Mientras en España se acumulan las noticias sobre corrupción y escándalos que afectan a las altas autoridades del Estado - quien con cuentas millonarias en Suiza, quien en amistades permanentes con mafiosos - y sigue impune y sin ser molestado el gran extorsionador y ex tesorero del Partido Popular, Luis Bárcenas - todavía en libertad, sin que nadie se lo explique ante la gravedad de las acusaciones y la capacidad de evasión de capitales que ha demostrado - ha pasado para el resto de la gente común el paréntesis de la Semana Santa. Se continúa ahora en el blog la reflexión sobre la relación existente entre el trabajo y el empleo desde su significado jurídico-constitucional. En esta ocasión, la relación no se establece desde el derecho al trabajo, sino que incide en la valoración de las políticas públicas de empleo como elementos determinantes en el alcance de la garantía del derecho al trabajo.
En efecto, se decía en la entrada anterior, "la regulación del trabajo en la crisis", que la
acción de los poderes públicos hacia la política de empleo que regula el art.
40 CE, y que compromete a éstos en una orientación “hacia el pleno empleo”,
configura una obligación del Estado que determina el derecho al trabajo de los
ciudadanos. Existe por tanto una directa relación entre el art. 35 y el art. 40
CE, porque las políticas de empleo tienen que garantizar el derecho al trabajo.
La reforma laboral – desde su primera versión del 2010 hasta la extrema del
2012 – se justifica retóricamente en este mismo hecho. A la configuración
institucional de las formas de “ingreso” y de “salida” de la relación
laboral - contratación y extinción – se
unen las prescripciones especiales sobre la ordenación y el fomento del empleo
a través de una extensa normativa de políticas activas de empleo. Éstas han
sido contradictorias, puesto que junto a normas de “estímulo” a la contratación
tal como resultaba reformulada en la norma laboral reformada, se establecían directrices
sobre ajuste y recorte del gasto público que prescribían la congelación y
destrucción de empleo público. Estas últimas no pueden considerarse como “política de empleo” en el sentido constitucional, puesto que no
están encaminadas a la creación, sino al bloqueo y minoración de plantillas en
el empleo público, pero su resultado es decisivo en términos de empleo
globalmente considerado: la destrucción de empleo de contratados temporales de
la administración y en menor medida de contratados fijos ha sido, a partir de
noviembre de 2011, importantísima y está terminantemente cuantificada. Por el
contrario, las normas de “promoción” han resultado plenamente ineficaces, pese
(o quizá también) a su “encabalgamiento” continuo en el tiempo desde la primera
“onda” de producción normativa en el 2011, bajo el gobierno socialista, y las
modificaciones sustanciales de 2012 ya con el gobierno del PP, que ha
prolongado en el 2013 con los decretos de urgente necesidad sobre prestaciones
de desempleo – políticas pasivas- la “nueva estrategia de emprendimiento y
empleo joven” contenida en la norma de medidas de apoyo al emprendedor y de
estímulo al crecimiento y creación de empleo (RDL 4/2013, de 22 de febrero), y,
en fin, de nuevo en la restricción de prestaciones a los desempleados mayores
de 55 años, jubilaciones parciales y anticipadas, en el más reciente RD 5/2013,
de 15 de marzo.
Todas estas normas, que rompen el
paradigma creado a partir de 1997 sobre la relación directa existente entre
política de empleo y contrato por tiempo indefinido, retornando a una
fragmentación de formas contractuales subvencionadas en las que subyace la
preferencia por el empleo precario como mecanismo recomendado de inserción, han
mostrado su absoluto fracaso. Las políticas de empleo activas, combinadas con
la reforma “estructural” del esquema legal de la relación de trabajo, han
generado efectos plenamente desastrosos. Los datos son plenamente concluyentes,
pese a la complaciente jaculatoria de los gobernantes españoles que justifican
el desastre sobre la base de que “podría haber sido peor” o que el ritmo de
incremento constante del desempleo no es tan rápido como al comienzo de la
crisis. Sólo en el 2012, la tasa de paro ha aumentado del 24,44% en el primer
trimestre al 26,02% en el cuarto, computando 5.965.400 personas sin trabajo.
Las desagregaciones por género, edad y territorio son asimismo escalofriantes.
Como lo es la comparación entre la variación del PIB y el empleo, utilizado en
recientes estudios que subrayan la aceleración de la destrucción de empleo para
todos los colectivos laborales en razón no tanto de la caída o descenso del PIB
cuanto de las reformas legales verificadas.
Esta conclusión es independiente
de la mutación que se ha ido produciendo en la configuración interna del
sentido que debe adoptar la política de
empleo como obligación de los poderes públicos. La centralidad que en este
diseño ha ido adquiriendo la noción de empleabilidad, en su doble dimensión
subjetiva, de disponibilidad para el trabajo del desempleado, y de idoneidad
empresarial para ofertar un puesto de trabajo, conduce en una buena medida al
desplazamiento del tema del empleo desde el nivel de las estrategias de
planificación sobre el sistema general de ocupación de un país como función
pública, al espacio de las relaciones inter privadas en donde la dimensión
“contractual” y “organizativa” en empresas y profesiones es determinante de las
opciones básicas sobre el nivel de empleo. Es conocido además que la vertiente
colectiva no ocupa un espacio significativo respecto de la
organizativa-empresarial y la directamente individual “comprometida” con las
iniciativas de formación y orientación de las estructuras de programación del
empleo.
La política de empleo es una
función del Estado social, que se articula en nuestro país a través de un
complejo acoplamiento entre el servicio público estatal y los servicios
autonómicos de empleo, y no puede transformarse en una obligación privada de
los individuos. Como tal obligación pública, debe ser medida y valorada en
atención a sus finalidades y efectos, en relación con la orientación
constitucionalmente prescrita, “al pleno empleo”, o, en la enunciación
“unional”, más limitada, un “nivel de empleo elevado”, de forma que, al
formular y aplicar las políticas y medidas de la Unión, deberá tenerse en
cuenta el objetivo de “un alto nivel de empleo”. Perseguir ese objetivo es una
máxima prioridad para el Estado español, que no puede considerarse cumplida con
declaraciones retóricas y remisiones a la acción de los agentes privados, sino
que debe ponderarse en atención a sus resultados concretos. La deriva de las
políticas de empleo, en el arco de tiempo de aplicación progresiva de las
políticas llamadas de austeridad, aceleradas a partir de finales de 2011, ha
conducido a una devastación del empleo en España en este período de tiempo,
encabalgando trimestre a trimestre nuevas pérdidas de empleo neto. No se ha
producido el efecto de sustitución de empleo fijo por precario o eventual, como
sugería la normativa del 2012 – lo que habría supuesto la sustitución de un
trabajo estable por un trabajo volátil, sin derechos - , sino que se ha
registrado exclusivamente la tendencia a la destrucción de empleo sin
paliativos, tanto temporal como indefinido.
La demolición que se está produciendo
del nivel de empleo no sólo tiene implicaciones económicas y sociales,
obviamente bien conocidas. La pérdida del puesto de trabajo supone la
desaparición de derechos individuales y colectivos que se hacen derivar
constitucional y legalmente de una situación de trabajo en activo. Extinguida
ésta, al encontrar un nuevo trabajo, comienza normalmente de cero en el goce de
sus derechos laborales acordes con la nueva situación profesional que adquiere
a partir de esa nueva inserción en el trabajo activo. Entretanto, sin empleo
concreto no goza del derecho al trabajo activo y por consiguiente de ninguno de
os derechos individuales y colectivos que se derivan de esta situación. Es
decir, la pérdida del empleo implica una degradación en el status de ciudadanía de estas personas. Y una limitación importante
de sus derechos.
El Estado, por consiguiente,
alentando y propiciando por una parte una política de empleo que en su
vertiente estimuladora es plenamente ineficaz, y, de otra parte, imponiendo
directamente medidas que destruyen empleo o que impiden su creación, está
realizando una operación de aniquilamiento de derechos democráticos de
ciudadanía. De forma más precisa, al orientar las políticas de empleo hacia
objetivos que impiden la creación de empleo y que incluso de manera explícita
buscan su destrucción, están vulnerando el art. 35 de nuestra Constitución que
obliga al Estado a proteger el derecho al trabajo de los ciudadanos españoles.
Las políticas de empleo que señala el art. 40 CE como función del Estado tienen
precisamente como objetivo “el pleno empleo” porque de esta forma se consigue
extender el derecho al trabajo a los ciudadanos en los términos que prevé el art. 35 CE, y este
es el sentido de la relación indisoluble entre ambos preceptos. Una política de
empleo que produzca directamente efectos contrarios al desarrollo y crecimiento
del empleo o que explícitamente, persiga la devastación del marco de la
ocupación laboral, es directamente contraria a la preservación del derecho al
trabajo a que están obligados los poderes públicos.
De manera complementaria, estas
políticas no constitucionales vulneran otros preceptos legales relacionados
directamente con el art. 14 CE, como el obligado “impacto de género” de las
medidas adoptadas, previsto ya en la Ley 3/2003 y reforzado a través del
principio de transversalidad del principio de igualdad de trato a partir de la
LOIEMH, que se debe garantizar, “de forma activa”, en la adopción y ejecución
de las disposiciones normativas y en la definición y presupuestación de
políticas públicas, y contradicen en la práctica el mandato del art. 42 LOIEMH
según el cual “las políticas de empleo
tendrán como uno de sus objetivos prioritarios aumentar la participación de las
mujeres en el mercado de trabajo y avanzar en la igualdad efectiva entre
mujeres y hombres”, lo que obliga a “mejorar la empleabilidad” y la
“permanencia en el empleo de las mujeres”. En otro nivel, las medidas públicas
adoptadas tampoco cumplen los principios de sostenibilidad y buena regulación
que preveía la hoy olvidada – pero vigente – Ley 2/2011 de Economía sostenible,
ni desde luego relacionan estas disposiciones con las políticas de
responsabilidad social en la empresa, tal como obligaba el art. 39 de la citada
Ley 2/2011.
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