(Fotografías de la Conferencia Nacional Tripartita de la OIT sobre el Fururo del Trabajo, Madrid, 5 de marzo del 2019)
La OIT cumplirá cien años el 11
de abril del 2019, y ese arco temporal ha permitido que sea la institución
internacional más longeva de las existentes. Ha nacido en medio de un período
histórico turbulento que marcó el fin de la primera gran guerra mundial, el
triunfo de la revolución rusa y la explosión de los imperios coloniales. Al
terminar la guerra 1914-1918, el tratado de Versalles, en su parte XIII,
reconocía como punto de partida que la paz no puede fundarse sino sobre la base
de la justicia social, y que “existen condiciones de trabajo que implican para
un gran número de personas la injusticia, la miseria y las privaciones, lo cual
engendra tal descontento que la paz y la armonía universales están en peligro”.
Es un esfuerzo común de todas las naciones, porque “la no adopción por una
nación cualquiera de un régimen de trabajo realmente humano pone obstáculo a
los esfuerzos de las demás naciones deseosas de mejorar la suerte de los
obreros en sus propios países”. Unas palabras de aquel preámbulo que hoy
resuenan actuales.
Ese “régimen de trabajo realmente humano”
implicaba que no podía conceptuarse como un “artículo de comercio” y por tanto
que tenía que ser sometido a una regulación – legal y convencional, con la
presencia fundamental de la autonomía colectiva y de la acción sindical – que
garantizase la seguridad en una existencia social digna. Un trabajo por tanto
con derechos, configurados paulatinamente como situaciones jurídicas
necesariamente reconocidas y garantizadas a nivel internacional como derechos
reconocidos a la condición humana, es decir como derechos humanos, que es la
gran aportación civilizatoria que ofrece la Declaración de Derechos Humanos de
Naciones Unidas de 1948, “títulos acreditados a las personas sin distinción
discriminatoria por parte de un nuevo orden internacional”. El trabajo como
síntoma de inclusión social, cuya regulación impone en paralelo la lucha contra
la pobreza – “en cualquier lugar, porque constituye un peligro para la
prosperidad de todos” – y, más en general, “la lucha contra la necesidad”, que
requiere un esfuerzo concertado de todas las naciones y de los sujetos
colectivos que representan al trabajo y a la empresa. Un trabajo realmente humano que se plasmará,
ya a finales del siglo pasado, en la noción de trabajo decente que aúna la
libertad, la igualdad y la seguridad del trabajo con la dignidad de la
condición humana, en un desarrollo equilibrado de los componentes público y
colectivo de la regulación del trabajo y de los derechos individuales y
colectivos que tienen en él su origen.
En un mundo cada vez más global
en el que las relaciones sociales y económicas han experimentado un importante
cambio, donde la financiarización de los flujos económicos condiciona de manera
directa las políticas de los diversos estados nacionales, y en el que se
instala el protagonismo de las empresas transnacionales como sujetos
determinantes en el espacio global, el trabajo productivo formalizado es cada
vez más abundante, pero asimismo está sometido a condiciones de explotación
intolerables. Los grandes problemas para cuya solución nació la OIT – aun
reconociendo, como decía el art. 427 del Tratado de Versalles que “la
diferencia de climas, de costumbres y de usos, de oportunidad económica y de
tradición industrial hacen difícil la consecución, de una manera inmediata, de
la uniformidad absoluta en las condiciones del trabajo” – siguen estando
pendientes y la extensión global de estos fenómenos los hacen por tanto mucho
más inquietantes. Hay 192 millones de personas que quieren trabajar y no
encuentran trabajo, 1.400 millones tienen un empleo vulnerable y el ritmo de
reducción de la pobreza laboral se ha estancado: 176 millones de personas, el
7,2% de la población empleada mundial, se encuentran en situación de “pobreza
extrema”. El envejecimiento de la población tendrá asimismo consecuencias tanto
sobre los sistemas de pensiones – y por tanto en la “lucha contra la necesidad”
- como en la presión a la baja sobre los “mercados” de fuerza de trabajo. En
síntesis, los “déficits de trabajo decente”, como los llama el informe Perspectivas sociales y del empleo en el
mundo – Tendencias 2018 de la OIT siguen siendo elevados en un contexto por
cierto de creciente desigualdad en la distribución de la riqueza a nivel
mundial.
En ese contexto inciden los
cambios en las formas de trabajar y de organizar el trabajo producto de los
avances tecnológicos – la inteligencia artificial, la automatización y
digitalización, la robótica – y la necesaria ecologización de nuestras
economías ante la inevitable transición hacia la sostenibilidad, que pueden
producir cambios importantes en la composición del empleo y de los saberes y
competencias que definen la profesionalidad. La pérdida de peso de los sectores
agrario e industrial junto con las necesarias transiciones energéticas, cambiarán
el paisaje laboral en lo que se refiere a su arraigada trayectoria histórica y
cultural. La evolución demográfica y una nueva jerarquía de valores sociales
debe llevar a la generación de servicios de cuidados y trabajos socialmente
necesarios. Sin embargo, se sabe también que las nuevas fuerzas que transforman
la realidad laboral utilizan estos cambios tecnológicos para poner en marcha
formas organizativas de aprovechamiento del trabajo que desposeen a las
personas empleadas de los derechos propios del trabajo decente.
En efecto, el centenario de la
OIT ha servido para impulsar un importante debate promovido por esta organización
sobre el futuro del trabajo que queremos. Una iniciativa que pone el acento en
la importancia de la acción social en la determinación de los marcos
institucionales y regulatorios del trabajo en el futuro que se avecina. Por tan
sólo centrarnos en España, ha habido una larga serie de encuentros que han
permitido que se expresaran numerosas opiniones y enfoques sobre esta
problemática. La Universidad ha sido especialmente activa en este cometido, a
través de la celebración de encuentros interuniversitarios gestionados por
algunas Universidades especialmente activas – la Carlos III de Madrid, la
Universidad de Castilla La Mancha y la Universidad de Sevilla – que generaron y
ampliaron esta problemática entre cientos de académicos. También algunos
gobiernos autonómicos han organizado jornadas sobre el tema y en algún caso,
como en el congreso celebrado en la isla de La Palma, han elaborado unas
conclusiones de evidente rigor e interés. Otras instituciones relevantes están
aprovechando el centenario para prolongar el debate sobre las últimas
aportaciones al mismo, como sucede con la Asociación Española de Derecho del
Trabajo y de la Seguridad Social, que dedica su congreso anual, esta vez
convocado en Salamanca a finales de mayo, a una reflexión sobre el futuro del
trabajo en el marco del debate que la OIT ha promovido, o el Instituto
Internacional de Sociología Jurídica de Oñati, que los días 10 y 11 de abril
organiza un simposio sobre el debate global que se ha efectuado sobre el futuro
del trabajo. El Gobierno español acompañó esta labor de la oficina de la OIT en
España junto a los mandantes, CCOO y UGT de un lado y CEOE-CEPYME de otro,
aunque no culminó su actuación como se había comprometido en el Pacto
Presupuestario con Unidos Podemos – En Comú Podem – En Marea, que hacían suya
una reivindicación sindical muy insistente, con la ratificación del Convenio
189 OIT sobre sobre el trabajo decente para las trabajadoras y los trabajadores
domésticos.
La Comisión Mundial sobre el
Futuro del Trabajo que a nivel internacional recibió el encargo del director de
la OIT de confeccionar un informe para su discusión como texto básico de una
futura declaración institucional de la OIT, ha hecho público su texto
denominado “Trabajar para un futuro más prometedor”, y en él hay algunos
elementos que se pueden destacar del mismo. De un lado, la importancia de la
formación y la recualificación profesional ante un momento trascendental de
introducción de cambios tecnológicos decisivos. Un objetivo que tiene que
acompañarse de una transformación cultural e institucional del trabajo,
superando su equiparación con el hecho retributivo o asalariado, en un proyecto
global de gradual consecución de la igualdad de género. La persona tiene además
que gozar, por el mero hecho de serlo, de una protección social frente a los
estados de necesidad, “un nivel básico de protección para todas las personas
vulnerables, complementado por regímenes contributivos de Seguridad Social que
aseguren mayores niveles de protección”. Pero posiblemente los dos elementos
más llamativos de este informe tienen que ver con dos afirmaciones muy
interesantes y relativamente originales: el establecimiento de una “garantía social universal” y la
“ampliación” de la soberanía sobre el
tiempo de las personas que trabajan.
Lo primero significa que “todos
los trabajadores, con independencia de su acuerdo contractual o situación
laboral, debería disfrutar de derechos fundamentales en el trabajo, un salario
vital adecuado, límites máximos respecto de las horas de trabajo y protección
en relación con la seguridad y la salud en el trabajo”, una garantía mínima que
deberá ser incrementada por la negociación colectiva o por la acción normativa
del poder público. Lo segundo se refiere a la mayor autonomía sobre el tiempo
de trabajo por parte de los trabajadores, lo que repercute en el tema de la
conciliación familiar y la separación entre tiempo de trabajo y tiempo privado.
Lo que no sólo implica insistir en los límites máximos a la jornada laboral,
sino también en proponer un “límite mínimo de horas garantizadas” que permita
en la práctica el ejercicio de opciones reales sobre la flexibilidad y el
control de los horarios de trabajo. Al informe reseñado no se le escapa tampoco
la necesidad de garantizar la representación colectiva de los trabajadores ni
de reivindicar el diálogo social como “un bien público” y a profundizar sobre
la complejidad de los intereses representados, con una especial mención a la
economía de plataformas de una parte y a la presencia, a través de la
“capacidad de convocatoria” de los interlocutores sociales, de otras
identidades sociales en un diálogo ya no exclusivamente tripartito con los
poderes públicos. Finalmente el informe pronostica la urgencia de “encauzar y
administrar” la tecnología en favor del trabajo decente, previendo un “sistema
de gobernanza internacional de las plataformas digitales de trabajo que exija a
éstas y a sus clientes que respeten los derechos y protecciones “mínimas”, a la
vez que recomienda incrementar la inversión en trabajo decente y sostenible en
áreas clave para éste.
Son iniciativas interesantes que
tendrán que ser valoradas en razón de la situación concreta en la que se
encuentra cada ordenamiento laboral en concreto, pero que sin duda pueden
orientar de manera importante las tendencias de una regulación futura
internacional de algunos de estos temas. Hay sin embargo muchos otros aspectos
que se refieren a las condiciones generales en las que en nuestro tiempo se
está produciendo la explotación del trabajo como una mercancía y la degradación
consiguiente de las personas que trabajan que no han sido objeto de estas
recomendaciones ni forman parte del relato de la OIT sobre el futuro del
trabajo, o al menos del relato que emerge de las discusiones y propuestas inducidas.
Posiblemente la ausencia más clamorosa tenga que ver con las empresas
transnacionales como sujetos de un espacio global que escapa a la regulación
estatal e internacional y que sin embargo deberían estar, en un futuro
inmediato, dentro de un esquema regulatorio que ya se delinea paulatinamente a
partir de la institución del deber de vigilancia estatal sobre la conducta de
las Empresas Transnacionales en materia de derechos humanos laborales en su
actuación global. Tampoco se menciona la profundización a nivel mundial de las
desigualdades sociales ni cuáles son los procesos que producen estas
desigualdades. La lucha contra la desigualdad tendría que ser hoy, para la OIT,
el elemento que completara la decidida afirmación de la declaración de Filadelfia
de la lucha contra la desigualdad como eje de los “esfuerzos denodados” de los
gobiernos y de los sujetos sociales.
En lo que respecta a España, se
pueden compartir plenamente las conclusiones que Miquel Falguera ha incluido como editorial del número 15 de la
revista “Ciudad del trabajo”, publicada y distribuida por la editorial Bomarzo
( El centenario de la OIT)
En él se realizaba una doble
invitación a los juristas del trabajo. De una parte, a aprovechar este
centenario para poner en primer plano los problemas que la globalización
plantea no solo a la regulación del trabajo sino fundamentalmente a la acción
sindical, con especial atención a la posibilidad de intervención sobre la
actuación de las empresas transnacionales. De otra, en clave interna, a
precisar la influencia transformativa que pueden tener los convenios de la OIT
sobre nuestro derecho interno y muy especialmente a aprovechar las indicaciones
del Tribunal Constitucional que distingue entre un control de
constitucionalidad y el control de convencionalidad de los tratados
internacionales por los jueces como una forma de recibir en el ordenamiento
interno la eficacia directa y vinculante de esos derechos fundamentales del
trabajo que la OIT reconoce y dispone en sus normas, que forman parte del
ordenamiento interno de cada estado-nación en una posición de superioridad
sobre las leyes del mismo. A ese tema se ha dedicado una entrada reciente en el
blog (Control de convencionalidad de los tratados internacionales por el juez nacional)
Un replanteamiento de la doctrina judicial de la primacía aplicativa de los
Convenios de la OIT y de otras normas internacionales que debe tener
implicaciones muy interesantes y que confiemos que pronto dé sus frutos en la
actuación de los operadores jurídicos.
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