiembre de 2015

EL FUTURO DEL DERECHO DEL TRABAJO: HABLA UMBERTO ROMAGNOLI


Se publica en rigurosa exclusiva, un texto de Umberto Romagnoli que aparecerá en el número 10 de la Revista “Trabajo y Derecho”, cuya traducción ha corrido a cargo de Margarita I. Ramos Quintana, subdirectora de la misma. La foto que ilustra este texto de Romagnoli no debe sin embargo ser interpretada en el sentido literal de la imagen que aparece en el escrito, sino por el contrario, como un símbolo de los juristas del trabajo que intentan arrojar luz sobre la transición en la que estamos inmersos hacia nuevos paradigmas del Derecho del Trabajo. Sobre esto precisamente versa el texto que a continuación se inserta, que viene a relacionarse directamente por cierto con la temática debatida en el Curso de Expertos Latinoamericanos en Relaciones Laborales que se está celebrando en Toledo  a partir del lunes y del que este blog oportunamente ha dado cuenta ayer.

Umberto Romagnoli
El futuro  no volverá a ser el que fue
                                                          
En “Agáchate, maldito”, película rodada por Sergio Leone en 1971, uno de sus protagonistas –no recuerdo si las palabras fueron pronunciadas por el simpático ladrón-villano o por el terrorista irlandés huido sobre todo de sí mismo- en un determinado momento, dice: “Donde hay revolución, hay confusión y, donde hay confusión, alguien que sabe lo que quiere tiene mucho que ganar”. Se trata de una frase que expresa bien la idea del derecho del trabajo,   ahora que los gobernantes de los países europeos en los que nació hace más de cien años están destruyendo su estatuto epistemológico. Solamente una situación de emergencia como la actual puede explicar la creciente frecuencia de las preguntas  que me veo obligado a formular: “dónde va el derecho del trabajo? a qué fin atenderá?  tiene todavía un futuro?.”

No puedo ocultar que esta cuestión me resulta tanto gratificante como embarazosa. Me halaga, de hecho, pensar que los caminantes obligados a transitar en la oscuridad esperen de mí el milagro que permita que logremos comprender mejor. A fin de cuentas, asumo con naturalidad que haya podido extenderse el rumor  de que el título de profesor emérito de derecho del trabajo me corresponde por usucapión, puesto que de él me ocupo desde hace más de medio siglo y porque soy uno de los miembros más antiguos del star-system académico de los juristas-escritores. Sin embargo,  y al mismo tiempo,  la cuestión me preocupa,  porque  sé que mis interlocutores se darán cuenta rápidamente de que pueden hacer de la autoridad que (por su bondad) me atribuyen, un uso patéticamente impropio. En realidad, pueden  servirse como  los borrachos se sirven de las farolas: no por la luz que de noche brilla  sobre las calles, sino por lograr mantenerse en pie. La verdad es que no me es posible defraudarles porque no formo parte de la categoría de aquellos visionarios a los que les resulta fácil predecir el futuro. Yo, más modestamente, considero una verdadera fortuna haber comprendido que, en materia de reglas del trabajo, se ha establecido una nítida frontera entre un “antes” y un “después”. Sin embargo, dicha frontera no me atrevo a cruzarla. Me atengo a una única certeza: el futuro del Derecho del Trabajo no volverá a ser el que fue. Ello es así por la simple y decisiva razón que deriva de que, a fuerza de moderar la pretensión de conseguir la cuadratura del círculo, avergonzados de impulsarla o intimidados por su radicalidad, con el transcurso del tiempo inadvertidamente hemos perdido la noción tanto del cuadrado como del círculo.

En efecto, los juristas del periodo postconstitucional han consentido y, conscientemente o no, han colaborado en el deterioro de la brújula que, incluso en los peores momentos, ha orientado la evolución del derecho del trabajo y ahora no son capaces de otra cosa que formular hipótesis de retorno al primitivismo de los orígenes. Habrá, tal vez, una especie de atajo para simplificar, pero sería antes que nada una manera arrogante de dar por cerrado un ciclo histórico completo para rediseñar la identidad del derecho del siglo XX más eurocéntrico con el propósito de hacerlo más compatible con el horizonte de la orientación predominante.

La brújula,  convertida gradualmente en inutilizable, y finalmente a punto de ser destruida,  fue fabricada en la oficina de los torneros que confeccionaron la Constitución,  cuyo artículo 3 expresa un rechazo del orden existente y al mismo tiempo, el compromiso de superarlo. Ni siquiera la Constitución de Weimar, invocada de muchas maneras por la nuestra, se atrevió a juridificar la tensión dialéctica existente entre igualdad formal e igualdad sustancial de la que, no casualmente, el propio derecho del trabajo daba testimonio. Cómo decir que, si la nuestra es una Constitución sincera, se lo debe a su art. 3: o sea, a su precepto más importante, así considerado también por Piero Calamandrei, quien igualmente detestaba las  denominadas normas programáticas. Después de haber proclamado que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, el precepto no duda en admitir que no se trata de una verdad absoluta, como por otra parte debe constatar el común de los mortales cada día; y no será verdad hasta que la República no haya eliminado “los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos impiden el pleno desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del país”. Por tanto, puesto que el trabajo es el elemento constitutivo de una infinidad de sistemas de relaciones sociales de ámbito y alcance diversos, es evidente que su derecho no puede dejar de reconstruirse sino bajo el criterio inspirador de transformación indicado por la Asamblea constituyente, convirtiéndose así en el vehículo privilegiado a tal fin. Cómo decir que los padres constituyentes, asignando al derecho del trabajo el deber de contribuir a delimitar el retorno a la democracia prometida, impusieron al mismo tiempo la tarea de reinventarlo, porque lo heredado del pasado estaba impregnado de ideología fascista. En suma, el derecho del trabajo del período postconstitucional  no habría podido contribuir a la renovación de la sociedad más que renovándose a sí mismo.

Al respecto, a lo largo del tiempo  se cuentan muy pocas fracturas o rupturas. La elección de fondo ha sido preferir el buril al hacha, aceptando a beneficio de inventario la herencia del derecho preexistente, dado que la pésima reputación del de cuius obligaba a adoptar algunas cautelas.

Es una elección permisiva y, al mismo tiempo, temeraria. Permisiva  por cuanto la República implícitamente ensalza la capacidad profesional de los operadores jurídicos para aprender sutiles distinciones de las cuales se beneficiarán ampliamente los más interesados en la restauración  de carácter conservador. Simultáneamente, la elección  es temeraria en la medida en que expone la Constitución al riesgo de  quedar deslegitimada; y no sólo porque  flotará en medio del vacío normativo, sino también y sobre todo  porque su inaplicación se caracterizará por un falso lanzamiento a escenarios construidos por una jurisprudencia que se limita a refrescar el maquillaje del derecho colectivo del trabajo dejando inalterado el individual, en el cual puede reconocerse la impronta de la jurisprudencia de la época corporativa. La cual, sea dicho, había dado lo mejor de sí fertilizando el terreno en el que se hunden las propias raíces de algunos conceptos-base de alto impacto en el imaginario jurídico contenidas en el Código civil del año 42: el trabajador tiene la obligación de colaborar con el empleador, de no transgredir la confianza, de serle fiel y obedecerle en silencio.

Por ello, los juristas del trabajo menos insensibles a las novedades introducidas por la Constitución y más  cercanos al movimiento sindical se dedicarán a la recuperación del tejido normativo y disecarán los ánimos paternalistico-autoritarios sedimentados por la experiencia jurídica precedente. El éxito de la operación es altamente meritorio,  y puede ser juzgada satisfactoriamente a condición de compartir o perdonar sus límites, siendo el principal de ellos la prudencia con la cual la doctrina, jurisprudencia y la misma Consulta  atienden  la indicación virtualmente anti-sistema procedente del art. 3 de la Constitución que pone el foco en  las contradicciones estructurales de una sociedad capitalista y de sus características relaciones de producción. ¿Qué sentido tiene, deben haberse preguntado muchos, elevar una enorme piedra para hacerla caer luego sobre los pies? Como si el derecho del trabajo no tuviese la capacidad de evolucionar con la misma facilidad con la que nació: a través de decisiones[1] más que mediante leyes. Decisiones pronunciadas por sujetos institucionales de los que se espera que puedan resolver las controversias. Decisiones que adquieren un valor prescriptivo incluso cuando son formuladas con una entonación descriptiva por los especialistas en la interpretación jurídica. Decisiones provenientes del universo de los operadores de todo orden y grado que contribuyen a crear el clima cultural propio de los discursos jurídicos. El hecho es que la autocensura  está demasiado extendida sin solución de continuidad  para evitar hacer creer,  o bien que actúa por convencimiento,  o bien que el desafío de la renovación del  derecho del trabajo vivo con los medios de la hermenéutica jurídica no es posible porque se ha  agotado: puede  que los intérpretes hubieran llegado a la meta con falta de oxígeno y, por tanto, debilitados hasta el punto de no tratar ni siquiera de ir más allá, prefirieron sentarse y reposar.

Digamos ahora la verdad: sin el mayo francés del 68, sin la lucha estudiantil en el breve período de su  desarrollo y sin el otoño caliente del 69, sin el estatuto de los trabajadores y sin la ley del divorcio del 70, difícilmente los juristas (y señaladamente los iuslaboralistas) habrían notado que se estaba reproduciendo la igualdad en desigual. En particular, el legislador estatutario propagó la idea  de haberse producido  un big-bang: no sólo porque prestaba un  robusto apoyo  a los sindicatos de empresa contradiciendo una prolongada tradición del pensamiento jurídico-político que demonizaba el conflicto colectivo, sino también porque prohibía al empresario perseguir al trabajador que sospechaba le hubiese robado,  indagar sobre su forma de vida y sus propias opiniones, de discriminarlo por cualquier motivo. De hecho, el estatuto de los trabajadores es la ley de la doble ciudadanía. Del sindicato y, al mismo tiempo, del trabajador en cuanto ciudadano de un Estado de derecho. Por ello, el legislador estatutario reconoce al trabajador más de lo que puede ofrecer un contrato de prestaciones recíprocas. Mucho más; y puede hacerlo porque se toma en serio una circunstancia que para muchos era considerada secundaria o incluso como una exageración teórica: elevándose a las zonas alpinas del derecho constitucional elaborado en el período posterior a la segunda guerra mundial hasta convertirse, para nosotros, en el delimitador del Estado, el trabajo entró en la etapa de su desmercantilización. Nunca se creyó que el derecho del trabajo – ni el legislador ni la jurisprudencia  ni aquél del cual es artífice el sindicato- pretendiese  redefinir el centro de gravedad de la categoría del ciudadano-trabajador  poniendo el acento en el segundo sobre el primero. Ello ha sido así porque “en la primera modernidad”, como ha escrito Ulrich Beck, “dominaba la figura del ciudadano-trabajador con el acento puesto no tanto sobre el ciudadano cuanto en el trabajador- Todo se reconducía al espacio del trabajo retribuido. El trabajo asalariado constituía el ojo de la aguja a través del cual todos debían pasar para poder estar presentes en la sociedad como ciudadanos de pleno derecho. La condición de ciudadano derivaba de la de trabajador”. La propia autonomía negocial privado-colectiva había metabolizado rápidamente el método, inoportuno y contingente, de un pragmatismo amigo de una concepción empresarial-gerencial del trabajo. De ese modo, la comparte en el sentido de interpretarla de modo tendencialmente rígido, asumiendo que la dimensión mercantil del estado ocupacional-profesional que se adquiere mediante contrato está predestinada a aplastar la dimensión político-institucional del estatuto de la ciudadanía adquirida según los principios de derecho público.

Por tanto, una mirada de conjunto sobre el pasado que  dejaba atrás sería suficiente  para poner de manifiesto  cómo el estatuto carecía de antecedentes normativos. En efecto, contenía las premisas necesarias para  producir un violento giro en la evolución del derecho del trabajo.  Tal evolución debería no haber estado tan polarizada sobre el intercambio contractual de utilidad económica. No tan dominada por la exigencia de regular los comportamientos del trabajador dependiente de conformidad con  los estándares de prestaciones impuestas sobre el trabajo organizado. Debería haber estado más atenta a los valores extra-contractuales y extra-patrimoniales de los que el trabajo es portador.

En sentido inverso, ante  la exhortación del legislador estatutario a repensar las conexiones que se establecen entre trabajo y ciudadanía se ha hecho oídos sordos: tan solo Massimo D’Antona intuyó  que, para el derecho del trabajo, era “una cuestión de redefinición estratégica”. Por ello, la exhortación pretendida por el estatuto es de una virtualidad permanente,  no  realizada en la medida  en  que ha desanimado a la empresa más de lo que  haya podido pretender  el sindicato. En efecto, tanto la empresa como el sindicato han rechazado el desafío  de relegitimarse mediante la adecuación de los respectivos modelos de comportamiento para configurar los derechos  que transforman el súbdito en ciudadano. Derechos situados más allá de un contrato entre sujetos privados: empezando por  el derecho a ser informado, consultado, a quedar habilitado para  participar en la formación de las decisiones que afectan a su trabajo. Un derecho funcionalmente polivalente y estructuralmente multidireccional. O sea, un derecho exigible con respecto no solo a la empresa, sino también al sindicato. Porque el sindicato,  al igual que la empresa, forma parte de la categoría jurídica de las instituciones privadas principalmente en razón de la eficacia vinculante adquirida de iure o de facto  mediante las reglas del trabajo que contribuye a producir. De otra parte, a la consabida hostilidad de la empresa  se ha sumado la frialdad o el desinterés o el recelo o la pereza mental (o todas ellas juntas) del sindicato.

Y ahora qué?

Hay quien dice que el tiempo se ha acabado. El estatuto tiene 45 años, así lo ponen de manifiesto todos aquellos que reclaman su desguace. Razonan así tan solo porque son prisioneros de un silogismo. Premisa mayor: el estatuto cierra un ciclo de lucha obrera de la cual la historiografía habla como del “segundo bienio rojo”. Premisa menor: la referencia del estatuto era la fábrica fordista. Ergo, el estatuto ha quedado obsoleto.

El silogismo es falso y la deducción que se efectúa una necedad, porque el estatuto no ha condicionado  su razón de ser  a un modo de producción históricamente determinado. Se reconecta en cambio con valores de carácter permanente y universal, cuya vulnerabilidad al contacto con los intereses  de la empresa se simbolizaba en el fordismo, pero  que están llamados a ser protegidos independientemente de las variaciones derivadas del transcurso del tiempo y del espacio del modelo dominante  de producción y organización del trabajo. Por tanto, la verdadera razón  de la petición de desguace del estatuto hay que  buscarla en otra parte y es ésta: perdida la representación política, el trabajo tan sólo dispone de una representación sindical  poco combativa y más débil que antes.

Sin embargo, existe un Nuevo Mundo que está todavía esperando su Cristóbal Colón. Que no obstante no puede zarpar porque, en suma, está a la espera de poder encontrar (al menos) su carabela.





[1] El autor utiliza el término “giudizi”, que tanto puede significar apreciaciones como valoraciones, calificaciones o decisiones. Todas ellas son susceptibles de ser utilizadas en el sentido que el autor otorga a dicho término.

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